Música al límite
Tres décadas de ensayos y artículos musicales
EDWARD W. SAID
Traducción de
Efrén del Valle
Prólogo
Edward Said era un erudito con unos intereses extraordinariamente variados. Además de estar muy versado en música, literatura, filosofía y política, era una de esas personas excepcionales que buscaba y reconocía los vínculos entre disciplinas diferentes y aparentemente dispares. Su inusual conocimiento del espíritu y el ser humanos obedecía tal vez a su reveladora interpretación, que compara ideas y temas, y según la cual la naturaleza de las culturas puede ser paradójica, de modo que no se contradicen, sino que se enriquecen unas a otras. Esta es una de las ideas que, a mi entender, convertía a Said en una figura extremadamente importante. Su viaje a través de este mundo se produjo precisamente en una época en que el valor de la música en la sociedad empezaba a entrar en declive. La humanidad de la música, el valor de la contemplación y el pensamiento musicales, y la trascendencia de la idea expresada por medio del sonido son conceptos que, por desgracia, siguen decayendo incluso más en el mundo moderno. La música ha quedado aislada de otros ámbitos de la vida; ya no se la considera un aspecto necesario del desarrollo intelectual. Igual que la medicina, el mundo de la música se ha convertido en una sociedad de especialistas que saben cada vez más sobre cada vez menos.
Su feroz antiespecialización le llevó a criticar con mucha dureza y, en mi opinión, muy justamente, el hecho de que la educación musical sea cada vez más pobre, no solo en Estados Unidos —que, a fin de cuentas, había importado la música de la Vieja Europa—, sino también en los países que habían dado las más grandes figuras de la música. Tanto Alemania, esa cuna de la creación musical que engendró a Beethoven, Brahms, Wagner, Schumann y muchos otros, como Francia, la patria de Debussy y Ravel, estaban permitiendo, según Said, que la calidad y la accesibilidad de su educación musical se deterioraran. Asimismo, percibía una tendencia que le inquietaba sobremanera (una observación que nos unió rápidamente): que la educación musical era cada vez más especializada y limitada, incluso en los lugares en que podía accederse a ella con facilidad. En el mejor de los casos, este tipo de educación genera instrumentistas muy competentes que poseen escasos conocimientos sobre teoría y musicología, pero que están muy avanzados en la ejecución técnica, esencial para un músico profesional. Lo que advertía Said, no obstante, era la ausencia de una capacidad fundamental por parte del músico para ahondar en la sustancia esencial de la música, comprenderla y expresarla. Después de todo, la naturaleza de la música es tal que su contenido solo se puede expresar a través del sonido. Hoy día, la educación musical se ha ido alejando del profundo y complejo misterio de esta verdad esencial, y ahora se centra cada vez más en la separación de la destreza física requerida para producir sonidos en un instrumento y la ciencia estéril dedicada a diseccionar la música estructural y armónicamente sin ninguna participación activa o experiencia de su poder. Said deploraba esta evolución del negocio musical, y sus reseñas de conciertos abundan en testimonios de esta antipatía.
Nadie podría haber ejemplificado de manera más completa que Edward Said la antítesis de este interés microscópico, lo cual no significa que no le importaran los detalles. Por el contrario, comprendía a la perfección que la genialidad o el talento musicales exigen dedicar una atención tremenda a los pormenores. El genio presta atención a los detalles como si fuesen lo más importante y, al hacerlo, no pierde de vista la idea general. De hecho, esta atención al detalle le permite manifestar su visión de dicha idea general. En la música, como en el pensamiento, la idea general debe ser el resultado de la coordinación precisa de pequeños detalles. Cuando Said asistía a un concierto, fijaba su atención en estos elementos, algunos de los cuales han pasado desapercibidos a numerosos profesionales. Como crítico, se distinguía en muchos sentidos de sus colegas, algunos de los cuales carecen de conocimientos para escribir sobre su especialidad con inteligencia, mientras que otros carecen de la capacidad para escuchar sin ideas preconcebidas. En esta segunda categoría está claro que dichos críticos se han forjado, en el mejor de los casos, una idea de la interpretación «correcta» de una obra determinada y, por lo tanto, solo son capaces de establecer comparaciones, favorables o de otra índole, entre la interpretación actual y sus propias ideas preconcebidas que los han esclavizado. Said, en cambio, escuchaba con los oídos abiertos y con unos profundos conocimientos musicales que le permitían oír e intentar comprender la intención del intérprete y su planteamiento musical. De este modo, cuando reseña un concierto de Celibidache y la Filarmónica de Munich, Said se adentra en el terreno filosófico de la naturaleza de la interpretación en público, observando y comparando a los intérpretes que han tenido la imaginación necesaria para cuestionar la tradición del concierto de dos horas. Sus comentarios sobre los célebres tempos ralentizados de Celibidache y sus pausas teatrales entre movimientos son contemplativos, reflexivos y justos; no representan una reacción personal a una desviación de la norma, sino un intento de penetrar en la mente del intérprete y comprender sus motivaciones.
Said poseía un conocimiento refinado sobre el arte de la composición y la orquestación. Sabía, por ejemplo, que en cierto momento del segundo acto de Tristan und Isolde las trompas se retiran detrás del escenario. Unos compases después, la misma nota que estas tocaban reaparece en el foso con los clarinetes de la orquesta. He tenido el honor y el placer de colaborar en esa pieza con un gran número de cantantes ilustres que desconocían ese detalle, ¡y siempre miraban atrás para ver de dónde provenía el sonido! Ignoraban que la nota ya no salía de detrás del escenario, sino del foso. A Said le interesaban esas cosas. Ello formaba parte de su meticuloso interés en los detalles, lo cual confería a su conocimiento del conjunto una grandiosidad inimaginable. La idea que Edward Said tenía del mundo no le permitía ver solo lo obvio, lo literal, lo inmediatamente comprensible: en sus escritos y en su vida siempre descubría y aportaba pruebas de la interconexión existente entre las cosas, una idea que con toda probabilidad aprendió de la música. En la música no hay elementos independientes. Nos gustaría creer que es posible emprender acciones independientes en los ámbitos personal, social o político que no tuviesen más consecuencias y, sin embargo, nos topamos continuamente con argumentos que demuestran lo contrario. Para Said, por ejemplo, era natural citar a Yeats cuando analizaba una interpretación de Bach o comparar el recital de Wagner en Israel con la lectura de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad por un africano contemporáneo. Para Edward Said no existían dos aspectos del ser humano que no estuviesen relacionados entre sí.
Como músico, sabía y creía, como yo, que la lógica es indisociable de la intuición, como el pensamiento racional lo es de la emoción. ¿Con qué frecuencia sucumbimos a la tentación de abandonar toda lógica para satisfacer una necesidad emocional o un capricho? En la música es imposible, ya que esta no puede crearse exclusivamente con la razón ni con la emoción. De hecho, si estos elementos se separan, no nos queda la música, sino una colección de sonidos. Su creencia en el concepto de inclusión, en contraposición al de exclusión, también se derivaba de los conocimientos musicales. Igual que poner énfasis en una voz a la vez que se excluyen todas las demás viola el principio de contrapunto musical, Said juzgaba imposible resolver un conflicto, político o de otra clase, sin implicar a todas las partes interesadas en conversaciones para dar con una solución. Lo mismo podría decirse del principio de integración, aplicable a toda suerte de problemas, desde el equilibrio acústico de una orquesta a las conversaciones de paz en Oriente Próximo. Estas conexiones brillantes e inverosímiles son responsables de la fama de gran pensador que atesoraba Said. Era un luchador por los derechos de su pueblo y un intelectual y músico incomparable en el sentido más profundo, y había utilizado su experiencia y sus conocimientos musicales como base de sus convicciones en materia política, moral e intelectual. Sus textos sobre música e interpretación musical son, como mínimo, entretenidos e instructivos, si bien un tanto rocambolescos en la amplitud de asociaciones que Said conjura. Siempre están expresados con gran elegancia lingüística y, en el mejor de los casos, resultan brillantes, originales e ingeniosos, y están cuajados de revelaciones inesperadas que solo él podía desvelar.
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