ÍNDICE
ESCRITORES | ARTÍCULOS |
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Roberto Robert |
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Roberto Robert |
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Roberto Robert |
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Manuel Matoses |
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Eduardo Saco |
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Ángel Avilés |
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Roberto Robert |
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INTRODUCCIÓN
Grande sería mi desengaño, si se me demostrara no ser la ocasión presente la más oportuna para dar a luz el libro de Las Españolas pintadas por los Españoles.
Por mi parte, considero no solo oportuna, sino necesaria, urgente, la publicación de este libro, y creo tener sobra de argumentos en que apoyarme.
Pues qué, ¿no es hora ya de que nos conozcamos? ¿No es hora ya de que las españolas sepan de un modo claro y concreto lo que piensan de ellas los españoles?
Ha cundido entre el bello sexo de mi patria el alarmante rumor de que la generación masculina actual le juzga desacertadamente y tiene formado un concepto muy desfavorable de sus cualidades. Quéjase el bello sexo de que el rumor cunda anónimo; de que no sean concretos los cargos que se le dirigen, y pide que se le digan cara a cara las buenas y las malas cualidades que se le atribuyen. Cierto que en ello tiene razón, y sería género de vileza en nosotros el no dar oídos a las quejosas y a las que piden; pues entre hombres de pro,
a dama que ruega,
ceder es preciso.
Menester es que cada cual sea responsable de sus juicios; menester es que se atienda a las fundadas reclamaciones a que estamos dando motivo; que ya toca a nuestro decoro el satisfacer según es debido a las españolas, mostrando al propio tiempo que al buen pagador no le duelen prendas.
Porque verdaderamente, lo de andar diciendo de palabra en corrillos si las mujeres son así o si son asá, es muy cómodo, porque a nadie compromete; pero no basta decirlo: es necesario probarlo con notoria publicidad por medio de documentos fehacientes, que lleven al pié la firma de quien asevere, y queden depositados en el ministerio de Fomento para todos los efectos imaginables.
Vergüenza es que no se haya podido poner en claro todavía lo que en resumen piensan en España los varones con respecto a las hembras sus compatriotas.
Vivimos en plena confusión, sin regla fija, sin criterio conocido, y para colmo de rubor, parece como que huimos el cuerpo y nos parapetamos detrás de lo absurdo, conservando por toda afirmación las contradictorias del soneto de Lope:
Es la mujer del hombre lo más bueno,
es la mujer del hombre lo más malo.
Esto es indigno de un siglo analítico y quintesenciador como el nuestro.
Y además, todo lo que es objeto del conocimiento humano lo describimos, lo sometemos al juicio; de todo decimos con más o menos acierto cómo es y cómo desearíamos que fuese, y no tememos exponer nuestras teorías a la luz del sol ni lanzarlas a las públicas discusiones.
Solo al tratar del sexo femenino nos apartamos de los procedimientos comunes, y esto, tienen razón ellas, no puede continuar así.
Lo que ellas dicen: «No sabe una cómo gobernarse para ser buena a gusto de esos picaros» (porque, sabadlo, españoles, las españolas nos llaman picaros).
Y dicen más: dicen que no las conocemos poco ni mucho, y que no sabemos cómo son ni cómo querríamos que fuesen.
«Porque (atiendan ustedes a lo que añaden ellas) por qué dicen que las francesas son todas artificio, y luego se quejan de que no sabemos hacernos atractivas como las francesas; ponderan la instrucción de las alemanas, y no nos instruyen a nosotras, ni dejan de llamarnos marisabidillas si mostramos deseos de instruirnos; se dejan cautivar del nimio tocado de la vecina, y truenan contra la esposa si se propone mostrar igual esmero; leen embobados a madama Staël, y nos llaman politiconas si emitimos parecer sobre los negocios públicos; tal hay que admira la libertad de la soltera inglesa, y apenas sale una a la calle sola, ya la mira como mujer de poco más o menos. ¿Qué hemos de hacer, desgraciadas de nosotras, si el hombre, debiendo ser nuestro Mentor es nuestra esfinge, siempre con el problema escrito en la frente y siempre mudo a nuestras preguntas?».
Así suelen decir las españolas en general, y aun he oído decir a una: «La mujer podrá condenarse por su gusto, pero a gusto de ustedes ni condenarse puede».