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Laurent Jullier - ¿Qué es una buena película?

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Laurent Jullier ¿Qué es una buena película?
  • Libro:
    ¿Qué es una buena película?
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    ePubLibre
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  • Año:
    2002
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¿Qué es una buena película?: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

Deseo expresar mi agradecimiento, en primer lugar, a Olivier Mongin y Marc-Olivier Padis, respectivamente director y redactor jefe de la revista Esprit, por haberme permitido utilizar para este libro el título de un artículo que publiqué en su revista en el número de octubre del año 2000.

El deseo de abordar este tema surgió a consecuencia de ciertas discusiones mantenidas con Jean-Mark Leveratto y posteriormente con Fabrice Montebello, con quienes sucesivamente he compartido el mismo despacho durante estos últimos cinco años. Quiero ofrecerles mi reconocimiento por la ayuda conceptual que me han aportado: el primero, gracias a su experiencia como sociólogo, y el segundo, como historiador de cine. Ambos abordaron ante mí ciertos aspectos del tema que se me habían escapado.

Introducción

Todo el mundo sabe contestar a la pregunta que plantea este libro. Basta con empezar con lo que los lingüistas llaman un «iniciador»: «Para mí, una buena película es…», y entonces el juego comienza. Las razones más extravagantes del gusto personal, al abrigo de esta última precaución que es todo iniciador, serán acogidas por el interlocutor con un movimiento de cabeza divertido o complaciente; para mí, es una película que acaba bien, para mí, una película que me hace pensar en alguna cosa, una película que interpreta Bruce Willis, una película que veo en compañía de alguien a quien quiero, una película que ha recibido cuatro estrellas en mi revista favorita… El cine, por otra parte, ha acabado por convertirse en un medio tan extendido, un arte tan popular, que muy pocas personas vacilan antes de exponer sus preferencias en la materia, y así se ha citado, en muchas ocasiones, la célebre ocurrencia sarcástica de François Truffaut: «Los franceses tienen dos profesiones, la suya propia y la de crítico de cine». Hace mucho tiempo que el cine ha dejado de ser «el pasatiempo de iletrados» cuya vulgaridad fustigaba Georges Duhamel en L’Humanisme et l’automate , y que ha llegado a interesar a todos los grupos que conforman la sociedad. Salvavidas de algunas conversaciones amenazadas ante la aparición de un silencio molesto, desde los patios de recreo a las barras de los bares, y de esta manera es como en cualquier momento surge floreciente la crítica salvaje de las películas. Pero ¿se trata realmente de crítica? Utilizar un iniciador se convierte menos en «someter a un juicio de valorización artística» a una película que en hablar de uno mismo, en hacer público el agrado (o el desagrado) que se experimenta ante ciertas calidades artísticas, dicho brevemente, en contar uno su vida.

Fuera de la precaución del iniciador, las categorías se aclaran; dar su opinión no es un acto gratuito. Es entonces cuando cierta incomodidad social amenaza a los interlocutores: decir de una determinada película que es mala o calificarla como obra maestra, significa también anunciar una pretensión, una voluntad de dominar, y exponerse uno mismo a que no vuelva a ser invitado a participar. ¿De dónde saca, se preguntarán los comensales, este poder de decir la verdad del que dispensa el uso del iniciador? Este tipo de declaraciones de guerra coloca al resto de los comensales ante el desafío de intervenir; señala el territorio y asienta o constata un dominio en el grupito de personas en el que se enuncian. A través de un iniciador, y mediante precauciones oratorias o no, siempre se presenta ante nosotros una apuesta desde el mismo momento en que se hace el enunciado público del gusto. Enumerar las películas que a uno le gustan significa dar a leer los posos del café a un vidente de altos vueltos, ducho en asociar a los títulos enunciados toda suerte de presupuestos sobre la personalidad de quien habla, la clase de grupos sociales que frecuenta y lo que espera de la existencia. De manera inversa, declarar en primer lugar la profesión de uno, o incluso su edad, dejar oír en primer lugar un acento concreto o presentarse vestido de una manera determinada, significa provocar uno en sus interlocutores la formación de un horizonte de esperas cinefílicas. Pierre Bourdieu lo demuestra ampliamente en La Distinction: nada clasifica tanto como las clasificaciones, y ya lo decía el Nuevo Testamento; «Porque vuestros juicios servirán para que seáis juzgados». (Mateo, VII, 2).

La película de cabecera

Ciertas gratificaciones o, en caso contrario, castigos, esperan siempre a aquel que se arriesga a hacer públicas sus preferencias. El protagonista de la comedia fantástica de Harold Ramis Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, 1993), condenado a revivir miles de veces la misma jornada, con todo el tiempo a su disposición para poder intentar diferentes estrategias con el fin de seducir a la mujer de la que está enamorado y que le rechaza, pues la primera estrategia que pone en marcha —la primera que se le debió ocurrir al guionista probablemente— es la que consiste en proclamar unos gustos artísticos, que él conoce por habérselos arrancados con anterioridad, que se corresponden con los de la mujer amada. Evidentemente, en esta película hollywoodiense cien por cien, compartir ciertas preferencias artísticas no asegura la reciprocidad del flechazo (acabará por caer en sus brazos por otras razones), pero muchas otras películas, de Amor a quemarropa (True Romance, Tony Scott, 1993) a Amélie (Le Fabuleux destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001), promueven esa manera atenuada de narcisismo que constituyen las parejas que se forman, porque sus miembros se parecen y encuentran buenas las mismas obras de arte.

De la misma forma que la gratificación afectiva, la gratificación social baraja las cartas del enunciado del gusto. Si por ventura me hacen la tópica pregunta sobre cuál es mi película de cabecera, planteada por alguien a quien conozco poco, tengo tendencia a adaptar mi respuesta a mi interlocutor: fuera de esos días en los que, como decía Georges Perec, uno está tan cansado que dice la verdad a todo el mundo. El cinéfilo responde en raras ocasiones de manera frontal a la pregunta sobre su película favorita; con frecuencia, trata de escabullirse. Sin embargo, encontramos ahí una de esas preguntas en las que la forma que utilizamos de mentir para contestarlas es tal vez más instructiva que una reacción franca y sincera. Si existe una prueba de seriedad, de representatividad o de prestigio, si no me encuentro muy a gusto, contestaré La palabra (Ordet, Carl Theodor Dreyer, 1954), pues se trata de la clase de título que considero que se espera por parte de un universitario. Si no experimento la necesidad de defender mi identidad socioprofesional, si el ambiente es distendido, yo diría Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1966) o La casa n.º 322 (Pushover, Richard Quine, 1954), especialmente por temor a la jactancia que connota una película como La palabra, que no tiene ninguna posibilidad de que se proyecte en televisión una tarde a las ocho y media. A veces se trata de una pura patraña: el interlocutor hubiera preferido La palabra o, en todo caso, una respuesta más distinguida que Doce del patíbulo, y puede pensar que yo le desprecio o que deseo cambiar de tema (y, sin embargo, me gusta sinceramente Doce del patíbulo).

Por otra parte, yo nunca he visto La palabra; elegir una película de cabecera en función únicamente del valor simbólico que le otorgamos (y no en función de las relaciones íntimas que mantenemos con ella) sirve para prevenir radicalmente —como en la historia de Ulises pidiendo que lo encadenen al mástil para resistir al canto de las sirenas— el hecho de que nos encontremos ante el riesgo de ver cómo la discusión acaba por transformarse en interrogatorio o en confesión. Las razones para que nos guste una película no pueden exponerse siempre en su totalidad, en todo caso, no al primero que llega: muchos transportamos con nosotros una pequeña

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