Corinne Hofmann - La masai blanca
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- Libro:La masai blanca
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1998
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La masai blanca: resumen, descripción y anotación
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La masai blanca — leer online gratis el libro completo
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Para Napirai
Título original: Die Weisse Massai
Corinne Hofmann, 1998
Traducción: Isi Feuerhake
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Cuando Corinne lo vio por primera vez, en diciembre de 1986, Lketinga solo llevaba un paño que le cubría las caderas. Sus largos cabellos iban recogidos en finas trenzas y el rostro estaba cubierto de signos pintados. Ese hombre, hermoso y digno como un dios, pronto se esfumó entre el gentío en los alrededores de Mombasa, pero la joven mujer intuyó que aquellas vacaciones en Kenia iban a ser algo más que un simple recorrido turístico.
Corinne Y Lketinga volvieron a verse, y de esos encuentros casi furtivos nació una relación peculiar e intensa: Corinne rompió con su novio Marco u dejó su casa en Suiza para irse a vivir a un pequeño pueblo al norte de Nairobi, donde se casó. Allí se vio muy pronto obligada a compartir su choza con la madre de Lketinga y a someterse a los rituales de una tribu que no aceptaba de buen grado la presencia de una masai blanca.
La pasión duró cuatro años, y de la unión nació Napirai, una niña que hoy es el consuelo de Corinne tras su fuga de Kenia.
Y aquí está el recuerdo de esta experiencia única, que conmovió su cuerpo y espíritu, en las cálidas páginas de unas memorias que encierran todo el aroma y el sabor de las tierras de África.
Corinne Hofmann
ePub r1.2
Titivillus 28.01.15
Un esplendoroso aire tropical nos recibe a nuestra llegada al aeropuerto de Mombasa, y allí mismo lo presiento y lo noto ya: este es mi país, aquí me sentiré a gusto. Pero, por lo visto, solo yo me muestro receptiva al aura que nos envuelve, pues Marco, mi novio, exclama sin eufemismos:
—Aquí huele que apesta.
Tras los trámites aduaneros, el safaribús nos lleva a nuestro hotel. Durante el trayecto tenemos que atravesar en ferry un río que marca los límites entre la costa sur y Mombasa. Hace calor, y nosotros seguimos asombrados nuestro viaje en el autocar. En este momento aún no sé que dentro de tres días este ferry cambiará bruscamente mi vida, que la va a alterar de manera radical.
Al otro lado del río recorremos, durante aproximadamente una hora, carreteras comarcales que cruzan pequeños poblados indígenas. La mayoría de las mujeres que nos miran sentadas a la puerta de las sencillas cabañas parecen musulmanas y van envueltas en telas negras. Al fin llegamos a nuestro hotel, el Africa-Sea-Lodge. Se trata de un complejo moderno, si bien construido en estilo africano, y nos instalamos en una cabaña circular amueblada con gusto y acogedora. Una primera escapada a la playa refuerza una sensación sobrecogedora: este es el más hermoso de todos los países que he visitado jamás, y aquí quisiera quedarme.
Al cabo de dos días, nos hemos aclimatado perfectamente y, por nuestra propia cuenta, queremos tomar el autobús de línea para ir a Mombasa y el Likoni-Ferry para realizar una visita a la ciudad. Discretamente pasa a nuestro lado un hombre rasta y le oigo decir:
—Hachís, marihuana.
—Yes, yes, ¿dónde podemos conseguirlo? —asiente Marco.
Tras una breve conversación nos indica que le sigamos.
—¡Déjalo, Marco, es demasiado peligroso! —le digo, pero él hace caso omiso de mis advertencias.
Cuando llegamos a una zona de chozas destartaladas, trato de suspender la operación, pero el hombre nos explica que le esperemos y, acto seguido, desaparece. Me siento incómoda y, al fin, también Marco comprende que lo mejor sería marcharnos. Estoy furiosa y le pregunto alterada:
—¿Ves ahora lo que puede pasar?
Está cayendo la tarde y deberíamos iniciar el regreso. Pero ¿en qué dirección? No recuerdo dónde atraca aquel ferry, y también Marco me falla miserablemente. Tenemos así nuestra primera disputa importante y, solo tras una larga búsqueda, alcanzamos nuestra meta y divisamos el ferry. Cientos de personas con cajas llenas a rebosar, carretillas y jaulas de gallinas se agolpan entre los coches. Parece que todo el mundo quiere subir a ese ferry.
Al fin, también nosotros estamos a bordo y, entonces, sucede lo inimaginable. Marco dice:
—¡Corinne, mira allá enfrente, aquel hombre es un masai!
—¿Dónde? —pregunto y miro en dirección contraria.
Al fin, lo veo, y es como si sobre mí cayera un rayo. Hay allí un hombre alto, muy moreno, muy hermoso y muy exótico, sentado displicentemente en la barandilla del ferry. El hombre clava en nosotros sus ojos oscuros. Somos los únicos blancos entre todo el gentío. Dios mío, pienso, qué guapo es, jamás he visto nada igual.
Lleva por única vestimenta un paño que le cubre las caderas. En cambio, sus adornos llaman la atención. En la frente tiene un reluciente y enorme botón de nácar con cuentas multicolores. Sus largos cabellos rojos están recogidos en finas trenzas y su rostro está cubierto de signos pintados que se extienden hasta el pecho, sobre el que cuelgan dos largos collares de cuentas de colores. En las muñecas lleva varios brazaletes. Su rostro es de una hermosura tan armónica que se podría confundir con el de una mujer. Pero su porte, la mirada orgullosa y la musculatura tensa y recia denotan que se trata de un hombre. Ya no soy capaz de apartar la mirada. Tal como está sentado allí, bajo el sol a punto de ponerse, parece un dios joven.
Dentro de cinco minutos no volverás ya a verlo nunca más, pienso compungida, pues atracará el ferry y todos se lanzarán a la carrera hacia los autobuses y desaparecerán en todas direcciones. La idea me entristece. Me empieza a faltar el aire. En este momento, Marco, a mi lado, está terminando la frase:
—… hemos de tener cuidado con estos masai, se dedican a robar a los turistas.
Pero en este instante me da absolutamente igual. Estoy pensando febrilmente la manera de entrar en contacto con aquel hombre cuya belleza me ha dejado sin aliento. No domino el inglés y limitarme a mirarle intensamente tampoco conduce a nada.
Están bajando la rampa de la carga y todo el mundo se agolpa para bajar a tierra entre los coches que abandonan el ferry. Del masai no veo ya más que su espalda reluciente cuando, con ágil paso, se aleja entre las demás personas que avanzan pesadamente con su carga. Adiós, se acabó, pienso, y estoy a punto de echarme a llorar. Ignoro por qué aquella idea me afecta tanto.
Volvemos a tener tierra firme bajo los pies y nos vamos empujando hacia los autobuses. Entretanto ha llegado la noche, en Kenia oscurece bruscamente en el transcurso de media hora. Los numerosos autobuses se llenan rápidamente de gente y de equipajes. Estamos allí, de pie, sin saber qué hacer. Aunque recordamos el nombre de nuestro hotel, ignoramos en qué playa se alza. Llena de impaciencia, le doy un codazo a Marco:
—¡Anda, pregunta a alguien!
Él opina que eso es asunto mío, a pesar de que no he estado nunca antes en Kenia y de que no hablo inglés. Al fin y al cabo fue idea suya ir a Mombasa. Me siento triste y pienso en aquel masai que ya se me ha metido muy dentro de la cabeza.
Es noche cerrada y seguimos plantados allí, peleándonos. Todos los autobuses han partido ya, cuando a nuestras espaldas una voz grave dice:
—Hello!
Nos volvemos los dos a la vez y por poco se me para el corazón. ¡Mi masai! Es muy alto. Me pasa una cabeza, pese a que yo mido metro ochenta. Nos está mirando y hablando en un idioma que no entendemos. Mi corazón parece querer saltárseme del pecho, me tiemblan las rodillas. Estoy completamente trastornada. Entretanto, Marco intenta explicar adónde hemos de ir.
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