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He aquí un estudio magistral de la vida interior, escrito por un corazón sediento de Dios, ansioso de alcanzar por lo menos los linderos de sus caminos, y conocer lo profundo de su amor por los pecadores y las alturas de su majestad. ¡Y todo esto escrito por un atareado pastor de la ciudad de Chicago!
¿Quién puede imaginar a David escribiendo el salmo veintitrés en una ruidosa oficina comercial, o a un místico de la edad media hallando inspiratión en el segundo piso de una casa de vecindario en una atestada ciudad moderna?
Donde se cruzan las sendas de la vida
y hay gritos de razas y de clanes
en antros de vicio y de miseria
donde las sombras están llenas de terrores
y se ocultan la lujuria y la avidez.
Como lo dice el doctor Frank Mason North en su inmortal poema, lo expresa también el señor Tozer en este libro:
Por encima de riidos y egoismos
Hijo del hombre, oimos tu voz.
Mi conocimiento del autor de este libro se reduce a unas cuantas visitas que hice a su iglesia, donde compartí con él preciosos momentos de compañerismo. Allí descubrí a todo un autodidacta, un lector apasionado con una estupenda biblioteca de obras clásicas y devocionales, un hombre que pasaba las noches en su búsqueda de Dios. Su libro es el resultado de mucha meditación y mucha oración. No es una colección de sermones. Nada tiene que ver con el púlpito o las bancas de la iglesia. Se dirige a las almas sedientas de Dios. Todos sus capítulos podrían resumirse en el clamor de Moisés, “¡Muéstrame tu gloria!” o en la exclamación de Pablo, “¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!” Esta es teología del corazón, no de la cabeza.
Hay en él profundidad de visión, sobriedad de estilo, y una universalidad refrescante. El autor hace pocas citas, pero está familiarizado con los santos y místicos de todos los siglos—Agustín, Nicolás de Cusa, Tomás de Kempis, von Hugel, Finney, Wesley, y muchos más. Sus diez capítulos llegan hasta el alma, y las oraciones que hay al final de cada uno son para la cámara secreta, no para el púlpito. Mientras los leía he sentido realmente la presencia de Dios.
He aquí un libro para cada pastor, misionero o cristiano devoto. Trata de las cosas profundas de Dios y las riquezas de su gracia. Sobre todo, lleva el sello de la sinceridad y la humildad.
Samuel M.
Zwemer
Nueva York
En esta hora de casi total oscuridad se vislumbra un destello alentador: dentro del cristianismo conservador cada día son más los que están sintiendo un anhelo creciente de encontrarse con Dios. Almas que desean conocer las realidades espirituales, y no se contentan con meras “interpretaciones” de la Palabra de Dios. Los que tienen verdadera sed de Dios no se contentan hasta que no beben de la fuente de Agua Viva.
Esta genuina sed y hambre de Dios es el único precursor de avivamientos en el mundo religioso. Esta sed podrá ser al principio una nube del tamaño de una mano, que atisban unos pocos santos por aquí y por allá, pero puede ser el retorno a la vida de muchas gentes y la recuperación del esplendor que debe acompañar siempre a la fe en Cristo, y que parece haber desaparecido de las iglesias de hoy en día.
Nuestros dirigentes religiosos deben reconocer este ardiente deseo. El evangelismo de hoy en día parece haber levantado el altar y dividido el sacrificio en trozos, sin percatarse, quizá, que no hay fuego en la cumbre del monte Carmelo. Pero gracias a Dios porque hay algunos que se preocupan por ello. Son los que aman el altar, y se deleitan en el sacrificio, y no están conformes porque aún no ven descender el fuego. Lo que desean, por sobre todas las cosas, es la presencia de Dios. Más que ninguna otra cosa desean gustar de la “penetrante dulzura” del amor de Cristo, del cual escribieron los profetas y cantaron los salmistas.
No hay falta hoy en día de buenos maestros bíblicos que enseñan correctamente la doctrina de Cristo, pero muchos de ellos parecen contentarse, año tras año con enseñar los fundamentos de la fe, sin advertir que en su ministerio hay falta de la Presencia, ni nada en sus propias vidas que sea extraordinario o sobrenatural. Ejercen su ministerio entre creyentes espirituales, anhelantes de experiencias que ellos no pueden satisfacer.
Lo digo con amor, pero en nuestros púlpitos falta calidad espiritual. Nuestros tiempos son semejantes a los de Milton, que le hicieron exclamar, “Las ovejas hambrientas miran interrogantes, pero nadie las alimenta.” Es algo patético, y lamentable, ver a los hijos de Dios sentados a la mesa del Padre y desfalleciendo de hambre. Se confirma la sentencia de Wesley, “La ortodoxia o correcta opinion, es, después de todo, parte muy endeble de la religión. Si bien es cierto que nadie puede tener buen carácter sin tener buenas opiniones, es posible tener buenas opiniones sin tener buen carácter. Se pueden tener excelentes opiniones acerca de Dios sin que ello signifique que se lo ama o se desee servirle. Satanas es una prueba de ello.”
Gracias a la notable difusión de la Biblia que se ve hoy en día mucha gente tiene correctas opiniones, quizá más que nunca antes en la historia. Sin embargo me pregunto si hubo alguna vez un tiempo en que la temperatura espiritual estuvo en un grado tan bajo. En grandes sectores de la iglesia se ha perdido el arte de la verdadera adoración, y en su lugar han puesto una cosa extraña y espuria llamada “programa.” Esta palabra ha salido del teatro y el circo, y se la aplica lamentablemente al tipo de servicios que hoy pasan por “adoración.”
La exposición sana y correcta de la Biblia es imperativa en la iglesia del Dios vivo. Sin ella ninguna iglesia puede ser una iglesia neotestamentaria en el estricto sentido del término. Pero dicha exposición puede hacerse de manera tal que deje a los oyentes vacíos de verdadero alimento espiritual. Las almas no se alimentan solo de palabras, sino con Dios mismo, y mientras los creyentes no encuentren a Dios en una experiencia personal, las verdades que escuchen no les harán ningún bien. Leer y enseñar la Biblia no es un fin en sí mismo, sino el medio para que lleguemos a conocer a Dios, y que podamos deleitarnos con su presencia y gustemos cuan dulce y grato es sentirle en el corazón.
Este libro es un modesto intento para ayudar a los hijos de Dios a encontrarle a El. Nada nuevo hay en lo que decimos, excepto que describo mi propio hallazgo de verdades espirituales que han llegado a ser muy preciosas para mí. Otros han avanzado mucho más que yo en estos sagrados misterios. Pero aunque mi fuego no es grande, no por eso deja de ser real y verdadero. Pueda ser que algunos logren encender sus velas con el fuego de mi lumbre.