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Günter Wallraff - Cabeza de turco

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Günter Wallraff Cabeza de turco

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Agradezco aquí la ayuda de todos los amigos y colaboradores que contribuyeron a la preparación de este libro:

Levent (Alí) Sinirlioğlu, quien me prestó su nombre.

Tañer Alday, Mathias Altenburg, Frank Berger, Anna Bödeker, Levent Direkoglu, Emine Erdem, Hüseyin Erdem, Sükrü Eren, Paúl Esser, Jórg Gfrórer, Uwe Herzog, Bekir Karadeniz, Roza Krug, Gesine Lassen, Klaus Liebe-Harkort, Claudia Marquardt, Hans-Peter Martín, Werner Merz, Heinrich Pachl, Franz Pelster, Frank Reglin, Use Rilke, Harry Rosina, Ayetel Sayin, Klaus Schmidt, Hinrich Schulze y Günter Zint.

Doy asimismo muy especialmente las gracias al profesor Dr. Armin Klümper, de Freiburg, cuyos cuidados me sostuvieron tanto física como moralmente y me permitieron realizar los trabajos más penosos pese a algunos desplazamientos de vértebras.

GÜNTER WALLRAFF Burscheid Alemania 1 de octubre de 1942 Nacido como - photo 1

GÜNTER WALLRAFF (Burscheid, Alemania, 1 de octubre de 1942). Nacido como Hans-Günter Wallraff es un periodista de investigación encubierta y escritor alemán. Es conocido por los reportajes encubiertos en diversas grandes empresas, el tabloide alemán Bild-Zeitung y distintas instituciones con el método de periodismo de investigación, donde narra las condiciones de trabajo u ocupación en la sociedad industrial alemana.

Sus métodos radicales de investigación periodística han dado lugar a un verbo en alemán wallraffen, donde el reportero se transforma, creando una identidad ficticia, un sujeto que vivirá todas las experiencias relatadas posteriormente, que de otro modo son difíciles de investigar.

La metamorfosis

Me he pasado diez años considerando la representación de este papel, acaso porque presentía lo que me aguardaba. Lisa y llanamente: tenía miedo.

A partir de lo que contaban los amigos y muchas publicaciones pude formarme una idea acerca de la vida de los extranjeros en la República Federal. Sabía que casi la mitad de los extranjeros adolescentes padecen trastornos psíquicos al no poder digerir tantas y tan desproporcionadas exigencias como se les imponen. Apenas tienen oportunidades en el mercado de trabajo y para los que se han criado aquí no hay retorno posible a su país de origen. No tienen patria.

El endurecimiento del derecho de asilo, la xenofobia, la creciente reclusión en ghettos eran todas realidades de las que tenía noticia, aunque nunca las había vivido.

En marzo de 1983 puse en diversos periódicos el siguiente anuncio:

Extranjero, fuerte, busca trabajo, no importa cuál, incluso pesado y de limpieza, también por poco dinero. Ofertas al n. 358 458.

No hizo falta gran cosa para ponerme a trabajar, para formar parte de una minoría marginada, para estar abajo del todo. Encargué a un especialista que me fabricara dos finas lentillas de contacto, de color muy oscuro, que pudiera llevar puestas día y noche. «Ahora tiene usted una mirada penetrante, como la de un meridional», se asombró el óptico. Sus clientes, por lo común, no le piden más que ojos azules.

Me encasqueté una peluca negra sobre mis propios y para entonces ya algo ralos cabellos, lo que me hizo parecer varios años más joven. Pasaba por alguien que está entre los veintiséis y los treinta años. Conseguí trabajos y ocupaciones a los que no habría podido acceder si hubiera declarado mi verdadera edad; tengo ya cuarenta y tres años. El papel que representaba me daba un aspecto, ciertamente, más juvenil, y de bien conservado y eficiente, pero al mismo tiempo me convertía en un marginado, en la más ínfima de las basuras. El «alemán que hablan los extranjeros», del que me serví durante el tiempo de mi metamorfosis, era tan basto y torpe que cualquiera que se haya tomado la molestia de escuchar de veras a un turco o un griego que viva aquí tendría que haberse dado cuenta, en rigor, de que algo no cuadraba en mí. Me limitaba a omitir algunas sílabas finales, a trastocar la construcción de la frase o, con frecuencia, a emplear un somero chapurreo. Y el efecto fue tanto más desconcertante: a nadie se le ocurrió desconfiar. Aquellas pocas nimiedades eran suficientes. Mi transformación hizo que los demás me dieran a entender directa y francamente lo que pensaban de mí. La escenificación de mi insensatez me volvió más avispado y me permitió obtener una visión de la estrechez y la gélida frialdad de una sociedad que se considera a sí misma tan sensata, tan superior, tan definitiva y tan justa. Yo era el bufón al que todo el mundo dice la verdad sin tapujos.

Yo no era un turco auténtico, eso es cierto. Pero hay que enmascararse para desenmascarar a la sociedad, hay que engañar y fingir para averiguar la verdad.

Aún no he llegado a saber cómo asimila un extranjero las humillaciones cotidianas, los actos de hostilidad y odio, pero sí sé ya lo que tiene que soportar y hasta qué extremos puede llegar en este país el desprecio humano. Entre nosotros, en nuestra democracia, se da una parcela de apartheid. Mis vivencias han superado, en un sentido negativo, todas mis expectativas. En plena República Federal he vivido situaciones que, de hecho, sólo se hallan descritas, por lo general, en los libros de historia del siglo XIX .

Cuanto más asqueroso y agotador era el trabajo, cuanto más exigía la puesta en juego de mis últimas reservas, tanto mayor fue el desprecio y la humillación que sentí: es algo que no sólo me ha hecho daño sino que, incluso psíquicamente, me ha conformado de modo distinto. A diferencia de cuando estuve trabajando en la redacción del diario Bild, en las fábricas y en los tajos he hecho amigos y he experimentado la solidaridad. Amigos a los que, por motivos de seguridad, no podía revelar mi identidad. Ahora, al estar el libro a punto de aparecer, es cuando he confiado el secreto a algunos de ellos. Y ninguno me ha reprochado mi enmascaramiento. Al contrario. Me han comprendido y han sentido también las provocaciones dentro de mi papel como liberadoras. No obstante, y para proteger a mis compañeros, en este libro me he visto obligado a cambiarles el nombre a buena parte de ellos.

Günter Wallraff

Colonia, 7 de octubre de 1985

Ensayo general

A fin de poner a prueba si mi disfraz resistía las miradas críticas y si mi aspecto externo era el adecuado, me pasé por alguna que otra taberna de las que frecuentaba asiduamente. Nadie me reconoció.

Para poder comenzar el trabajo me faltaba, sin embargo, la certidumbre definitiva. Seguía temiendo verme desenmascarado en el instante decisivo.

Cuando la noche del 6 de marzo de 1983 salió elegido el cambio, y los próceres de la CDU celebraban su triunfo con los beneficiarios del mismo en la Casa Konrad Adenauer de Bonn, aproveché la oportunidad para el ensayo general. Con objeto de no infundir sospechas ya a la puerta de entrada, me agencié una linterna de hierro colado, me uní a un equipo de televisión y, de ese modo, entré sin problemas en el edificio. La sala estaba repleta a rebosar y anegada hasta el último de los rincones en el resplandor de los reflectores. Y allí estaba yo, en mitad de todo aquello, vestido con mi único traje oscuro —que para entonces tenía ya quince años—, enfocando con mi pobre lamparilla a este o aquel prohombre, cosa que llamó la atención de algunos agentes, los cuales inquirieron por mi nacionalidad, puede que para cerciorarse de que no tenía nada que ver con un atentado que habían anunciado los iraníes. Una señora vestida con un elegante traje de noche preguntó con una despectiva mirada de soslayo:

—¿Qué busca éste aquí?

Y su acompañante, un tipo de funcionario ya entrado en años, le contestó:

—Es que la celebración es internacional. Hasta el Cáucaso participa.

Con los próceres me entendí de maravilla. Me presenté a Kurt Biedenkopf como emisario de Türkes, un destacado político de los fascistas turcos. Estuvimos charlando animadamente sobre la victoria electoral de la Unión.

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