Primera parte
APRENDER EL PUNTO DE CRUZ
El punto de cruz: actualidad de una técnica antigua
El punto de cruz es una de las técnicas más antiguas de bordado: parece ser que en Asia Central se han encontrado retales de seda bordados con un punto muy similar al punto de cruz, que se remontan al 850 d. de C.
El verdadero punto de cruz, idéntico al que se realiza actualmente, hizo su aparición en Europa durante la Edad Media, para luego difundirse ampliamente durante el Renacimiento. Ya en el 1500 empezaron a circular los primeros esquemas, verdaderos modelos de temas típicos y recurrentes: decoraciones florales, heráldicos y religiosos, llenos de símbolos como cruces, cálices y palomas. Las telas sobre las que se bordaban no comprendían aún el algodón, sino que eran el lino, la seda y la lana. También se disponía de pocos hilos de colores. Durante mucho tiempo el más difundido fue el rojo, capaz de soportar mejor que los demás los lavados.
A la escuela con aguja e hilo
La utilización de ornamentos y muebles sagrados, que precisaban adornos y decoraciones, contribuyó de forma determinante en la difusión del bordado. El trabajo de aguja se realizaba a menudo en los conventos por las manos pacientes de las religiosas. Además, en estos primeros centros de educación femenina, cada chica de buena familia aprendía a bordar y marcar su propia lencería.
No se trataba, en aquellos tiempos, de una labor sin importancia porque como se hacía la colada muy pocas veces al año, era necesario poseer mucha lencería y poderla identificar fácilmente entre la de toda la familia. El punto de cruz se reveló como la técnica más adecuada para esta finalidad: fácil, rápido y practicable incluso para la alumna menos atraída por el bordado. Dibujar las propias iniciales con aguja e hilo fue seguramente para muchas mujeres la primera forma de escritura, y los famosos «trabajos de prueba» (samplers, marquoirs o ensayos), sobre los cuales se bordaban diversas variantes de letras y números, se convirtieron en instrumentos de alfabetización, esto es, en verdaderos ejercicios de lectura y escritura.
Del convento al salón
En el siglo XVIII los bordados empezaron a hacerse con más adornos y la naturaleza se representaba de manera más realista: flores y frutas se elaboraron con más detalles y colores más intensos. Si las figuras humanas del siglo anterior habían sido generalmente bíblicas y mitológicas como santos, ángeles y sirenas, en el siglo XVIII y el XIX se prefirieron las escenas campestres con pastores, rebaños, campesinos y vendimiadores.
El siglo XIX fue seguramente el siglo de mayor éxito para el punto de cruz. Los grandes progresos de la imprenta permitieron satisfacer la demanda creciente de esquemas y modelos: parece ser que en 1840 se publicaron más de catorce mil. También los avances de la química y de la industria textil hicieron cada vez más agradable el trabajo de las bordadoras: se disponía de hilos de muchos colores y a los tejidos tradicionales se añadieron el algodón y el organdí.
No sólo se bordaba en los conventos, sino que también se hacía en los salones; el punto de cruz pasó de ser una asignatura obligatoria en las escuelas a un pasatiempo de moda e incluso fue un signo de distinción típicamente femenino. La mujer afirmaba su papel de «ángel del hogar» decorando cada ángulo de su casa: toallas, centros, cojines, reposapiés, fundas para sillas, tapetes, cortinas, barandillas, paneles contra el fuego, etc. No se escapaban del bordado, además de bolsos de noche y para el trabajo, ni siquiera las pantuflas y las protecciones para los relojes del marido (o del amante). Incluso la escritora e intelectual George Sand, atrapada por la pasión hacia su amante veneciano, bordó en punto de cruz todo un salón.
En la época romántica los trabajos se enriquecieron con frases dedicadas a padres, amigos y enamorados, y se celebraban las alegrías de la vida familiar, del amor y de la amistad. Cada cuadro expresaba un mensaje, un voto o una promesa; el nombre del ser amado lejano se declinaba en todas las variantes caligráficas en señal de entrega y fidelidad.
Con el romanticismo se pusieron de moda incluso sentimientos como la tristeza, el luto, la melancolía y la nostalgia: fue entonces cuando aparecieron en los paisajes los sauces llorones, los restos de antiguos monumentos, urnas, sepulcros y columnas rotas y cubiertas de hiedra. Hacia el final del siglo XIX , con el gusto por lo exótico, en particular por lo chinesco, se adquirió de nuevo el placer por los colores luminosos y los objetos puramente decorativos.