Juan Almirall - Contradicciones de Un Yogui Occidental

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Emprendí un viaje a Israel que me pareció el anuncio de una nueva etapa en mi andadura espiritual. El período que iniciaría tras este viaje llegaría con la fuerza de un huracán y desmantelaría todo lo que creía haber conseguido durante mis años en la Escuela Rosacruz. Debía abandonar la Escuela y aquel confort narcótico que me hacía pensar que había conquistado el pico más alto de mis aspiraciones espirituales. El viaje a Israel fue la clausura de una etapa, la despedida de un mundo del que me iba a alejar irremediablemente.

Cogí el avión en Barcelona, solo, con una mochila que no tuve que facturar. Nunca imaginé que eso me haría parecer sospechoso. Cuando llegué a la puerta de embarque, los encargados de la seguridad del avión saltaron sobre mí. Me hicieron un larguísimo interrogatorio en el que estuve a punto de dar explicaciones hasta por la marca de mis calzoncillos. Un poco humillado, embarqué el último en el avión, bajo la mirada extrañada de los otros pasajeros. Fue la primera y última vez que tuve un problema con los sistemas de seguridad del país. No hubo más interrogatorios ni molestias en el aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv, donde la recepción fue muy correcta. Allí me encontré con mis otros compañeros de viaje, alumnos de la Escuela Rosacruz que tenían una cierta predilección por la Cábala. Desde Tel Aviv viajamos directamente a Jerusalén, donde nos instalamos en un hotel no muy alejado de la ciudad antigua y del Muro. Aquel resto del Muro occidental del segundo Templo fue la experiencia más impresionante del viaje. El resto parecía un recorrido por el parque temático del cristianismo. La Iglesia de la Natividad en Belén, zona dominada por los palestinos; el Jordán, donde me di un baño y me bauticé por primera vez, pues la palabra bautismo procede del griego y significa «sumergirse»; Cafarnaúm, bajo un calor asfixiante; Nazaret; el lago Tiberíades, etc.

Sin embargo, Jerusalén fue algo diferente, había allí un ambiente espiritual que no tenían los otros lugares. El Muro, el Santo Sepulcro y el monte de los Olivos me causaron una honda impresión. El Muro, sin duda, es el corazón de Jerusalén. Está en el monte Moriah, bajo la Explanada de las Mezquitas, donde se encuentra la Cúpula de la Roca que conmemora el ascenso de Mahoma a los cielos. Bajo estos santos lugares del islam se halla el Muro, un poco escondido. Allí, cientos de judíos llegados de todas partes del mundo se dan cita para rezar, los hombres a un lado y las mujeres a otro. El judaísmo es «la religión del Libro». La importancia que tiene el Libro Sagrado para un judío no es equivalente ni para cristianos, ni para musulmanes. A la izquierda del Muro está el túnel de los Asmoneos, donde se pueden ver bibliotecas improvisadas, libros y más libros, comentarios y más comentarios de la Torá. Comentarios legalistas, comentarios históricos, comentarios exegéticos, comentarios esotéricos, etc. Los judíos ortodoxos allí reunidos parecen saber mucho. Esmerados estudiantes de la Ley Sagrada, llevan largas barbas patriarcales, tirabuzones y amplios sombreros negros para cubrirse la cabeza como marca la Ley.

Dos sucesos sorprendentes me dejaron una inquietante impresión del Muro de las Lamentaciones. Había comprado una kipá de terciopelo negro en la visita al monte Sión, así que me la puse y apoyé la frente en el Muro. No lo hacía con ninguna intención particular. Quería sentir en la frente el contacto con aquellas piedras milenarias, en un gesto, por otra parte, muy común en todos los visitantes. Me tomó completamente por sorpresa la percepción de unas corrientes de fuego que descendían desde lo alto del Muro, ríos de fuego, del Fuego de Yahveh que caía por el Muro. Poco después, me introduje en el túnel de los Asmoneos con un grupo de turistas a los que les estaba explicando algo relacionado con los chakras y las costumbres religiosas del judaísmo, cuando me vi interpelado en hebreo por un judío ortodoxo. La kipá y la pasión que ponía en las explicaciones despertó la curiosidad de aquel personaje que, al comprobar que no hablaba hebreo, se marchó corriendo, perdiéndose por las callejuelas de Jerusalén. La experiencia del Muro me dejó muy alterado. Aquella noche no pude pegar ojo y, desde la ventana de la habitación del hotel, lo buscaba y solo pensaba en volver, era como si estuviera poseído por un fuego que me quitaba el sueño y me llamaba desde los restos del Templo.