El viaje por mar y sus problemas
Y para beber agua de las botijas [las ratas], roían la brea y yeso con sus tapaderas y, cuando no alcanzaban, entraban dentro, donde morían ahogadas, como después pareció, y las hallamos en ellas, cuando iban a dar agua a la gente. Y muchas roían el casco de la botija por abajo y le hacían agujero para beberse el agua, que se hallaron de esta suerte botijas agujereadas y vacías, sin agua; y así nos hacían gran daño en todas las cosas de la comida y bebida, y aparecer tanta multitud de ratas y tan grandes que causaban espanto y admiración, ver cualquier parte de la nao, había cantidad de ellas, y en todas partes hacían notable daño, así en los pañoles como fuera de ellos; debajo del alcázar, en la cámara de popa, en los camarotes y encima del dicho alcázar y en la silla del piloto, tanto sentado en ella la rataba y entraban a hurtar y comer lo habido, y tal daño nos hicieron en toda la nao, en la comida que, aunque ya se andaban con gran cuidado, rataban las cajas de los soldados y marineros y se comían lo que había en ellas; y aunque muchos echaban en botijas lo que tenían de sustento, roían las tapas y se los comían, y morían dentro por no poderse salir. Debajo de la escotilla y en los pañoles, se comieron más de dos quintales de bizcocho, sin mucha mazamorra y cazabe, que en ellos había, que todo lo consumieron. Y habiendo traído de la Capitana en veinte y tres de agosto ocho petates de bizcocho que tenía diez y seis quintales, que se pusieron para más seguros en cámara, donde yo traía mi catre, certifico, que habiendo venido ocho días después de la tormenta grande a ponerlos bien, porque con los grandes balances que en ella había dado la nao, se habían caído de como estaban, y pusieron dos en mi presencia cerca de mi catre y otros debajo de él, visitándolos dentro de diez días que yo los vi poner, para sacar pan para dar a la gente, estaban dos de ellos vacíos, sin cosa alguna, que en los diez días se habían comido y otros ratados y hechos agujeros y comenzados a comer, que nos obligó a poner más remedio y dio mayor cuidado mirar por la comida; y porque no nos faltase se aderezaron luego dos pipas con arcos de hierro que se llenaron de bizcocho tapándolas muy bien y clavándolas y cuatro petates que sobraron llenos con una pipa los subieron sobre el alcázar, donde siempre se guardaba y aún así no estaba seguro. (FRAY ANTONIO VAZQUEZ DE ESPINOSA, «Tratado verdadero del viaje y navegación de este año de seiscientos y veinte dos, los que hizo la flota de Nueva España»).
Las ocupaciones del día
E L ejercicio diario de los españoles es, por la mañana, dedicarse a sus asuntos: si son grandes, dar audiencia en sus salas, recibiendo los papeles y peticiones que les presentan; después van al Consejo, si pertenecen a él; a misa, ordinariamente a pie, si hace buen tiempo; al regreso del cual su séquito se retira y van a comer, comiendo solos en familia, que llaman en el saco, no habiendo ningún señor en España que tenga mesa puesta ni del que sepan cómo come, de suerte que estando la presunción en contra de los que se ocultan, no les exceptuaré del proverbio que dice: cebollas y queso traen la corte en peso. La ración (es la parte) dada en dinero a los servidores, un real y medio o dos todo lo más por día, con el que se alimentan en las tabernas, llamadas tiendas, que están en las entradas de la ciudad o por las avenidas de las buenas calles, bajo pequeños toldos de tela, volviendo después de comer a la puerta de sus amos. Las espórtulas antiguas de Roma, dadas por los ricos a aquéllos que se encontraban presentes al levantarse ellos y les acompañaban por la ciudad, parecen haber ocasionado esta costumbre de España, practicada aún por miedo a tener mesa puesta. Después de haber comido y dormido una buena hora, leen algunos libros de caballería o de historia en su lengua (muy pocos entienden del latín), se entretienen también con visitas ceremoniosas, o bien, si así les parece, con las comedias que se hacen para los tres órdenes, Iglesia, nobleza y tercer estado; y se puede suponer también que la gran beatería de España deja ir no sólo a los eclesiásticos seculares, sino a los frailes sometidos a una regla y clausura, que van sin ningún escándalo. Porque si no pasan en eso el tiempo, será con algún juego que no sea de azar, que están estrechamente prohibidos, no habiendo en toda Castilla ningunos dados, ni obreros que los hagan o vendan públicamente, bajo pena de dos años de destierro a los vendedores, confiscación de todo lo que hayan jugado y condenación a los jugadores a grandes multas, de suerte que juegan a la pelota, al ajedrez, que es muy corriente; pero para juego de azar si no es a las tabas, a los huesos, que los hacen de marfil muy bonito. Juegan mucho a las cartas que llaman naipes y cartetas (porque «cartas» son misivas), son muy pequeñas, marcadas con copas, dineros, etc., como los taros, pero tan confuso que el rey será tomado, por una sota, ésta por una dama y cuestan tres reales cada uno. (D. JOLY, «Voyage en Espagne», págs. 98-101).
La imagen física de los españoles a los ojos de un francés
P ERO hagan lo que hagan, jamás son tan agraciados como el francés, lo que confiesan; pero sostienen también que el calor y sequedad de su complexión, que produce su negro exterior, los aventaja por encima de nosotros, tanto en buenas partes de la inteligencia como en la salud del cuerpo, tanto que así como el agua apaga el fuego, la humedad pituitosa del cerebro ahogado es lo que nos tiene en vida, los catarros y fluxiones se llevan lo más a menudo a aquellos que mueren antes de su vejez, a lo que están menos sometidos y tienen más larga vida que nosotros, notando uno de sus historiadores —es Illescas— que no hemos tenido ningún rey desde Hugo Capeto que haya llegado a la edad climatérica de los sesenta y tres años. Pero esa razón no es a propósito para juzgar de la corta vida de los demás franceses, porque nuestros reyes de ordinario abrevian su vida con la fatiga de la guerra y el emplear las armas para defensa de sus súbditos, y con el fin de alcanzar una memoria inmortal, preferible a cuatro o cinco años más o menos de una vil y miserable vida perezosa.
La gran sequedad de los españoles, atemperada en nosotros por un humor moderado, y la dureza del cerebro que les hace despreciar el aire libre y los gorrillos, les trae tantas incomodidades como la maja vista, estando consumido el humor cristalino de la pupila y ofuscado por esa quemadura del cerebro, de suerte que no se ve otra cosa por las calles que gentes cargadas de gafas eternas, sos tenidas en la orejas a fin de que los chatos no sean excluidos. A ser sordos creo que también están muy sometidos, viéndose en cantidad los que usan trompetillas o cerbatanas de plata y de marfil, cuyo pequeño extremo puesto en su oreja y el ancho presentado a la boca de aquél que habla con ellos, penetrando por ese medio inteligiblemente en el oído sin que sea necesario gritar tan alto. Tienen también la mayor parte de los dientes cariados, y por consecuencia, el aliento fétido, y no sé de dónde procede la causa. Las escrófulas les afligen mucho, como vemos, y lo peor es la manía con que desahogan fácilmente su estómago; son también débiles e indigestos, en los que la carne se pudre más que se digiere, lo que se conoce en que, no obstante el gran empleo de la pimienta, no dejan de eructar y soltar sus exhalaciones lo que no procede sino de falta de buen calor, como la madera en el fuego no despide humo sino por falta de llama; por eso se ve que la Naturaleza no los ha aventajado tanto en la salud como a nosotros. Por lo demás, dicen que sus costumbres y humores, engendrados de su sequedad, que llaman atrabiliarios, les hacen melancólicos, taciturnos, sabios, prudentes en consejo, graves, severos, religiosos, coléricos, guerreros de consecuencia y pacientes en el trabajo. Y es demasiado.
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