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Varios autores - Alfred Hitchcock - Relatos que me asustaron

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Varios autores Alfred Hitchcock - Relatos que me asustaron

Alfred Hitchcock - Relatos que me asustaron: resumen, descripción y anotación

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Las 25 narraciones breves de suspense que mantuvieron absolutamente en vilo al mago del genero. Con la garantía Hitchcock. Si a él le asustaron..
Desde la vertiginosa demencia de Cámara oscura , pasando por el inexpresable horror de Tan real , hasta los terroríficos visitantes estelares de El misterio de las profundidades , esta magnífica antología del terror y el misterio nos mantiene en vilo, oscilando entre el deseo de abandonar la lectura y la total imposibilidad de hacerlo. Una vez más, el genial Hitchcock, esta vez en el papel de antólogo especializado en el género, nos obliga a someternos al miedo, a veces psicológico, otras físico, pero siempre intenso.
Esta colección de veinticinco relatos, escritos por maestros del cuento de horror, nos propone veinticinco citas con lo ominoso: Sin un ruido , La curiosa aventura de míster Bond , La habitación de los niños , El camino a Mictlantecutli , Casablanca , Dos solteronas ... Estos cuentos y muchos más asustaron a Alfred Hitchcock, y seguramente lo fascinaron también porque parte de su capacidad para causar espanto consiste en que, más allá de los géneros, todos sin excepción son buena literatura.

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En la región del Mississippi se llama bayou a todo canal lateral o «sangría» del río. (N. del T.)

Aquí, el autor juega con la palabra rest, «descanso, reposo»; pero también «resto, desperdicio». (N. del T.)

Todo lo subrayado va en español en el original. (N. del T.)

En español en el original. (N. del T.)

En inglés, wife (esposa) y life (vida) se pronuncia casi igual. (N. del T.)

El editor agradece sinceramente la incalculable ayuda de Robert Arthur en la preparación de este volumen.

En este volumen presenta Alfred Hitchcock una colección de relatos que ha elegido tras una minuciosa búsqueda y que ha considerado dignos de figurar en esta antología.

Estos relatos son de muy diferentes estilos: unos son de misterio; otros, de intriga; otros, fantásticos; otros, de terror... Pero todos guardan entre sí un denominador común: apasionar.

La más acusada característica de estos cuentos es que la emoción y el interés no decaen un solo instante a lo largo de sus páginas, teniendo al lector pendiente de la trepidante acción que se desarrolla en cada uno de ellos.

Alfred Hitchcock se siente orgulloso de estos relatos, pues considera que poseen el suficiente valor literario para interesar al lector más exigente.

Esperamos que así sea.

Frente a la cabaña sobresalía el tronco caído de un álamo, a medias sumergido, a medias fuera del agua, su parte externa quemada del sol y gastada por el roce de los pies desnudos de Fishhead hasta ofrecer innumerables huellas de finas rayas que lo contorneaban, mientras la extremidad inferior estaba negra y podrida, lamida incesantemente por menudas olas cual por finas lenguas. Su lado más distante alcanzaba a las aguas profundas. Y constituía una parte indivisible del mismo Fishhead, pues a despecho de lo alejado que la pesca o el poner las trampas lo retuvieran durante el día, el ocaso había de encontrarlo de regreso, habiendo arrastrado su bote a la orilla y hallándose él a la otra punta del madero. Desde cierta distancia, algunos hombres lo columbraban allí varias veces, en ciertas ocasiones acurrucado, tan inmóvil como las tortugas que se deslizaban hasta la empapada punta durante su ausencia, y en algunos momentos tieso y vigilante cual una grulla en el río, con toda su desventurada figura amarillenta delineándose en medio de la amarillez soleada, en medio de las aguas amarillas, de la amarillenta ribera, todo ello amarillo a su vez.

Mas si los habitantes de Reelfoot esquivaban a Fishhead de día, por la noche le tenían miedo y huían de él como de la peste, temerosos incluso de la posibilidad de un encuentro casual. Pues se contaban feas historias de Fishhead, historias que todos los negros y algunos blancos se creían. Decían que aquel grito escuchado precisamente un poco antes de oscurecer y un poco después, propagado como en un chapoteo sobre las tenebrosas aguas, era su grito de llamada a los siluros, y que a su clamor éstos acudían en manada, y que a su lado Fishhead nadaba por el lago las noches de luna, divirtiéndose con los monstruos, zambulléndose con ellos, incluso comiendo en su compañía, ¡y de qué manera!, hasta de las puercas cosas que ellos comían. El grito fue oído muchísimas veces, y aquella vez fue bien cierto, y era cierto también que los descomunales peces se hallaban significativamente apretados a la entrada de la charca de Fishhead. Ninguno de los nativos de Reelfoot, blanco o negro, se habría atrevido entonces a sumergir una pierna o un brazo en el agua.

Aquí había vivido Fishhead y aquí moriría. Los Baxter iban a matarle, y este día, en medio del verano, sería el día de su asesinato. Los dos Baxter -Jake y Joel- se acercaban en su piragua para cumplir el propósito. Este crimen tuvo un largo período de gestación. Los Baxter contaron para fraguar su odio con un motivo surgido varios meses antes que la decisión llegase al punto culminante. Eran ellos unos pobres blancos, pobres en todos los sentidos -en estimación, en posesiones terrenales y en posición-, una pareja de exaltados jinetes ladrones advenedizos que vivían del tabaco y del whisky cuando el whisky y el tabaco estaban a su alcance, y de pan de maíz cuando carecían de recursos para otra cosa.

La querella propiamente dicha venía de meses anteriores. Habiendo encontrado un día a Fishhead en la estrecha armazón del embarcadero de botes de Walnut Log, y estando ellos harto empapados de licores, jactanciosos en una falsa apariencia de valentía nacida del alcohol, le acusaron atrevidamente y sin pruebas de haber hollado la raya de sus dominios, un imperdonable pecado entre los moradores de los lagos y los barqueros del sur. Viendo que él soportó esta acusación en silencio, contentándose con mirarlos fijamente, se envalentonaron y le golpearon el rostro. Sólo que entonces él se revolvió y propinó a ambos la mayor paliza de toda su vida, haciéndoles sangrar la nariz y magullándoles los labios con enérgicos golpes contra la mandíbula, y finalmente abandonándolos, maltrechos y postrados, sobre el barro. Sin embargo, en los espectadores que presenciaron esto, el sentimiento de que lo que sucede siempre es oportuno triunfó sobre los prejuicios raciales, lo cual se manifestó permitiendo que un negro diese a aquéllos una tunda, a dos hombres libres de nacimiento, a dos blancos soberanos.

Tal era el motivo de que ahora fueran a buscarle a él, un maldito negro. La cosa, en su conjunto, había sido planeada minuciosamente. Iban a matarle sobre aquel tronco de álamo, a la puesta del sol. No habría testigos que lo presenciasen, ni después el justo castigo consecuente. Lo fácil de la empresa les hizo olvidar el miedo innato que sintieran al emplazamiento mismo de la morada de Fishhead.

Hacía más de una hora que navegaban desde su cabaña a través de un serpeante y profundo brazo del lago. Su piragua, construida al fuego, excavada a golpes de azuela y de cuchillo, procedente de una hevea o árbol de la goma, deslizóse sobre el agua tan silenciosamente como nada el polluelo del ánade, dejando atrás una larga estela sobre las aguas tranquilas. Jake, mejor como remero, iba sentado a la popa de la cóncava embarcación, batiendo con rapidez los salpicantes golpes de remo. Joel, mejor como tirador, iba delante, sentado en cuclillas. Entre sus rodillas había una pesada y rústica escopeta de cazar patos.

Aunque el espionaje que precedió en torno a su víctima los hubiera llevado a la absoluta convicción de que Fishhead no regresaría a la orilla en varias horas, un redoblado sentido de precaución los impelía a bogar estrechamente pegados a las riberas, cubiertas de maleza. Se deslizaron a lo largo de la costa como un sombra, moviéndose con tanta suavidad y silencio, que las vigilantes y fangosas tortugas apenas si se dignaban a volver la serpentina cabeza a su paso. De tal suerte que media hora antes de lo previsto alcanzaron, suavemente deslizantes, los alrededores de la bocana de la charca, que parecía creada para una natural emboscada.

Donde el desagüe de la ciénaga se unía a las aguas profundas había un árbol caído, medio arrancado su cepellón, vencido hacia la orilla, con la copa todavía espesa y hojas verdes que extraían aún alimento de la tierra donde los raigones, medio al descubierto, se tenían. Todo ello cubierto y enredado por una gran exuberancia de zarcillos y uvas agrias silvestres. En derredor había arremolinamiento de detritus, tallos de maíz, tiras de corteza mudada por los árboles, manojos de hierbajos podridos, todo el desperdicio y abarrote acumulado desde el año anterior en un apacible remanso. En línea recta hacia este verde amontonamiento, deslizábase la piragua, que se meció de costado al tocar en el tronco protector del árbol y quedando escondida desde el lado de dentro con la cortina interpuesta por la lujuriante vegetación, justamente como los Baxter hubieran pretendido que quedase oculta, cuando en días precedentes, durante una exploración anterior, señalaron este remansado paraje como lugar de espera y lo incluyeron, entonces y allí mismo, en las diferentes etapas de su plan.

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