Leticia Dolera - Morder la manzana
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- Libro:Morder la manzana
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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Morder la manzana: resumen, descripción y anotación
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Una noche con amigas
Todo empieza cuando una mujer habla con otra mujer.
MIREIA BOFILL
Eran las tres de la mañana, yo salía de un local de la Zona Franca de Barcelona. Es una zona industrial y a esas horas no había ni un alma. Podría haber esperado a mis amigos e irme con ellos, pero tenía ganas de volver a casa.
Al salir a la calle me arrepentí de mi decisión y de no haber hecho caso a mi compañera de piso, que me dijo que pillara chaqueta porque bajarían las temperaturas. Estaba sola, hacía un frío que pelaba. «Tal vez debería llamar a un taxi en lugar de esperar aquí —pensé—. Cinco minutos más y pido uno desde dentro». Entonces apareció: una lucecita verde se acercaba a lo lejos. «¡Taxi!».
Me monté y le dije la dirección. El conductor me miró por el retrovisor y contestó:
—Claro que sí, guapísima.
Me puse a mirar el móvil. El coche se puso en marcha.
—¿Qué? ¿Mucho ligoteo esta noche?
—No.
Silencio. Yo seguía con el móvil. Me di cuenta de que el taxista me observaba por el retrovisor y disimulé, no quería entablar contacto visual ni conversar más.
Llegamos a la rotonda y el hombre, en lugar de tirar hacia la calle que lleva a la Gran Vía y por lo tanto hacia mi casa, giró hacia el lado contrario. Le dije que no era por ahí.
—Es un atajo —me contestó.
Me extrañé, me puse en tensión. Dejé el teléfono y me concentré en la estampa de la Virgen que colgaba del retrovisor. Estaba plastificada y desgastada por los bordes, su mirada parecía triste, empecé a sentir compasión por ella, todo el día ahí, colgada, mirando con pena a las personas que se subían al taxi, con las manos sobre el pecho como una niña en su primera comunión. Su mirada triste y su cara de porcelana se tambalearon más de la cuenta; de repente, habíamos empezado a circular con dos ruedas encima de la acera. El taxista se estaba metiendo por los callejones de los cuarteles abandonados de Lepanto. Menos luz todavía. Menos gente todavía. Un desierto urbano lleno de recodos callejeros.
—No es por aquí.
—Te digo que es un atajo.
—Por aquí no hay nada. No hay ni calles.
Silencio. Solo se oía el motor y el ñic ñic del balanceo de la estampa religiosa. Una voz dentro de mí me decía que algo no iba bien, otra me decía que estuviera tranquila, que el hombre estaba tomando un atajo y que la Virgen estaba ahí por algo.
—Pare el coche porque me quiero bajar. Le pago la carrera y me voy, no quiero ir por aquí.
El tipo no contestó, siguió como si nada. Nunca en mi vida he tenido la sensación tan clara de tener que huir. «Tienes que bajar, tienes que salir de aquí», me repetía por dentro como un mantra. Y no tengo ni idea de cómo, pero lo hice, me bajé del coche en marcha.
* * *
—¿Quééé? ¿En marcha? —Casi me tiro por encima el mojito de catorce euros que me he pedido hace un rato y que probablemente sea el responsable de mi exceso de decibelios al interrumpir a Pati.
Estamos en Josealfredo, una coctelería del centro de Madrid. Hemos quedado cuatro amigas para «quemar las pistas de baile», pero lo que parece que estamos quemando en estas butacas aterciopeladas son nuestras ganas de salir.
La noche ha empezado en Lavapiés, cenando huevos fritos con patatas y poniéndonos al día. Hemos hablado de trabajo, de lo caros que son los pisos aquí, de que Esther siempre llega tarde. Esther es periodista freelance y siempre que quedamos está cerrando un artículo que le han pedido de hoy para hoy. También hablamos del reciente cambio de ciudad de Carla, que es actriz —de Barcelona, como yo— y acaba de fichar para una serie; de la tesis doctoral de Pati, que es odontóloga, y de si voy por fin a volver a dirigir una peli o no (soy actriz, pero hace dos años escribí y dirigí mi primera película). Todo salteado con detalles de alguna que otra aventura amorosa o sexual de cada una.
Pero volvamos a la historia de Pati. Estamos en el Josealfredo y yo sigo preguntando ansiosa.
—¿No te hiciste daño? ¿No te caíste? Esas cosas solo pasan en las pelis, ¿no?
Carla mira fijamente a Pati, traga saliva y susurra en catalán.
—No m’ho puc creure. —Que quiere decir que no se lo cree.
Pati continúa con su relato.
—No tengo ni idea de cómo salí del coche, pero lo hice y eché a correr como nunca en mi vida. El tío paró el motor y se bajó para salir corriendo detrás de mí. Estaba oscuro. No había nadie. Oí: «¡Puta loca! ¿Dónde vas?». Llegué a la rotonda y a lo lejos atisbé a una pareja. Se asustaron al verme. Creo que pensaban que les iba a robar. Cuando los tuve cerca les conté lo que pasaba. Y al llegar junto a ellos, por arte de magia, el tipo dejó de correr. Eso sí, me gritó desde la distancia: «¡Que te den, puta!».
Se hace un silencio entre nosotras. Tengo la sensación de que a todas nos han gritado PUTA alguna vez. Más de una vez.
Carla sigue con los ojos abiertos como platos y con la pajita en la boca vuelve a susurrar algo parecido a estic flipant. Que es: «Estoy flipando».
—Qué valiente fuiste, tía —le digo.
—¿No te quedaste con la matrícula del coche, verdad? —pregunta Esther, la más práctica de este cuarteto.
—Qué va.
—En serio, qué valiente. Yo me hubiera quedado ahí, paralizada, repitiéndome que son paranoias mías —añado.
—Alguna vez he pensado que a lo mejor el tipo de verdad estaba cogiendo un atajo.
—¡Ni de coña! —dice Esther—. Cuando notamos algo raro es por algo. Ante la duda, mejor correr.
* * *
La historia de Pati me ha hecho pensar en otros momentos en los que yo también he notado algo raro. Y en los que quizá he reaccionado un poco tarde o directamente no he reaccionado.
—A mí una vez me pasó algo que también sentí como raro y no supe reaccionar como tú.
Carla vuelve sus ojos enormes hacia mí, deja de morder la pajita un segundo.
—¿Qué te pasó, Leti?
Me miran atentas.
—A ver, no tiene el nivel de tensión de lo que acaba de contar Pati. Aunque, bueno, para mí fue un momento tenso y desagradable. Fue hace unos quince años y todavía lo recuerdo, así que por algo será.
Las tres se acercan un poco más a mí.
—Yo estaba saliendo con un chico desde hacía cuatro meses y decidimos irnos de fin de semana a un hotel con spa y piscina. Era nuestro planazo, estábamos felices, nos sentíamos los protagonistas de nuestra propia peli, teníamos veinte años. Al llegar nos pedimos cada uno un masaje de una hora. Javi se dio su masaje mientras yo leía a Paul Auster en la hamaca de la piscina. Luego entraría yo. Al pasar a la salita, el masajista, un tipo fuerte al que se le notaban las horas de gimnasio, me dio uno de esos tangas de papel.
—¿Un tanga de papel? —Me encanta cuando Carla piensa en voz alta.
—Sí, son casi transparentes, tienen un triangulito mínimo que apenas te cubre el coño y dos tiras ínfimas para sujetarlo. Vamos, que te lo pones y no solo te sientes desnuda, también ridícula.
—Para eso es mejor no llevar nada —dice Pati.
—El tipo, supersimpático y amable, me ofreció el tanga, yo le dije que no me hacía falta, que me podía quedar con mis braguitas. Él insistió: «Es mejor así. Por tu comodidad y para que yo pueda realizar mejor mi trabajo. Te dejo intimidad para que te cambies y te quedes solo con eso». Antes de salir señaló con la mirada el trozo de papel semitransparente que yo sujetaba entre las manos. O sea, no solo tenía que ponerme ese amago de prenda interior, sino que tenía que quedarme únicamente con eso puesto. Sin sujetador, sin nada, solo la celulosa. ¿Vosotras os quedáis solo en bragas cuando os dan un masaje? —pregunto a mis amigas.
—Yo sí —contesta Esther.
—A mí, cuando me pongo boca abajo, me desabrochan el suje, pero al darme la vuelta y ponerme boca arriba me lo vuelven a abrochar.
—Entonces, ¿te pusiste eso? —pregunta Esther.
—No quería ponérmelo, pero no sé por qué, quizá porque no quise que el tipo pensara que desconfiaba de él o por no quedar como una mojigata, el caso es que me desnudé y me lo puse. Y ahí me quedé, de pie, pensando qué hacer, pensando en mi incomodidad, ansiando ponerme el sujetador de nuevo. Entonces entró el masajista: «Puedes tumbarte boca abajo». Lo hice, pensando que me pondría una toalla en el culo o algo. Pero no, empezó a darme el masaje mientras yo, tensa como un palo, deseaba que el masaje que acababa de empezar terminara cuanto antes. Pero por dentro me repetía: «A ver, Leti, tú has venido aquí porque has querido, te has quitado la ropa porque has querido; bueno, en realidad no querías, pero lo has hecho sin que nadie te obligara y no pasa nada. Todo esto es natural, natural y normal. No te van a dar un masaje vestida, tronca». Y de repente…, ¡zas!: me masajea el culo.
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