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Peter Theodore Landsberg - Proceso al azar

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Peter Theodore Landsberg Proceso al azar

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Las reglas del juego
Jorge Wagensberg

Jorge Wagensberg director del encuentro a la audiencia en la sesión - photo 1

Jorge Wagensberg, director del encuentro, a la audiencia en la sesión inaugural: «¿Es el azar un producto de la ignorancia o un derecho intrínseco de la naturaleza?».

Las cosas, sencillamente, ocurren. Estas frescas y breves palabras dicen la verdad. La cuestión, ya lo advirtió Aristóteles, se centra en distinguir entre el antes y el después. Los sucesos que ya han ocurrido ahí están, escritos en el gran libro del universo. Es un libro en el que ninguna corrección es posible. Ni una coma. El lector de la historia, raro y minúsculo habitante de la última página, comprueba efectivamente que las cosas ocurren para tejer así un pretérito que existe y que es único. Mirar hacia atrás es una tarea plácida; ciertos, pasajes se han emborronado y, mientras no mejoren mucho las técnicas de lectura, ya no es posible saber cuántas coces dio el caballo de Napoleón; otros fragmentos, en cambio, como la Sinfonía Concertante de Mozart, permanecen claros y nítidos. Por tal facultad de lectura, este individuo —el pensador— se considera parte privilegiada del todo. El universo en su devenir es contemplado, sí, por una de sus partes: la inteligencia. Pero todo empieza cuando nuestro héroe vuelve el rostro hacia el después, hacia las páginas (se diría que) en blanco. En este momento su alma se agita. Existe un solo pasado, pero ¿cuántos futuros? Grande es entonces su inquietud, grande y fértil. Porque el tratamiento inmediato para calmar una inquietud suele consistir en su traducción en una o varias preguntas:

Primera pregunta: De lo escrito y de lo que puedo leer ¿es posible conseguir alguna garantía para hacer apuestas sobre lo que está por escribir?

Segunda pregunta: ¿Acaso no puedo incluso influir, por modestamente que sea, en la redacción de lo todavía no escrito?

La primera pregunta es el punto de partida de un valioso producto de la inteligencia, el conocimiento científico. Y la segunda resume la esperanza de una de las funciones más notables del conocimiento, la capacidad para elegir nuestro devenir: ¿la libertad?

La ciencia es una forma de conocer el mundo que empieza por separar el lector de lo escrito, el observador de lo observado, el sujeto del objeto. Es el primer principio del método científico: si el mundo es objetivo, el observador observa sin por ello alterar la observación; es la hipótesis realista. El segundo principio que el científico asume tácitamente para elaborar ciencia podría llamarse la hipótesis determinista y afecta de lleno a esta convocatoria de Figueres: los sucesos del mundo no son independientes entre sí, exhiben cierta regularidad, causas parecidas producen efectos parecidos… El mundo, sí, es inteligible. Se trata de un fuerte principio que hace que la afirmación «los sucesos ocurren» no sea, precisamente, una tautología cándida. Dicho de otro modo, en virtud del principio determinista, adquiere sentido nada menos que el concepto de ley de la naturaleza. Porque en la naturaleza no todo es posible; de todos los sucesos virtuales que podrían ser —sea el caos— no todos son. Existen conjuntos de sucesos prohibidos y, cuando el científico cree descubrir una limitación que restringe el caos, entonces dice haber descubierto una ley. Podemos atribuir la potencia de una ley a su capacidad para prohibir, de modo que las leyes muy potentes pueden llegar a dar la sensación de obligar más que de prohibir. Es, sin duda, el caso de la física, disciplina que presume de la colección más prestigiosa de leyes de la naturaleza. Los objetos que obedecen a tales leyes (el sistema planetario, por ejemplo) tienen en verdad un aspecto muy poco caótico. Su comportamiento es ordenado y armónico, decimos. El científico no afirma «éste es el mejor de los mundos posibles», pero sí cree que, «de todos los mundos posibles, no es éste el de menor armonía». Capacidad para prohibir, he aquí, al menos, una buena aproximación al grado de determinismo que contiene una ley científica. Pero una presunta ley que aspire al calificativo de científica debe someterse todavía a un tercer principio: el de la dialéctica entre su enunciado y la experiencia. Ello requiere la invención de un método de contraste, llámese verificar, corroborar o falsar, y de ciertos mecanismos de conexión con el mundo real, llámese percibir, observar, experimentar o simular. La esencia de la ciencia es, pues, la investigación con un método que empuñe estos tres principios: de la realidad, de la inteligibilidad y de la dialéctica.

Pero la complejidad de los objetos de nuestro interés puede llegar a desanimarnos a la hora de una rigurosa observación de tales principios. ¿Cómo ser realistas al abordar, por ejemplo, el estudio de la propia mente?, es decir, ¿cómo separar la mente de sí misma? ¿Cómo ser determinista al estudiar el caprichoso comportamiento de un ser vivo? ¿Cómo experimentar cuando diseñamos un programa macroeconómico a largo plazo? En tales casos, y si mantenemos nuestra pretensión de elaborar conocimiento en forma de leyes, los principios del método científico deben forzosamente relajarse. Por este procedimiento, por el procedimiento de ablandar el método, la ciencia deriva hacia la ideología. La esencia de la ideología ya no es la investigación, sino la creencia. De este discurso se infiere que hay que rellenar con ideología todos aquellos agujeros que la ciencia deja vacíos. Si nuestro propósito no es afrontar la segunda pregunta, si no pretendemos utilizar el conocimiento para conducir nuestro futuro, entonces no hay problema. Si el conocimiento que buscamos no es de leyes, sino de imágenes del mundo, abandonar el método científico puede ser muy recomendable; incluso puede convenir tomar principios radicalmente opuestos. Es el caso del arte, una forma de conocimiento en la que el creador tiene muy poco interés por distanciarse de lo creado. El conocimiento científico como producto, como resultado, está, pues, exento de ideología; es, si se quiere, frío, inodoro e insípido. Pero todo científico tiene, como ser humano, una ideología. Y ningún científico puede evitar en algún momento de su trabajo la colisión entre sus creencias y la ciencia que elabora o manipula. No hace falta profundizar demasiado en la cuestión para percatarse de que la misión de los tres principios del método científico consiste precisamente en ahuyentar perturbaciones ideológicas. La mente del científico se excluye a sí misma durante el propio proceso de investigación, pero no esquiva las interferencias ideológicas en dos importantes fases de su trabajo: al principio, cuando encara la formulación de sus preguntas, y al final, cuando analiza e interpreta las respuestas obtenidas. El científico se obliga a sí mismo a ser realista, determinista y dialéctico, por método, por oficio, pero esto no quiere decir que su visión del mundo contenga tales ingredientes. Más aún, en ocasiones debe admitir que los objetos que describe exhiben propiedades contrarias. ¡El objeto se opone al método! Pero incluso en estos casos el científico se aferra con fuerza a su método y retrocede todo lo que sea necesario para poder aplicarlo de nuevo. Si, por ejemplo, un suceso parece aleatorio, inventa la noción de probabilidad e intenta encontrar una ecuación determinista que utilice tal magnitud como variable. La física cuántica nos muestra una naturaleza con falta (entre otras cosas) de realismo y determinismo, pero realistas y deterministas son sus ecuaciones. La heterodoxia en esta disciplina tiene su origen en la ideología que se destila del propio método científico. Y la existencia de esta heterodoxia (llegue o no llegue a triunfar un día) ha hecho ya correr ríos de literatura científica, ha propuesto ya experimentos. La ideología, por tanto, influye en la investigación durante su fase de planteamiento. Supongamos ahora que cierta teoría (sugerida quizás en origen por cierta ideología) es elaborada científicamente, como debe ser, sin ideología. Decir que tal teoría no puede favorecer, a su vez, cierta ideología se parece más a un deseo o a un consejo que a la realidad. En la intimidad, el salto de lo epistemológico a lo ontológico es inevitable. La física cuántica dice: «El observador no puede saber…». El salto consiste en que cierto científico (por ejemplo, Richard Feynman) añada: «… ni tampoco la propia naturaleza». Es la transición del azar de la ignorancia al azar absoluto. ¿Por qué no? Las creencias no son el producto de conclusiones, sino, en todo caso, de estímulos. Cuando hablamos del determinismo del mundo (todo está escrito, incluso las páginas aparentemente en blanco) parece como si el peso de la demostración deba recaer sobre los indeterministas, sobre aquellos que conceden un margen de contingencia a la naturaleza. La razón está probablemente en las raíces de los grandes monoteísmos occidentales y en el propio método científico. Sin embargo, la ideología de un científico no es independiente de la disciplina en la que trabaja. La disciplina «marca» ideología. No se suelen hacer encuestas ideológicas entre científicos, pero creo que puede afirmarse que un observador de los planetas tiende a ser más determinista que un estudioso de la evolución biológica. Las ideologías son sensibles a los estímulos científicos. Luego las ideologías pueden debatirse discutiendo sus respectivos estímulos científicos. Si las ideologías no se discuten es porque los científicos que discuten entre sí son, cada día más, de una misma disciplina. Éste es el sentido de la convocatoria de Figueres: pensadores provenientes de diferentes disciplinas debaten sus ciencias y creencias ante una audiencia que procede de distintas áreas del conocimiento. La intención es conseguir un fuego cruzado de estímulos sobre una cuestión a la que ningún científico, ningún pensador, ningún artista, ningún ser humano puede sustraerse: el determinismo (o indeterminismo) del mundo (o del conocimiento del mundo).

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