P RESENTACIÓN
Para comprender la hondura y la actualidad que tiene este libro es indispensable tener alguna idea de la hondura y la actualidad que entraña la vida de su autor. Decir que debemos «vivir como hermanos» es algo que se dice pronto. Y lo decimos todos. Pero es un hecho que esa afirmación adquiere una fuerza singular cuando se sabe algo –sobre todo una de las situaciones más duras– que tuvo que soportar y superar su autor.
Conocí a José Luis Caravias al final de los años sesenta del siglo pasado. Cuando él estaba terminando sus estudios de teología en la Facultad que tienen en Granada (España) los jesuitas. Caravias, en cuanto fue ordenado sacerdote, una de las primeras cosas que hizo fue irse a vivir a uno de los «barrios-miseria» que había en Granada en aquellos duros años de dictadura y escasez. Antes de escribir sobre la fraternidad se puso a vivir «como hermano», donde vivían y como vivían los últimos, las gentes peor tratadas por la vida y por la sociedad. Desde esa experiencia, José Luis Caravias empezó a «vivir como hermano». Luego, cuando pasaron los años y aquella experiencia se hizo en su vida sangre bien asimilada, entonces fue cuando lo puso por escrito. Por eso justamente, porque el libro nació como vida de la propia vida del autor, por eso dice lo que dice. Y su contenido mantiene una presencia y una actualidad que nunca pierde fuerza. Porque no es solo saber y literatura. Es, sobre todo, vida.
Pero con lo dicho no está dicho todo. Lo de Granada fue solo un «ensayo», valga la expresión. En cuanto terminó sus largos años de formación y estudio en los jesuitas, José Luis Caravias fue destinado a Paraguay. Y allí no tardó en darse de cara con la realidad más dura. Me refiero a la brutalidad y el peligro que desencadena una dictadura pura y dura.
Hace solo unos meses, cuando los enemigos del actual papa Bergoglio han arreciado su confrontación con el actual obispo de Roma, acusándole –entre otras cosas– de complicidad con la dictadura militar de Argentina en los años setenta, Caravias escribió lo siguiente:
Me encontré con él [Jorge Mario Bergoglio] repetidas veces durante 1975. Fue mi superior provincial. Me escuchó y me atendió siempre con cariño. Pero yo era un problema para él.
En mayo del 72, en Asunción de Paraguay fui secuestrado por un comando policial y tirado sin papeles en la frontera argentina. La dictadura de Stroessner no escatimó calumnias con las que ensuciar mi compromiso con las Ligas Agrarias Cristianas, de las que era su asesor nacional.
Me quedé dos años al fondo del Chaco argentino, donde logré formar un sindicato de hacheros, cruelmente explotados por los obrajeros de la zona, que extraían madera de quebracho para la industria del tanino. El sindicato fue aprobado y funcionó, pero los obrajeros no me lo perdonaron... Las trampas mortales que nos tendieron fueron tan graves que tuve que decidir marcharme a Buenos Aires. Allá empecé a incursionar en las «villas-miseria», atendiendo a los paraguayos.
En medio de tremendas tensiones, a los pocos meses Bergoglio me comunicó que había conocido que la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) había decretado mi muerte, junto con otros, y que lo mejor sería que me fuera una temporada a España.
En esos días, en una visita de despedida a Resistencia, capital del Chaco, fui arrestado y pasé una noche terrorífica en un calabozo inmundo. Es terrible el golpe del cerrojo del calabozo y la incertidumbre de que no sabes si vas a amanecer... A media noche me hicieron un simulacro de fusilamiento.
Dos amigos sacerdotes habían sido asesinados en los meses anteriores: Mujica en las villas y Mauricio Silva, sacerdote barrendero con quien había compartido hermosas charlas y eucaristías. Una vez más sentía el cuchillo de las dictaduras en mi garganta. Pensé que ya estaba bien de hacerme el valiente, y decidí aceptar la invitación de Bergoglio de salir de aquella tan convulsionada Argentina. Más tarde me contaron cómo la policía hizo «operaciones rastrillo» borrando mis huellas en el Chaco. Pero lo que más me dolió fue que apresaron a amigos con muy crueles torturas buscando información sobre mí.
Hasta aquí lo que en el escrito de Caravias nos ayuda a comprender mejor el mensaje profundo que este libro nos quiere transmitir al afirmar que tenemos que «vivir como hermanos».
Cosa que, si se quiere hacer en serio, resulta mucho más complicada de lo que imaginamos. Entre otras razones porque, tal como se han puesto las cosas, ni sabemos cómo hacerlo. No es lo mismo –no puede serlo– vivir como hermano del que sufre que vivir como hermano del que causa el sufrimiento. Y tenemos que amar a ambos. A la víctima y al verdugo. Pero, insisto, ¿cómo hacerlo?
El Evangelio no es una teoría. Ni es una religión. El Evangelio es un «proyecto de vida» que se aprende viviéndolo. De forma que quien no lo vive no se entera –ni está capacitado para enterarse– del contenido central y determinante del Evangelio. Además, esto es tan serio que ni siquiera la cristología (el saber sobre Jesús, el Cristo) se puede asimilar mediante el estudio, las enseñanzas y los libros de los teólogos. No. Por ahí, y con semejantes medios, nos quedamos en el asombroso engaño de quien sabe al detalle todas las teorías y todas las normativas que puede haber en la mejor biblioteca del mundo y, sin embargo, la pura realidad es que quien tanto estudia y tanto sabe (sobre las teologías y los cánones) puede estar a años luz de lo que realmente entraña la cristología. Y lo que representa la presencia de Jesús en la vida de una persona, de una institución, de una cultura, de la sociedad en general.
No hay que ser un lince para caer en la cuenta de que esto es así. ¿Cómo aprendieron los discípulos de Jesús quién era aquel hombre y lo que representaba en sus vidas? Es decir, ¿cómo aprendieron los primeros discípulos del Evangelio la cristología –poca o mucha– que aprendieron? Ciertamente no la aprendieron leyendo libros y oyendo conferencias sobre el tema. La aprendieron «siguiendo a Jesús». O sea, viviendo con Jesús y, en la medida de lo posible, como vivió Jesús. Con toda razón escribió Juan Bautista Metz: «Solo siguiendo a Cristo saben los cristianos a quién se han confiado y quién los salva» (La fe, en la historia y la sociedad. Madrid, Cristiandad, 1979, p. 66). Lo que significa esto: «El saber cristológico no se constituye ni se transmite primariamente en el concepto, sino en estos relatos de seguimiento; por eso también él, al igual que el discurso teológico de los cristianos en general, tiene un carácter narrativo-práctico» (ibid., p. 67). Dicho de manera más sencilla y más clara: el saber sobre Jesús no se aprende mediante doctrinas (empezando por la que yo estoy explicando aquí), sino viviendo lo que vivió Jesús o al menos intentando vivirlo, en nuestro tiempo y tal como están las cosas.
Esto, ni más ni menos, es lo que José Luis Caravias ha querido hacer al explicarnos, con claridad y sencillez, lo que representa, en estos tiempos, Vivir como hermanos . Insisto en la actualidad de un libro escrito hace varias décadas. Porque el contenido del libro, cuando se escribió como ahora, afronta con toda honradez y sinceridad uno de los problemas más fuertes que hoy tanto nos preocupa y hasta nos indigna. Me refiero al problema de la desigualdad. Y conste que al decir esto no me refiero solamente a la desigualdad económica, que aumenta de día en día. Además de eso –y más que eso– tengo presente sobre todo la desigualdad jurídica. En cuanto que, como bien sabemos, por más que la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Constitución de cada país nos digan que todos somos iguales en dignidad y derechos, a la hora de la verdad y en lo concreto de la realidad de la vida, el hecho es que no todos los ciudadanos tenemos la misma dignidad ni, por supuesto, gozamos de los mismos derechos. No puede haber igualdad jurídica donde la desigualdad económica es tan brutal e irritante. La inseguridad, el miedo y las condiciones de vida en que viven los que carecen de trabajo, de vivienda, de salud, de estudios, de papeles... todo eso produce un modelo de persona y una forma de vida que poco o nada se parece a la forma de quien nada en la abundancia y hasta en el exceso de sus posibles caprichos.