Depresión. La noche más oscura
Una mirada científica
Primera edición digital: mayo, 2020
D. R. © 2020, Jesús Ramírez-Bermúdez
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Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación
¿De dónde viene ese sol negro? ¿De cuál galaxia insensata sus rayos invisibles y pesados me clavan al suelo, a la cama, al mutismo, a la renuncia?
JULIA KRISTEVA
La depresión mayor: ¿un problema biológico o social?
Al empezar el siglo XXI, el término “depresión mayor” se usa en forma global para hablar sobre una condición de salud, un estado clínico en el cual hay una profunda tristeza y otras emociones intensas, como el miedo y la ira, así como alteraciones del sueño, el apetito, la motivación, la sensación de energía y la capacidad para disfrutar la vida cotidiana. Los estados depresivos suelen ser dolorosos en el plano emocional y físico: los sentimientos de culpa, vergüenza y minusvalía se mezclan con malestares en todo el cuerpo. Aunque algunas personas dicen que basta con tomar la decisión de ser feliz, la realidad clínica conocida por los pacientes, sus familiares, los médicos y terapeutas es que los sentimientos depresivos no desaparecen por decreto, suelen prolongarse más allá de lo tolerable, y ocasionan un gran sufrimiento. Hay patrones de pensamiento recurrentes dominados por el pesimismo y la negatividad, y una tendencia exacerbada a pensar en el suicidio. ¿Cuál es la relación entre ese cuadro clínico y los grandes problemas sociales que observamos en la imagen panorámica global? La pobreza, las migraciones masivas, la violencia social, la misoginia y la xenofobia, ¿en qué medida se asocian con la génesis de los estados depresivos? ¿Hasta qué punto la depresión mayor se debe a causas biológicas: anormalidades de la transmisión química cerebral y de la actividad de redes neurales? ¿Hay que buscar las causas de esta condición en una interacción entre factores sociales y biológicos?
Según la medicina psiquiátrica, si el estado depresivo no tiene una resolución espontánea, si se prolonga a lo largo de varias semanas y ocasiona discapacidad en los ambientes vitales del individuo, debe tratarse como una entidad patológica. La prescripción incluye la terapia psicológica, los medicamentos antidepresivos, la estimulación magnética transcraneal y, en casos graves, otros tratamientos biológicos, como la terapia electroconvulsiva. Los cambios en el estilo de vida, y de manera particular, el ejercicio, también son parte central de esa prescripción. Pero ¿cuál es la evidencia para sustentar esa visión médica? Existen grupos de activistas, profesionales del campo de los derechos humanos y pensadores de diferentes disciplinas humanísticas y sociales (incluyendo algunos médicos, psicólogos y psicoanalistas) que consideran que esta visión médica es errónea porque conceptualiza a la experiencia emocional como patológica. Se dice entonces que medicalizar la vida cotidiana conduce a la deshumanización y a la comercialización del sufrimiento, que en última instancia es generado por las condiciones sociales y las experiencias traumáticas. En este libro no pretendo descalificar alguna de las dos perspectivas: la visión médica o la visión según la cual la depresión no es una enfermedad, sino una forma de discapacidad psicosocial. Creo que las dos miradas tienen ventajas y me gustaría quedarme con eso.
Quiero presentar las evidencias científicas que muestran la profundidad de los problemas biológicos observados en personas con depresión, que no están desligados de las circunstancias sociales adversas: por el contrario, el estrés social es quizá el factor más importante en la formación de los estados depresivos, pero esto no sucede más allá del cuerpo humano, sino en un individuo que tiene cuerpo, emociones, pensamientos. Las ciencias médicas nos muestran que el estrés social interactúa con el sistema nervioso, el sistema inmunológico, y con el concierto hormonal de nuestro organismo. Al estudiar la depresión, no tiene mucho sentido pensar que el problema está en el cuerpo con su ambiente químico, o en el entorno social y la mente humana. Al parecer, todas esas dimensiones de nuestra vida se alteran en los estados depresivos. Por otra parte, quienes se oponen a la visión médica de la depresión tienen razón al criticar que los médicos y otros profesionales de la salud, con frecuencia, atienden a las personas como si fueran cosas, organismos enfermos, objetos. Es indispensable ayudar a la persona que busca asistencia a recuperar su dignidad, y esto empieza con el trabajo de escucharla, sin prisa, con atención, con una actitud terapéutica que reúna la empatía y la racionalidad. Lo que quiero mostrar en este libro es lo que sabemos el día de hoy acerca de la depresión mayor como uno de los grandes problemas contemporáneos. Con un poco de suerte, podré mostrar que la depresión no requiere una mirada biomédica o psicosocial, sino ambos enfoques, por el bien de la persona que sufre.
Al mirar el amplio panorama de la civilización, aparece la pregunta: ¿la depresión mayor siempre ha existido? ¿O se trata de un mal específico de nuestros tiempos? En los medios de comunicación, en los ambientes científicos y en la cultura popular escuchamos que “la depresión es el mal de nuestros tiempos” o que “la depresión es la principal causa de discapacidad en el mundo”. ¿Siempre ha sido así o se trata de un fenómeno nuevo? ¿Se trata de un invento de la industria farmacéutica o de una enfermedad real? ¿Cuál es la validez científica del concepto?
Una primera forma de aproximarnos a todos esos problemas consiste en plantear la siguiente pregunta: ¿cuándo apareció el término “depresión mayor” en el lenguaje médico? ¿El término proviene de la cultura popular y se incorporó a la medicina de manera subsecuente? ¿O es el resultado de observaciones científicas en el campo de la psicología y la psiquiatría? Para contestar las preguntas es necesario reconocer lo siguiente: antes de que la palabra “depresión” fuera usada en un sentido clínico, había otro concepto, cuya historia es indispensable para entender a la depresión mayor. Me refiero a “la enfermedad de la bilis negra”: la melancolía. La transición entre esos dos términos ha durado más de 150 años.