Richard Zimler
El guardián de la aurora
Título original: Guardian of the Dawn
© Richard C. Zimler, 2005
© de la traducción, Albert Vitó Godina, 2009
– ¿De qué crees que está hecha la memoria? -me preguntó mi padre. Por la ternura de su mirada abatida y la mano temblorosa que posó sobre mi hombro supe que el recuerdo de mi madre le acariciaba los pensamientos. Ya habían pasado dos años desde su funeral y buena prueba de que el dolor no había desaparecido era esa pregunta tan propia de adultos que le había planteado a un niño de siete años.
– No lo sé, papá -respondí encogiéndome de hombros, era demasiado joven para pensar que valía la pena probar suerte con una respuesta. Pero cuando retiró la mano, sentí el aleteo del miedo a mi alrededor.
– Quizás esté hecha de todo lo que he visto en mi vida -me apresuré a añadir con la esperanza de que fuera una respuesta lo suficientemente buena para conseguir que saliéramos a la veranda, donde podríamos ver cómo desaparecía el gran sol rojo de Indra tras el borde de nuestro mundo.
Estuvo pensando en mi respuesta durante un buen rato, asintiendo con los ojos cerrados, como si escuchara disimuladamente una conversación lejana. Al poco, levantó las cejas.
– ¿Y qué pasa con los ratones que han vivido durante tanto tiempo en nuestras ventanas? -preguntó.
Se me hizo un nudo en el estómago, me preocupaba no haber entendido lo que me estaba diciendo, pero luego me guiñó el ojo y me dijo que sólo se trataba de una de sus bromas. Sus ojos, de color gris claro, irradiaron felicidad y me hicieron sentir protegido, como si me estuviera abrazando con fuerza.
– ¿Dónde están esos ratones? ¡Muéstrame dónde están! -le rogué con impaciencia.
Abrió los postigos de madera, que crujieron con agudos y fugaces chirridos, y se frotó los ojos con las patitas antes de fruncir el hocico, todo ello imaginario, mientras se agachaba frente a mí, olisqueándome las mejillas.
Sin poder contener la risa, me aparté de él.
– Haces muy bien de ratón, papá -le dije.
– Me alegro de hacer algo bien. ¿Qué pasa ahora con todos esos chillidos? ¿Y todas esas voces que has oído en tu vida? -Me dio unos golpecitos en la cabeza-. Están ahí dentro, ¿no? -preguntó.
Asentí y se volvió hacia la ventana. Respiró hondo, dando gracias, a su manera, en silencio, por los arrozales dorados y las nubes rosadas. A veces pienso que cuando papá se sentía más él mismo era cuando observaba los colores del mundo. Nos parecimos siempre en eso, en el modo de acercarnos al mundo a través de los ojos.
– Parece que los ratones nos han traído el viento de levante esta noche -dijo con satisfacción-. Y el viento debe haberle pedido al bosque que nos mande sus fragancias. -Movió la cabeza de lado a lado, asombrado por la simplicidad de esas cosas, y recogió el cepillo de madera de teca de mi madre, que estaba sobre la mesa que tenía detrás. Lo sostuvo en sus manos como si eso le diera vida, y supe que estaba a punto de encerrarse en su habitación, donde podría sentarse solo, con el recuerdo de mamá.
– ¿Pasa algo, papá? -pregunté.
– No, es sólo que… Ti, ya sabes que tengo casi cuarenta y un años. Y aun así, soy capaz de recordar todos los aromas de Constantinopla como si aún viviera allí.
Mi nombre era Tiago, pero toda mi familia me llamaba Ti.
Papá miraba más allá de donde yo me encontraba, veía su infancia y se frotaba el pelo, hirsuto, ya canoso.
– Me encantaban los montones de azafrán y clavo del Gran Bazar-dijo en tono soñador-. Y la fragancia de la túnica de lana de tu abuelo cuando llovía, tan oscura y parecida al musgo. Y la baklava de las panaderías lo impregnaba todo de un aroma parecido al de la miel, incluso la luz que se reflejaba en el Cuerno Dorado. ¿Cómo crees que todas esas cosas permanecen en nuestro interior durante tantos años?
– Quizá se pegan a algo -sugerí.
Echó la cabeza hacia atrás, sorprendido.
– O sea -respondió enfadado, con el ceño fruncido-, ¿crees que Dios impregna nuestras almas con cola? Dime, ¿te parecen graciosas mis preguntas?
Papá me miró fijamente y lanzó el cepillo con la fuerza propia de un asesino. Pasó zumbando cerca de mi cabeza y se estrelló en algún lugar detrás de mí con un golpe seco que me sobresaltó. Al día siguiente me fijé en la grieta astillada que había aparecido en la oreja izquierda de la estatua a tamaño natural de Shiva que custodiaba la puerta. Supongo que papá lo hizo con la intención expresa de dañar a la diosa de madera; la estatua había sido la pieza que más apreciaba mamá de su dote.
La muesca en la oreja de Shiva seguiría recordándome esa riña y la duradera parcela que mamá tuvo en nuestras vidas, pero en ese momento ni siquiera me había atrevido a mirar atrás para ver lo que había sucedido, porque los ojos de mi padre aún reflejaban su rabia. Él lloraba amargamente, y yo debí de intentar salir corriendo, porque aún siento la tensión con la que me aferraba la muñeca, como una tela tensada hasta el límite.
Se arrodilló junto a mí, con los ojos hundidos.
– ¡No me pegues! -supliqué.
Jamás me había puesto la mano encima, pero desde la muerte de mamá en ocasiones no lograba reconocerlo.
– ¿Qué he hecho? -se lamentó-. Perdóname, Ti.
A continuación me llenó de besos y las cosquillas que me hacían sus mejillas mal afeitadas me devolvieron la fe en él. Cuando yo aún era muy pequeño era capaz de cambiar de humor con facilidad si él conseguía distraerme; de hecho, era capaz de animarme con sólo abrocharme la camisa. Cuando acababa, sus dedos manchados de tinta, que se movían con rapidez y delicadeza recorriendo mi piel, volvían a dar sentido a mi mundo.
– Quizá tengas razón -dijo mientras me tomaba las manos y las mecía entre nosotros como hacía el viento con el puente colgante sobre la cascada cerca de Ponda-. Dios nos ha dado un alma pegajosa, y lo que se adhiere a ella es lo que siempre recordaremos.
Me tomó en su regazo y durante un buen rato estuvimos mirando juntos por la ventana; su cabeza se apoyaba en mi hombro, sentía el calor de su aliento en mi oreja. Me olisqueó el pelo como un ratón una vez más y yo volví a retorcerme felizmente entre sus brazos.
Las primeras estrellas pronto empezaron a aparecer, temblorosas, por encima de las palmeras que acariciaban la luna, aún junto al horizonte, gracias a la brisa del anochecer. Esperé a que el eco de las palabras que había pronunciado mi padre se diluyera por completo en la oscuridad, con la sensación de que me atrevería a decir algo sobre mí mismo tan pronto como desaparecieran. Pero ¿qué? Mi existencia latía a mi alrededor como nunca lo había hecho antes, estaba tan presente como los latidos de mi corazón, mucho más intensos que de costumbre, como si desearan hacerse oír. Cerré los ojos y vi el sol como lo habíamos contemplado unos minutos antes, media esfera roja que se fundía en una manta ondulada de montañas… que se fundía en el interminable y puntuado horizonte de otro día de mi vida. Yo era Tiago y, a la vez, el hijo de mi padre. ¿El mundo era algo aparte o todo era lo mismo?
– Me siento solo, papá -dije con un estremecimiento. Me besó y me abrazó fuerte. Me entregué a él, junto con todo aquello que pudiera llegar a ser. Cuando pensé en el cepillo de mamá tirado en el suelo, mi respiración se volvió más pesada, pero también más esperanzada, como si su ausencia fuera una preciosa presencia en mi pecho. Bajé al suelo para recuperar el aliento y volví al regazo de mi padre. Él empezó a peinarme y dijo algo que enseguida supe que quedaría pegado a mi alma:
– Tú nunca estarás solo, Ti, porque siempre estaré contigo -trazó un arco con la mano para señalar la luz de la luna que, poco a poco, convertía las palmeras en plumas plateadas-. Igual que todo esto.
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