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Lorenzo Silva - La estrategia del agua

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La estrategia del agua: resumen, descripción y anotación

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Tras una decepcionante experiencia con el sistema judicial, que ha puesto en libertad a un asesino al que había detenido después de una larga investigación, el brigada Bevilacqua, alias Vila, se halla desencantado y más escéptico de lo que acostumbra. Así se enfrenta al nuevo caso que le ocupa: un hombre llamado Óscar Santacruz ha aparecido con dos tiros en la nuca en el ascensor de su casa. Parece el «trabajo» de un profesional, lo que se antoja desmesurado dada la poca trascendencia de la víctima, que tiene algunos antecedentes menores por tráfico de drogas y violencia de género. Vila y su compañera, la sargento Chamorro, afrontan la tarea, muy a regañadientes por parte de Vila, actitud que empezará pagando «el nuevo», Arnau, un joven guardia que poco a poco se irá ganando la confianza del brigada. Parece que los problemas en la vida de Óscar, aparte de sus roces con la justicia, se limitan a su divorcio, mal llevado y con un hijo de por medio. Pero, ¿qué esconde la denuncia que pesaba sobre la víctima por malos tratos? ¿Y su detención por tráfico de drogas? ¿En qué oscuros asuntos estaba envuelto este hombre en apariencia tan poco peligroso? Una novela sobre los claroscuros de las relaciones, sobre los errores y aciertos de los jueces, sobre los vericuetos de la moderna investigación policial, sobre las injusticias que provocan las leyes y sobre el mal, que a menudo está entre lo que tenemos más cerca, incluso entre lo que un día amamos.

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Lorenzo Silva La estrategia del agua Lorenzo Silva 2010 Para mis hijos - photo 1

Lorenzo Silva

La estrategia del agua

© Lorenzo Silva, 2010

Para mis hijos.

Para mis padres.

Advertencia no del todo usual

Como de costumbre, algunos de los lugares que aparecen en este libro están inspirados, siempre libremente, en lugares reales. Algunos de los personajes y de los hechos narrados se inspiran también en sucesos reales, pero con idéntica libertad en su recreación. El relato que sigue ha de considerarse por tanto fruto de la invención del novelista y no debe inducir a atribuir conductas, acciones o palabras concretas a ninguna persona existente o que haya existido en la realidad.

Del XXIII grados del signo de Tauro es la piedra a que llaman aliaza. Y este nombre quiere tanto decir, como «menguamiento de bien», porque la su virtud es que el que la trae consigo hácele que sea aborrecido de la gente, y menosprécianle, y apártanse de su compañía. Y es de natura fría y seca. Y quien la trae, crécenle siempre cuidados y tristezas, y de noche, cuando duerme, los sueños que sueña son malos y espantosos.

Alfonso X, Lapidario

1 Y al fondo, un cliente

Cuando un hombre aparece con dos tiros en la nuca en el ascensor de su propio edificio, sin que ninguno de los vecinos haya oído ni visto nada, hay algo que casi puede darse por seguro: la última persona con la que ese hombre se cruzó en su vida era un profesional. Para un investigador de homicidios, el dato es relevante, pero no exactamente en el sentido que tiende a imaginar el profano. Dependiendo de la coyuntura y de las demás circunstancias del crimen, tanto puede ser una invitación a tomarse la pesquisa con especial ahínco como un motivo para encararla con la mayor de las desganas. Por otra parte, y como bien sabemos los que sumamos ya unos cuantos trienios, en esto del entusiasmo pesan mucho el humor del día, la novedad del desafío y, en definitiva, el momento vital en que a la sazón se encuentra el interpelado por la tarea. Por efecto de todo ello, confieso sin orgullo que cuando me informaron de la manera en que había muerto Óscar Santacruz, mi automática y más bien desabrida respuesta fue:

– ¿Y no podría comerse otro idiota ese marrón?

Palabras estas que si en términos generales eran impropias de mi condición y talante, además de contrarias al espíritu del benemérito Cuerpo al que pertenezco, en aquel instante y frente a aquel interlocutor resultaban además imprudentes y rayanas en la falta disciplinaria. Pero mi superior, el teniente coronel Pereira, me conocía desde hacía los suficientes años, y me debía los suficientes méritos en su propia hoja de servicios, como para no apretar a las primeras de cambio el gatillo de la amonestación. Y sobre todo, no dejaba de compartir conmigo, aunque fuera de forma atenuada, el desaliento y la irritación que por aquellos días me tenían secuestrado el ánimo. Por eso, en lugar de reprenderme como a mi salida de tono correspondía, dijo:

– Vila, todos nos hacemos viejos y estamos jodidos. Y tú tienes más razones para estarlo ahora, no te lo discuto. Pero no ajustes con este hombre las cuentas que tengas pendientes con otros.

Pereira era listo, y me conocía. Sabía que, aunque sus dos estrellas le otorgaran ese derecho, no ganaba mucho abroncándome y menos aún recordándome mis obligaciones oficiales. Por eso apelaba a mis sentimientos, buscándome el punto débil que le había ofrecido una y otra vez, en las mil quijotadas que había protagonizado a sus órdenes. Pero aquel día yo no estaba para caer tan fácilmente en la trampa.

– Con el debido respeto, mi teniente coronel -repliqué-. Creo que me he ganado alguna consideración por su parte, en todos estos años. ¿Así es como me la demuestra? Tiene otra gente para encargarle esta faena. Gente a la que lo mismo le apetece, y hasta le sirve para aprender. A mí ni me apetece ni me va a enseñar nada, a estas alturas. Si me da la orden, me voy allá y me la como, una más. Pero le agradecería mucho que me dejara al menos un par de días para digerir lo otro.

– ¿Y qué vas a ganar, con ese par de días?

– Pues no sé, a lo mejor me ha llegado el momento de pensar si quiero seguir haciendo el panoli o si acepto alguna de las ofertas que he tenido en los últimos tiempos para ganar pasta cuidándole el tinglado a algún pudiente. Perseverar en hacer cumplir por dos duros una ley que sólo los protege a ellos, cuando se los puede proteger directamente en condiciones más ventajosas, es algo que un hombre en mi situación debería cuando menos sopesar. El chico empezará pronto la universidad y mi ex mujer no es de las que perdonan un euro.

Una sonrisa escéptica se dibujó en los labios de Pereira.

– Vamos. No te veo de pistolo privado. Aunque te joda reconocerlo, te tira esto más que al Duque de Ahumada. No serás feliz en otro sitio.

– No temo a la infelicidad, mi teniente coronel. Llegados a este punto, le temo más a morirme pensando que soy un gilipollas.

Al oír esto, el teniente coronel se puso serio. Meneó la cabeza.

– No eres tú el que habla. Estás escocido, eso es todo. Y te repito lo que te dije ayer: te entiendo, cono, cómo no voy a entenderte. Pero te toca ser frío, que para eso eres un profesional. Tú hiciste tu parte, cumpliste con tu trabajo y con las normas, como era tu deber. Allá se arreglen con su conciencia los que no puedan decir otro tanto.

Miré a mi jefe a los ojos. No era mi costumbre, porque tampoco hay que abusar de las ocasiones de intimidad con el tipo que decide lo que tienes que hacer para seguir cobrando el sueldo. Pero en ese momento yo estaba de verdad en el quicio de la puerta, y creí que por lealtad a él, y también a mí mismo, tenía que hacérselo sentir.

– Tengo cuarenta y cinco tacos, mi teniente coronel. Es una edad a la que uno debe plantearse si le basta con cubrir el expediente. Yo no me fundí los sesos y me dejé los huevos en esa investigación para cumplir con las normas. Lo hice para que ese hijo de perra tuviera un escarmiento, porque ya sé que la cárcel no reeduca a nadie y menos a un alacrán como él, y para que la mujer a la que dejó viuda y los chicos a los que dejó huérfanos encontraran un poco de consuelo y sintieran que su dolor le importaba a alguien. Así que ni puedo ni quiero conformarme, y si eso quiere decir que no soy profesional, pues a lo mejor me toca ser coherente y devolver el tricornio, ya que los grajos que han puesto a ese asesino en la calle no van a devolver la toga.

– Vila, cálmate, que parece que fuera tu primer revolcón.

Noté a mi jefe algo apabullado por aquellos exabruptos, inusuales en mí. Su zozobra me dio alas para seguir despachándome:

– Pues no. Pero es el que más me ha dado por culo. Porque invertí en ello diez años de mi vida. Diez. Porque conseguí que extraditaran a esa mala bestia. Desde su propio país. Y porque todo se ha ido al garete en manos de una gente a la que le fastidiaba tener que estudiarse un sumario tan largo y tan antiguo. Por eso se han tirado al atajo de la absolución por falta de pruebas. Soy lo bastante autocrítico como para saber cuándo he hecho algo mal.

Y aquí lo bordamos. No faltaba nada. Sólo echarle horas, ganas y pelotas para condenar a un indeseable que resulta que tiene dinero para apelar hasta Estrasburgo, por cepillarse a un pobre hombre que no tiene quien le recuerde siquiera.

– Tampoco simplifiquemos…

– ¿De veras cree que simplifico? ¿Diría que no influyó en el resultado el hecho de que no hubiera ningún periodista siguiendo el juicio?

Mi teniente coronel exhaló un suspiro y me observó con semblante circunspecto durante unos segundos. Parecía estar buscando las palabras adecuadas. O simplemente trataba de hacerme recapacitar.

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