Presentación
Es cierto que muchas cosas cambiarán a causa de la crisis. El regreso a un mundo anterior a la crisis está excluido. ¿Pero estos cambios serán profundos, radicales? ¿Irán incluso en la dirección correcta? Hemos perdido el sentimiento de urgencia y lo que hasta ahora ha ocurrido proyecta un mal augurio sobre el futuro.
JOSEPH STIGLITZ, Freefall, 2010, p. 454.
Una crisis económica es antes que nada un asunto de economistas. Sus causas, su desarrollo, sus consecuencias y los esfuerzos hechos para salir de ella o para impedir lo peor son temas que los economistas a menudo han analizado, porque no siempre han podido prevenirlos. Sobre la crisis financiera de 2007-2009 y sus antecedentes, los economistas en lengua francesa, como los demás, publicaron muchos libros destinados a un público de profesionales, y otros tantos dirigidos a un público más amplio; algunos de ellos han tenido gran eco en la opinión pública.
Sería entonces absurdo pretender que toca a los sociólogos estudiar los factores no económicos de la situación económica. Tal preocupación no sólo ha estado siempre presente en el mismo pensamiento económico, tanto dentro de la escuela «institucionalista» de principios de siglo XX o en la escuela actual de la regulación como en el caso de Joseph Schumpeter, e incluso ya desde Adam Smith, sino que, además, un grupo importante de economistas de alto nivel, entre ellos varios premios Nobel, Amartya Sen el primero, luego Joseph Stiglitz y Paul Krugman, siempre han criticado la visión estrecha —inspirada por un cuantitativismo superficial— de un pensamiento estadístico y económico que reducía la situación de tal individuo o tal categoría social a su salario en dólares. Hoy en día, estos críticos son el bien común de los sociólogos y los economistas. Dejemos entonces de dirigirles reproches infundados a los economistas.
¿Pero entonces qué nos queda decirle al sociólogo? Procedamos por orden. Cuando una crisis (y es el caso de ésta que ahora vivimos) separa la economía del resto de la sociedad y se encierra en sus problemas internos, ¿en qué se convierte la vida social?
No sólo queda en posición marginal, sino que la crisis la transforma al grado de suscitar miedos e indignaciones en contra de las instituciones. Estas reacciones emocionales han alimentado en repetidas ocasiones el triunfo de un movimiento autoritario o populista. Pensemos aquí en el ascenso de Hitler al poder en 1939, después de que su movimiento ganó poder debido a la crisis de 1929.
De forma paralela, la crisis acelera una tendencia a largo plazo en la que los actores sociales, perjudicados por la crisis social, se separan del sistema económico (incluyendo su dimensión militar) y se transforman en desempleados, excluidos o ahorradores arruinados, incapaces de reaccionar políticamente —lo cual explica el silencio actual de las víctimas de la crisis—, o en actores cada vez menos sociales y definidos más bien en términos universales, morales o culturales.
Consciente de las cosas que están en juego, el sociólogo se pregunta de qué manera superar la crisis. Sin desechar las soluciones técnicas propuestas por economistas y políticos, el sociólogo introduce una idea nueva: lo más importante, dice, es reconstruir la vida social, ponerle fin a la dominación de la economía sobre la sociedad, lo cual exige recurrir a un principio cada vez más general e incluso universal, que podemos llamar «derechos del hombre» (mejor dicho «derechos humanos»), que debe engendrar formas nuevas de organización, educación y gobernabilidad, para ser capaces de suscitar una redistribución del producto nacional a favor del trabajo (que desde hace mucho fue sacrificado en aras del capital) y exigir un respeto más real de la dignidad de todos los seres humanos.
Estas hipótesis ofrecen varias posibilidades de cambio social, pero excluyen cualquier retroceso al periodo anterior a la crisis, ya que encerrarse en dicha ilusión significaría preparar una nueva crisis.
El modo de análisis del sociólogo es diferente al de los economistas, en la medida en que el primero, igual que el historiador, busca comprender a los actores, sus decisiones y sus representaciones. Su objeto de estudio, entonces, se constituye en gran medida con juicios de valor, a pesar de que éstos deban ser analizados objetivamente, desconfiando de cualquier prejuicio ideológico.
El sociólogo busca descubrir transformaciones sociales y culturales generales que puedan observarse en todos los ámbitos, a través de los debates políticos en primer lugar, pero también en los textos y las imágenes que son aparentemente ajenos a los problemas económicos inmediatos. La novela y el teatro, el cine y los videos, las artes plásticas, la música y las canciones proporcionan indicadores muy claros a quienes se interrogan sobre los cambios que tienen un amplio alcance.
Además es preciso, claro, que el sociólogo aprenda del economista la naturaleza y el sentido de los hechos, pero debe ante todo relacionar el análisis de la crisis con una perspectiva de las transformaciones a largo plazo de la vida social. La primera idea defendida aquí será que después de la sociedad industrial, e incluso postindustrial, se forma lo que yo llamo una situación postsocial (para evitar el término de sociedad postsocial, que es demasiado oscuro). Aunque esta mutación y la crisis económica no tengan la misma temporalidad ni las mismas consecuencias, deben estar relacionadas entre sí. Ciertamente no es la crisis la que engendra un nuevo tipo de sociedad, pero contribuye a la destrucción del tipo de sociedad anterior; puede también impedir la formación de un nuevo tipo de sociedad o favorecer la intervención de actores autoritarios durante un periodo de transición difícil.
Tales trastornos pueden acarrear (lo mismo a corto que a largo plazo) la desaparición real de los actores. Ésta es la impresión que nos deja el examen de la situación de los sindicatos y los partidos de «izquierda» en Europa, que se hallan en una impotencia tan evidente que los electores ya no saben lo que distingue a la izquierda de la derecha.