E scribir un libro te conecta con tu vida y al mismo tiempo te aleja por un tiempo de ella. Es por eso que quiero agradecer profundamente a mi esposo Pablo por su incondicional apoyo.
Gracias también a todos los maestros que me han enseñado tanto y cuyos nombres aparecen con frecuencia en este libro.
Gracias a ti y a todos los lectores que me han apoyado desde hace doce libros. Ustedes le dan sentido a mi trabajo.
Gracias al Grupo editorial Santillana, mi casa editorial por hacer posible todo el andamiaje que un libro requiere. En especial a Carlos Ramírez su director, por confiar en el proyecto; a Paty Mazón, a César Ramos y Sara Schulz por su paciente y atinado trabajo editorial; y a Fernando Ruiz, Joel Dehesa Guraieb, Enrique Hernández, Gabriel Miranda y Nadia Calderas por la creación, diseño y promoción de este libro.
Gracias a Benicia Anaya, mi asistente, por facilitarme siempre la tarea.
A todos, de corazón, gracias, gracias, gracias.
Este es un saludo que se usa en algunos países de Asia y que tiene un profundo significado:
“Honro ese lugar en ti donde reside el Universo .
Honro ese lugar de luz, integridad, sabiduría y paz .
D ESCONECTADO
S é lo que es estar desconectada. De hecho, gran parte de mi vida lo estuve, y con frecuencia todavía lo estoy. La única y enorme ganancia que el tiempo me ha dado es que ahora me doy cuenta.
La sensación de estar desconectado es algo que en la pubertad o adolescencia no sabemos poner en palabras, es muy dolorosa. Por eso, en esa etapa le damos escape a través de la rebeldía, del aislamiento, de la sobrerreacción a un estímulo, o de la búsqueda de pertenencia a cualquier banda, grupo social o ideológico que nos abra la puerta.
Posteriormente, al crecer, crees que esa sensación de vacío, ese anhelo de algo, que no sabes bien qué es, desaparecerá automáticamente. La sorpresa es que cuando cumplimos 18, 25, 35 o 40 años, el hueco persiste y no logramos superar esa sensación, a pesar de que el mundo de la mercadotecnia y la publicidad nos seduce con promesas atractivas de bienestar, de éxito, estatus y demás —las que compramos sin cuestionarlas.
Durante estas etapas, la mente —o el ego— nos trata de distraer y hacernos creer que nuestra vida “está bien”. Pero, cuando llega la crisis de la mitad de la vida, la invitación a evaluarnos, a tomar el pulso de nuestros días, se hace ineludible y aterriza sin haberlo solicitado. Llega pisando fuerte a través de pequeñas pérdidas o de otras más fuertes, como la pérdida de un ser querido, un desamor, una ruptura, una enfermedad; o bien, entra de puntitas a través del amor, el arte y la belleza. El ofrecimiento siempre llega; la decisión de darle o no un espacio al alma es nuestra. Mientras tanto, el ego nos tira de la ropa y nos aconseja hacernos de oídos sordos.
Una vez que somos conscientes de ello y nos decidimos a emprender el camino del autoconocimiento, puede suceder que los primeros descensos al fondo de uno mismo sean incómodos y poco hospitalarios. “No está en nosotros decidir qué aprender, sólo decidir si lo hacemos desde el dolor o desde el amor”, como se dice en Un Curso de Milagros . Conectarte con tu verdadero ser duele. Duele porque la ligereza es más cómoda —en apariencia. Sin embargo, lo curioso es que no hay paso atrás. Una vez que pones un pie adentro de ese nuevo espacio, algo te invita a regresar a él, a quedarte y no dejarlo.
Es entonces, y sólo entonces, cuando se evidencia que no estabas tan “bien” como creías; desde este nuevo terreno, todo toma mayor sentido. A partir de la reflexión sobre tu estancia en este mundo, el porqué de tu vida, tus relaciones, tu familia, el trabajo, toman otra perspectiva y otro fondo; es tu mirada la que cambia.
Así es como comienza el largo peregrinaje cuya meta es tu centro, y tu centro es el lugar en el que recuperas el ritmo, te sientes “en casa” más allá de lo que cualquier espacio exterior te pueda ofrecer. Llegar a él requiere de la decisión de seguir adelante a pesar del autosabotaje.
En general, la vía para acceder a tu centro es establecer tus prioridades, sobre todo en el aspecto espiritual; sin embargo, cuesta mucho repriorizar y darnos un espacio cuando vivimos en un mundo acelerado. De ahí la desconexión, pues nos encontramos en un paradigma inconsciente entre hacer y ser. Cuando se trata de hacer, el ego se viste de gala y nos felicita. Sin embargo, cuando se trata de ser, sentimos que dejarnos ir es una pérdida de tiempo. Esto sucede hasta en los días libres. La culpa nos invade con pensamientos del tipo: “Hoy no hice nada útil”, y surge la urgencia de llenar los espacios. Así nuestra mentalidad no es cualitativa, sino cuantitativa.
Llega el momento en que, automatizados, repetimos lo que nos toca hacer, hasta que un día nos preguntamos: “¿De todo lo que hice, qué hice con calidad? ¿Me sentí en paz cuando lo hacía?” Y con ello, al paso de los años, se presenta la inexorable reflexión: “¿Qué hice con mi vida? ¿En algún momento me conecté con lo que yo quería o me conecté con la opinión colectiva, sujeta a las modas?”
Es en ese momento cuando te cae el veinte, como piedra en la cabeza, de que para sentirte pleno sólo tienes que conectarte con el Ser.
I NTRODUCCIÓN
L a vida está hecha de momentos que se alinean uno tras otro para formar nuestra historia. Algunos pasan desapercibidos, otros, a pesar de ser insignificantes, permanecen para siempre, como el que a continuación te narro.
Caminas por la calle junto a otros transeúntes que tienen la mirada ausente como tú, cada quien se encuentra en su propio mundo de quehaceres y pendientes. Sin embargo, por un instante, la mirada de otro se encuentra con la tuya y, de manera misteriosa, algo de ella te penetra y te toca; inmediatamente sabes que la otra persona experimentó lo mismo. Ese instante se convierte en una eternidad. Después cada quien sigue su rumbo, pero en el cuerpo y en el alma permanece esa sensación que nutre el hecho de haberse conectado. ¿Lo has vivido?
Sabemos que el mundo de hoy nos soborna y seduce de manera constante, todos experimentamos lo cautivador y persistente que son sus herramientas para mantener cada célula de nuestro cuerpo enganchada a un mundo exterior. Nuestra mente concentrada a medias salta de asunto en asunto, de pantalla en pantalla y de cita en cita. El celular interrumpe momentos sagrados, importantes con tu pareja, tus hijos o amigos. Constantemente nos invaden pensamientos como: “Estoy aquí pero quiero estar allá.” Así, presos de la velocidad inalcanzable y desconectados de nosotros mismos, hacemos dos o más actividades al mismo tiempo y sentimos el impulso continuo de actuar sin freno.
Nos alimentamos de fast food y de small talk : mucho bla bla bla y poca conversación; nos mal nutrimos con relaciones poco profundas y desechables después de todo, pues a un “amigo” en Facebook o en Twitter —a quien por la mañana saludamos antes que a quien tenemos al lado— también es muy fácil “desaparecerlo” con un unfollow cuando ya no queremos saber nada más de él. Pero, ¿esto nos da el sentido de una verdadera conexión? Ciertamente, no.