Nerviosos, alterados, sorprendidos, excedidos, indiferentes, culpabilizados, incómodos, avergonzados... La variedad de sentimientos que podemos sentir ante los caprichos de nuestros hijos es enorme. Ponen mala cara, gritan, lloran, se tiran por el suelo, luchan si intentamos detenerlos. A veces, incluso, llegan a morder o a dar patadas. Cegados por su ira, son como fuegos artificiales de gritos y de agresividad. Sin embargo, este «caos» de emociones en bruto del que usted prescindiría con mucho gusto es indispensable para el despertar de su personalidad. Ningún niño es igual a otro. Del mismo modo, ningún capricho es idéntico a otro. A veces, puede parecerle que su hijo repite la rabieta de ayer o la de hace tres meses, pero el contexto es distinto. Evoluciona, como los elementos de un decorado ambulante. Usted no es la misma madre o mujer, el mismo padre u hombre, la misma pareja, según los momentos de su vida. Las rabietas de su hijo siempre son únicas. Para afrontarlas sin perder el respeto hacia su hijo, es importante comprender las etapas que atraviesa durante su primera infancia, los mecanismos de su lógica y las interacciones de su historia familiar y afectiva sobre sus propios comportamientos. Así evitará perderse en una espiral de reacciones ineficaces que no conseguirán calmar la situación. Mejor aún: si consigue «domesticar» sus rabietas sin reprimir su expresión, enriquecerá la relación con su hijo aportándole una complicidad y una confianza mutua que le serán de gran ayuda a lo largo de toda la vida.
Capítulo 1
Mala reputación
Las rabietas, normalmente ruidosas, desconcertantes y exasperantes, están lejos de ser moco de pavo para los padres. Su mala reputación viene de lejos. Hay que ir con cuidado, porque en ocasiones avanzan enmascaradas...
■ Un comportamiento explosivo
Parecía que el día había empezado bien. Esta mañana, cuando le ha dejado en la escuela, estaba de buen humor. Le ha hecho muchos mimos y usted se ha sentido orgullosa de aquel hombrecito que le sonreía.
Pero por la noche, al ir a sentarse en la mesa para cenar, se ha puesto a gritar y a dar patadas porque usted no le ha dado un caramelo, y no soporta que no le den lo que pide.
Los padres prescindirían con mucho gusto de estas escenas penosas y ruidosas que tienen el increíble poder de llevarlos al borde de un ataque de nervios. «Insoportable», «mal educado», «mimado», «malcriado»..., los niños caprichosos no gozan de buena reputación. Siempre es como si quisieran imponer su voluntad, de forma repentina e imprevisible, como si momentáneamente hubieran perdido el sentido de la medida y de la razón. Los caprichos, desconcertantes, suelen producirse por sorpresa, sin avisar. A veces impresionantes por su violencia, hacen perder la calma a los padres, y con razón. Además de gritos y lloros, las rabietas pueden ir acompañadas de golpes, quejas e insultos. Como presos de un furor ciego, algunos niños llegan a pegar, morder, arañar a sus padres, tirar objetos, romper el camión de su hermano o, directamente, pisar a su hermana pequeña.
Sin embargo, el niño que quiere un capricho no siempre se expresa de forma tan espectacular. Algunos no hacen ruido: se limitan a enfurruñar. Saben muy bien cómo expresar su despecho y su mal humor a sus padres. Estos enfurruñamientos pueden poner tan a prueba su sangre fría como una rabieta. Con menor frecuencia, algunos niños pueden tener una reacción muy espectacular, conocida como «espasmo del sollozo». Bajo el efecto de la cólera, el niño pierde la respiración, se pone morado o muy pálido y puede llegar a perder el conocimiento durante un instante. Deja de respirar y no controla lo que le pasa. En la inmensa mayoría de los casos, el episodio termina por sí solo cuando el niño recupera la tranquilidad y su seguridad interna.
■ Adiestrar para educar
A nadie le sorprende que las rabietas se hayan considerado desde siempre como una mala hierba que se debe evitar que germine cueste lo que cueste. Sinónimo de desobediencia y de falta de respeto, ponían en peligro la propia autoridad paterna. En el siglo XIX , y hasta la década de 1960, educar a un niño consistía en echar sermones y en «adiestrar». La represión se practicaba con la mejor de las intenciones, por el bien del niño. En aquella época existía la convicción de que el niño tenía que ser educado para convertirse en un individuo fuerte que no mostrara sus emociones. Los castigos destinados a reprimir las rabietas solían ser humillantes y consistían a menudo en castigos corporales, a saber, zurras o latigazos. Se predicaba la mentira para obtener la verdad y se intentaba hacer caer al niño en la trampa: «Estás mintiendo, lo sé porque se te está alargando la nariz».
Esta educación, en la que el autoritarismo era la ley, desarrollaba en el niño un temor hacia el padre en detrimento del valor de las caricias y de los mimos, reconocidos actualmente como beneficiosos. Ser un poco cariñoso podía ser considerado, incluso, como una debilidad de los padres... El adulto tenía todo el poder y toda la razón. El niño tenía deberes y ningún derecho. Ni hablar de tomar la palabra en la mesa, de tener deseos y aún menos de imponerlos. Ciertamente, con tales métodos, las rabietas generalmente se erradicaban, incluso en el niño más rebelde. Pero, ¿a qué precio? El niño, sometido a la voluntad de sus padres y en ocasiones humillado, reprimía sus impulsos y sus emociones.
■ Avances mal interpretados
Afortunadamente, el estatus del niño ha cambiado: ha adquirido el derecho de expresar sus emociones y sus deseos. Esta evolución se ha producido gracias a un mejor conocimiento de la psicología infantil y al estudio de las relaciones precoces madre/hijo, inspirado en las investigaciones sobre las relaciones de apego en los animales. Actualmente, se descubren constantemente nuevas competencias en el recién nacido que no dejan de maravillarnos. ¡El bebé sabe hacer tantas cosas! Entre otras, es capaz de distinguir los sonidos, de reconocer la voz y el olor de su madre. Ahora, nadie pone en duda que el niño es una persona con derechos e incluso con una sexualidad. Ya no tiene que obedecer al pie de la letra ni aprenderlo todo de sus padres. Es actor en la relación única que le une a ellos. Es él mismo, incluso, el que crea a sus padres, suscitando nuevos intercambios y respondiendo a ellos. Desde su nacimiento, es un individuo potencialmente rico, apto para adaptarse, guiado por los gestos, las palabras y la mirada cargada de ternura de sus padres.