Verónica Arjona González
Agenda de una maestra
Agenda de una maestra
Verónica Arjona González
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© Verónica Arjona González, 2018
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: © Claudia Limón
Ilustraciones: © Claudia Limón
universodeletras.com
Primera edición: Febrero, 2018
ISBN: 9788417139773
ISBN eBook: 9788417139988
A mi chuliño. José Manuel.
Ilusión del empiece
Primeros de septiembre de un año cualquiera. Son las siete de la mañana y aún no me ha sonado el despertador. No aguanto más en la cama. Hoy estoy entre ilusionada e intrigada y a la expectativa de lo que me voy a encontrar. Me levanto, hoy tengo que desayunar con fuerza porque me espera una jornada especial. Este día no se repetirá hasta el curso que viene. Me visto con mi uniforme, que me acompañará por los once meses siguientes; me peino con una coleta bien apretada, me pongo un poco de colorete, rímel y brillo de labios. Ahora sí, ya estoy lista y preparada para un nuevo curso en la escuela.
El día es emocionante porque se produce el reencuentro con viejas caras conocidas y alguna que otra nueva. El camino al trabajo se me hace más corto de lo habitual porque veo a mi gente, después de todo el verano. Mis compis tienen las mismas ganas que yo, de saber cómo serán los once meses siguientes.
Por fin entro en mi aula. Todo está bien organizado. La decoración es perfecta para recibir a mis pequeños. Me decido a poner unos juguetes por el suelo, para que cuando entren puedan jugar y pasarlo bien, ¡qué nervios! Me paro y pienso… No, mejor guardo los juguetes para que las familias los vean colocado y organizados, les dará una mejor impresión…
¡Qué caray! Estamos aquí por ellos, los pondré bien colocados, tienen que jugar… ¿Qué se me olvida? Pienso… ¡La música!, que la música calma a las fieras.
Desde el aula se escucha una voz, es la dire: «¡Chicas, abro la escuela!», nos grita al equipo desde la puerta. Comienza la fiesta, ¿quién será el primero en llegar? Se escuchan los primeros llantos y aún no me ha venido ningún pequeño al aula.
No pasan ni dos minutos cuando entra a mi clase una mamá, cargada con pañales, mochilas y el pequeño. En ese momento, no sé quién está más nervioso de todos. Por una parte, la mami, porque no me conoce de nada, solo de una «pequeña» entrevista inicial (¡qué duro!, casi una hora contándome cada detalle del pequeño: cuándo fue la primera vez que dijo tatarata o mamama, qué alimentos tiene introducidos, cómo es la mejor forma para que duerma o coma…), y es la primera vez que deja a su tesoro más preciado en la escuela. Por otra parte, el pequeño, que no sabe qué le pasa a su madre, por qué le han despertado tan pronto, por qué le han vestido con un montón de ropa nueva, etc. Le han dado el desayuno como siempre, pero con ración extra de sus dibujos favoritos y han llegado a un sitio que no conoce y ha escuchado a otro amigo llorar. O quizás sea yo, que temo que se pongan todos a llorar por aquello de la neurona reflejo. Esta no solo funciona con el bostezo, también se activa en estos casos.
Bien, de momento, está todo controlado. Hay una mami con su peque. Me ha dado tiempo a colocar las cosas en su casillero, percha… Le he dicho que se siente con él y que disfruten del día. Otra familia, igual de ilusionada, otra y otra… ¡Madre mía! Ya son cuatro y no me da tiempo casi ni a reaccionar. Cuando tengo a otras dos familias más en el aula, los nervios me desbordan por las orejas. Dentro del aula están todos muy nerviosos: hay peques que aún no gatean, junto con peques que corren sin parar descubriendo el nuevo entorno. Por fin, entra el último peque con sus familiares, ya que no se lo querían perder ni la abuela ni el papi y mucho menos la tía y, si me apuras, hasta la vecina. Hay más adultos que pequeños en el aula. Tengo que iniciar la jornada porque ya estamos todos. Gracias a la compasión de las jefas nos dejan tener la adaptación por mitades y por tramos de horas.
Quito la música y pido a los papis, mamis y demás asistentes un poco de atención. Nos sentamos en la alfombra e iniciamos el primer día poniéndonos nombres, que he de reconocer que soy bastante mala para eso de los nombres, más cuando tienes nombre similares, como Alejandra-Adriana, Dani–David, Aitana–Ainara, Alberto– Roberto… Además, en el peor de los casos tienes a una Daniela M y una Daniela V. Aunque puedo tener suerte y tener nombres que se salen de la normalidad y, aunque me cuesta pronunciarlos, más como en el caso de un Atef, Alfa o Aníbal, es una ventaja porque tardo menos en asociar nombre y cara. Y si soy mala para recordar los nombres de los niños, imaginaos para poner nombre y cara a todos los familiares, pero para eso tengo un truco: les llamo a todos de manera cariñosa mami o papi y, en su defecto, abuelos. Finalmente, se quedan con la mami de Sofía o papi de Tristán o los abuelitos de Vera.
Bien, inauguro la primera asamblea de curso y me pongo a cantar una canción que, sin quererlo, será el himno de la clase: no habrá día en el curso que no la cante. Pides a los asistentes un poco de colaboración para que me ayuden con canciones de cuando ellos eran pequeños o alguna que se sepan, pero, de repente, hay un silencio sepulcral y parece que la clase está desierta. Bien, continúo con mi repertorio de canciones. Tras estar casi veinte minutos cantando y algún que otro gallo, pasamos a trabajar un poco. Utilizamos una dinámica, que llamamos «botellas sensorial», donde los familiares nos ayudan a meter objetos en botellas y cada adulto está más emocionado que el anterior. Los padres disfrutan de la actividad de meter garbanzos en una botella, están como si fuera el primer día de clase para ellos, y se ponen a pegar gomets (esas pegatinas geométricas) para decorarla. Cuantos más pegan, más contentos están.
Se ha creado un clima de tranquilidad y mis pequeños ya no lloran, estamos todos relajados. La clase está acabando y, tras un esfuerzo brutal, me acuerdo de cada nombre de los pequeños y me despido de ellos con un beso. Me quedo con dos peques, cuyos familiares tuvieron que irse a trabajar.
Faltan diez minutos para que venga el segundo grupo y tengo que colocar el aula para que la vean como el primero. Los juguetes ya no están colocados porque hay dos peques en el aula; uno de ellos no se mueve y tiene cara de confusión; el otro llora porque su mama no está y tiene ganas de dormir.
En cada tutoría pido, encarecidamente, que me pongan el nombre del peque en cada objeto personal. Tengo tres paquetes de toallitas, dos peines, seis baberos, un chupete y una colonia sin nombre. Tras pensar un poco, con cierta dificultad por culpa del niño que no paraba de berrear, me acuerdo de quién es cada cosa.