Nota a la traducción
Hay algunos términos habituales en el lenguaje político angloamericano (y estadounidense, en particular) que pueden prestarse a ciertos equívocos entre los lectores europeos y latinoamericanos. Es el caso del adjetivo «liberal» y de su correspondiente sustantivo «liberalismo». En las controversias políticas y electorales cotidianas, «liberal» viene a ser allí el equivalente del término «progresista» o «izquierdista». Sin embargo, también puede hacer referencia a una posición teórica dentro de la filosofía política. En el primer caso, en el que el autor contrapone las posiciones de corte liberal (habituales, por ejemplo, entre los candidatos y los simpatizantes del Partido Demócrata) a las posiciones conservadoras (más propias del Partido Republicano), aquí se ha optado por emplear el adjetivo «progresista» (o «progresista liberal», atendiendo a que, en ocasiones, el autor utiliza el término «liberal» en contraposición a un progresismo de corte más «republicano» o «comunitarista»). En los demás casos (y, especialmente, en los artículos finales del libro, de contenido más propiamente filosófico), en los que «liberal» no se entiende necesariamente como un sinónimo de «izquierdista», sino que designa a quien defiende la prioridad de los derechos individuales sobre el bienestar general agregado y sobre las convicciones morales existentes en la sociedad (y, por lo tanto, se entiende como un término opuesto a «utilitarista» y a «comunitarista», respectivamente), se ha mantenido «liberal» y «liberalismo» como en castellano.
Otro término angloamericano que puede inducir a confusión en la tradición política de origen europeo continental es libertarian . En Estados Unidos, desde hace algunas décadas, designa generalmente a los defensores a ultranza del capitalismo de mercado sin trabas estatales o del laissez faire . Sin embargo, su calco en castellano («libertario») tiende a designar, más bien, las posiciones del anarquismo y a quienes las propugnan. Para evitar confusiones, aquí se ha optado por traducirlo como «liberal libertario» (término equivalente que emplea el propio autor en diversas ocasiones) o «ultraliberal», indistintamente.
Por último, se ha optado por traducir los conceptos de the right y the good como «lo correcto» y «lo bueno» (o «el bien»), respectivamente. Aunque la segunda idea no resulta especialmente problemática desde el punto de vista lingüístico, sí lo es la primera, que no cuenta con un vocablo que coincida exactamente con la acepción que tiene el término en inglés. De todos modos, y aun entendiendo que los términos «justo» y «justicia» son una buena traducción aproximada de the right , aquí se ha optado por «lo correcto», porque, de este modo, se evitan algunas reiteraciones y tautologías en ciertos pasajes del libro en los que coinciden la justicia más propiamente dicha ( justice ) y ese otro concepto ( right ).
Introducción
La reelección del presidente George W. Bush propició un nuevo proceso de examen de conciencia entre los demócratas. Los sondeos a pie de urna evidenciaron que el tema en el que más votantes basaron su voto presidencial fue el de los «valores morales» (más incluso que en el terrorismo, la guerra en Irak o el estado de la economía). Y quienes mencionaron los valores morales como motivación principal votaron a Bush por un porcentaje abrumadoramente superior al de su oponente: un 80 por ciento frente al 18 por ciento que lo hicieron por John Kerry. Los comentaristas estaban perplejos. «Nos fijamos tanto en otras cosas —confesaba un periodista de la CNN— que, al final, todos habíamos perdido de vista la cuestión de los valores morales.»
Los escépticos advertían mientras tanto que no debía darse una importancia excesiva a la cuestión de los «valores morales» en las interpretaciones. Señalaban, en concreto, que la mayoría de votantes no compartían la oposición de Bush al aborto y al matrimonio homosexual (los temas con mayor carga moral durante la campaña), y que otros factores explicaban mejor su victoria: que la campaña de Kerry había estado desprovista de algún asunto de peso, que no es tan fácil derrotar a un presidente que se presenta a la reelección en tiempos de guerra, y que los estadounidenses todavía no se habían recuperado del impacto de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Fuera cual fuese la razón, lo cierto es que tras las elecciones de 2004 los demócratas trataban de encontrar un modo más convincente de apelar a los anhelos morales y espirituales de los estadounidenses. Aquella no era la primera vez que los demócratas pasaban por alto «la cuestión de los valores morales». En las cuatro décadas transcurridas desde la victoria aplastante de Lyndon B. Johnson en 1964, solo dos candidatos demócratas han conquistado la presidencia. Uno de ellos fue Jimmy Carter, un cristiano renacido de Georgia que, inmediatamente después del estallido del caso Watergate, prometió restaurar la honestidad y la moralidad en el Gobierno. El otro fue Bill Clinton, quien, pese a sus flaquezas personales, hizo gala de una fina intuición para captar las dimensiones religiosas y espirituales de la política. Los otros portadores del estandarte demócrata —Walter Mondale, Michael Dukakis, Al Gore y John Kerry— se abstuvieron de hablar sobre las cuestiones «del alma» y optaron por ser fieles al lenguaje de las políticas públicas y los programas concretos.
En los últimos tiempos, cuando los demócratas han tratado de hallar un eco moral y religioso, sus esfuerzos han adoptado una de dos formas posibles, ninguna de las cuales resulta plenamente convincente. Algunos, siguiendo el ejemplo de George W. Bush, han salpicado sus discursos de retórica religiosa y referencias bíblicas. (Bush ha empleado esta estrategia de forma más descarada que ningún otro presidente contemporáneo; en sus discursos del estado de la Unión y en los que ha pronunciado en sus dos ceremonias de investidura se menciona a Dios con mayor frecuencia incluso de lo que lo hizo Reagan en los suyos.) Tan intensa fue la competencia por el favor divino en las campañas de 2000 y de 2004, que el sitio web Beliefnet instaló un «diosómetro» para llevar un recuento actualizado de las referencias que los candidatos hacían sobre Dios.
El segundo enfoque que han adoptado los demócratas es argumentar que, en política, los valores morales no se ciñen exclusivamente a temas culturales como el aborto, la oración en las escuelas, el matrimonio homosexual o la exposición de los Diez Mandamientos en los tribunales de justicia, sino que abarcan también cuestiones de índole económica como la sanidad, la atención infantil, la financiación de la educación y la Seguridad Social. John Kerry ofreció una versión de este enfoque en su discurso de aceptación de la nominación como candidato presidencial en la convención demócrata de 2004, en el que empleó las palabras «valor» y «valores» en nada menos que treinta y dos ocasiones.