No hay nadie en este mundo con quien preferiría jugar al juego de la vida. Gracias por permitirme compartir nuestra historia… Eres mi alma gemela y me siento muy orgullosa de que hayamos crecido juntos todos los días sin excepción. Te quiero
Gracias por responsabilizarte de todas las cartas de nuestra pequeña familia de tres… Puede que un montón de cosas nos pasaran desapercibidas, pero tu amor, nunca. Y gracias por enseñarme que una vida digna de ser vivida consiste en hacer todo lo posible para cambiar la vida de los demás para mejor
CONSIDERA EL SIGUIENTE ESCENARIO:
EL CASO DE LOS ARÁNDANOS OLVIDADOS
M e sorprende que no hayas comprado arándanos.
Me quedé mirando el mensaje de mi marido y me lo imaginé pronunciando esas palabras con lo que yo denomino su «voz porno»: jadeando, como cuando se siente frustrado o abrumado.
Me puse de inmediato a la defensiva y pensé: «Esto…, ¿por qué no puedes comprar tú los arándanos?».
Me había tomado la tarde «libre» para pasarla con mi hijo mayor, que necesitaba urgentemente tiempo para reconectar con su madre tras la reciente llegada de su nuevo hermanito. Después de repasar mi larga lista de instrucciones para la niñera (dos veces), salí a toda prisa por la puerta de casa para ir a buscar a Zach a la escuela; todo eso mientras trataba de sujetar los tentempiés que acababa de preparar, una bolsa que se había olvidado un amiguito que había venido a casa el día anterior, un paquete de FedEx que tenía que enviar, un par de zapatos de niño por estrenar que ya se habían quedado pequeños y tenía que devolver, y el contrato de un cliente que tenía que revisar antes de la mañana siguiente. Estaba a punto de perder la calma cuando recibí el «mensaje de los arándanos» de mi marido, y las lágrimas me saltaron tan rápido y con tanta fuerza que tuve que parar en el arcén.
¿Cómo era posible que hubiera pasado de gestionar con éxito todo un departamento en mi empresa a fracasar en la gestión de la lista de la despensa para mi familia? ¿Y qué mujer que se precie se echa a llorar por haberse olvidado de comprar algo en el mercado?
Y lo que era igual de preocupante: ¿una cajita de arándanos fuera de temporada sería el presagio del fin de mi matrimonio?
Me limpié el rímel que se me había corrido y pensé: «Así no es como imaginaba mi vida, como alguien que satisface las necesidades de batidos de frutas de mi familia».
Un momento. Rebobinemos.
Cómo llegué hasta aquí
Mis padres se divorciaron cuando yo tenía tres años y mi madre estaba embarazada de mi hermano. Mi madre optó por renunciar a la pensión alimenticia para evitar el rencor y nos crio a mi hermano y a mí en un hogar monoparental mientras trabajaba tiempo completo como profesora de trabajo social en Nueva York. No era un empleo muy bien remunerado, pero nos daba para vivir. O eso era lo que yo creía hasta que un día llegó la primera orden de desahucio por debajo de la puerta. Mi madre había dado clases todo el día, vino a buscarnos a mi hermano y a mí a la escuela, nos llevó al dentista en la parte alta de la ciudad, luego nos dejó en casa con una niñera en el centro y después… volvió al trabajo. Cuando vi el sobre en el suelo, lo abrí, leí la carta que contenía y me quedé despierta hasta tarde para esperar a mi madre. Cuando por fin entró por la puerta, le di la noticia de que ya no tendríamos un sitio donde vivir. Tenía ocho años. Mamá me aseguró que simplemente se había olvidado de pagar la renta y que a primera hora de la mañana siguiente enviaría un cheque.
Cumplió su promesa y no tuvimos que mudarnos, pero a partir de ese momento comprendí lo dura que era la vida para mi madre, porque soportaba el cien por ciento de la carga en casa. Durante todos mis años de formación y en demasiadas ocasiones para contarlas, recuerdo que miraba a mi madre al final de otro día largo y agotador, mi supermamá sobrecargada que intentaba hacerlo todo, y pensaba: «Yo nunca seré así. Cuando sea mayor, mi pareja será una pareja de verdad». Aunque no tuve un modelo en el que inspirarme, estaba decidida a construir y mantener una relación equilibrada algún día.
Trabajé duro y saqué la carrera de Derecho, y entonces conocí al hombre que se convertiría en mi pareja. Mi mejor amiga nos tendió una trampa. Zoe dijo sobre Seth: «Es judío y está obsesionado con el hip hop ». En ese mismo instante recordé cuando sorprendí a nuestros invitados con una coreografía de Children’s Story, de Slick Rick, durante mi bat mitzvá . Tenía que conocer a ese tipo.
Yo era abogada de primer año en un bufete de Nueva York, lo que significaba que hacía un montón de horas, de modo que para nuestra primera cita Seth y yo quedamos en un bar nocturno de Union Square. Pero a las nueve y media de la noche recibí la llamada de un cliente que me tuvo casi dos horas al teléfono. Cuando llegué al bar, prácticamente era medianoche y Seth… todavía estaba allí. Uno de los amigos de Seth se quedó con él hasta que yo llegué. Más tarde, Seth me dijo lo que le había dicho su amigo cuando entré por la puerta: «Ha valido la pena». Y Seth también. Me gustó en cuanto lo vi.
Nuestro incipiente romance solo tenía un inconveniente: Seth vivía en Los Ángeles y yo acababa de hacer el examen del Colegio de Abogados de Nueva York. Mantuvimos una relación a distancia durante un año y el día de nuestro primer aniversario le regalé Lo mejor de 2003 , todos y cada uno de los correos electrónicos que nos habíamos enviado desde la noche en que nos conocimos. Eran más de seiscientas páginas de intercambios de correos que había imprimido en el sótano de mi bufete y encuadernado en una colección de cuatro volúmenes de color rojo intenso. Mi sentimentalismo le llegó al alma (y también le impresionaron mis meticulosas habilidades de organización). Creo que en ese momento ambos supimos que la cosa iba en serio.
Antes de finalizar el año, emprendí la ardua tarea de estudiar para el examen del Colegio de Abogados de California, que aprobé, y me mudé a Los Ángeles. Y luego, cuando el negocio en expansión de Seth requirió una oficina en la Costa Este, hicimos las maletas y nos mudamos de nuevo a Nueva York como pareja de recién prometidos. (Llevármelo de vuelta a casa era mi plan secreto.)
Nuestro primer departamento enfrente del túnel Queens-Midtown era muy pequeño y ruidoso, pero no nos importaba. Estábamos enamorados, colaborábamos de verdad en casa y apoyábamos la carrera profesional del otro. Como pareja joven, nuestra dinámica parecía equitativa, una relación recíproca de iguales. Entre lavadora y lavadora, yo revisaba los contratos de sus clientes mientras su agencia de entretenimiento crecía, y Seth me daba consejos prácticos de negocios al tiempo que subía la despensa.
Era mi brazo derecho mientras yo me abría camino hacia el trabajo de mis sueños: utilizar mi formación jurídica, mis habilidades de gestión organizativa y mi experiencia en mediación para trabajar con personas y empresas con el objetivo de estructurar organizaciones humanitarias. Es decir, asesoraba a los ricos sobre cómo podían donar montones de dinero a organizaciones sin ánimo de lucro que servían al bien común. Ambos teníamos un trabajo del que nos sentíamos orgullosos, y juntos nos comíamos el mundo.
Ahora pasamos a la escena del matrimonio con hijos; todo cambió.
Madre por defecto
Me convertí en el progenitor por defecto o, mejor dicho, la madre por defecto, y como tal, lo único que me comía eran los guisantes que trituraba para mi bebé. En honor a la verdad, Seth se apresuraba con entusiasmo a cambiar los pañales, dar el biberón y consolar a su primogénito en mitad de la noche. Pero aparte de establecer esta crítica conexión inicial con su hijo, Seth decía a menudo sobre nuestra nueva dinámica familiar: «No hay mucho que pueda hacer yo».