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Jean-Claude Carrière - Para matar el recuerdo

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Jean-Claude Carrière Para matar el recuerdo

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Primeros tópicos

L os primeros españoles que conocí fueron dos niños de mi edad. Ocurrió el 1 de octubre de 1939, el día en que empezaba el colegio, en Colombières-sur-Orb, mi pueblo natal, al sur de Francia. Hacía un mes que, tras la invasión de Polonia, Francia había declarado la guerra a Alemania. En septiembre había cumplido ocho años. ¿Podíamos saber mis compañeros y yo lo que verdaderamente significaba la palabra «guerra»? No lo creo. Era algo horrible y monstruoso que nuestros padres ya habían conocido. Una especie de juego de batallas para adultos. Nuestras dos profesoras intentaban explicarnos cuáles eran sus causas, intentaban tranquilizarnos, calmarnos. «Nada de eso debe distraer vuestra tarea —decían ellas—. Además, dentro de poco terminará».

Algunos padres ya se habían marchado, movilizados, apenas unos días después de que hubiera comenzado la vendimia. No había sido el caso del mío, ya que lo habían considerado no apto debido a un «estrechamiento de la arteria aorta». Pero mi tío, profesor en otro pueblo, había venido a despedirse dos semanas antes. Y ya llevaba uniforme.

En mi familia, un hermano mayor de mi padre había muerto durante la Primera Guerra Mundial en algún lugar de Turquía. ¿Por qué en Turquía? Nunca lo supimos. Fue enviado allí en un cuerpo expedicionario. Mis abuelos recibieron un día por correo una pequeña caja de metal que contenía su placa, una nota con una firma ilegible y más bien brusca y una bala, la misma —tal y como decía la nota— que había matado a su hijo y de cuya autenticidad siempre dudé. Puede que metieran cualquier bala en aquellos paquetes para ir más rápido.

De vez en cuando, por las tardes, mis abuelos abrían la pequeña caja. Desplegaban el papel, leían la nota y entretenían la bala entre los dedos hasta que cerraban la caja de nuevo, que para mí era como el ataúd de mi tío.

También había muerto un hermano de mi otra abuela y otro hermano suyo había resultado gravemente herido, debido a lo cual se le quedó una pierna rígida y sufrió dolores incesantes el resto de su vida. Éramos una familia campesina seriamente tocada, lo mismo que todas las demás.

Y ahora una nueva guerra. Y contra el mismo país.

Aquella mañana, justo antes de entrar en la clase, cuando cruzaba el umbral de la puerta, una de las profesoras nos anunció que a partir de ese día íbamos a tener dos nuevos compañeros a los que habríamos de acoger con amabilidad. Sí, dos nuevos que no eran del pueblo, que venían de lejos, de otro país. Señaló el camino que subía hasta la escuela y dijo: «Ya está. Ya llegan».

Vimos a dos chicos de nuestra edad con pantalones cortos, las manos vacías, camisas agujeradas y alpargatas medio rotas. Eran dos hermanos. Se llamaban Antonio y Restituto Mesa. Sus padres, de condición modesta, eran republicanos que, huyendo de las tropas de Franco, se habían visto obligados a abandonar España. Agotadas sus fuerzas, sin dinero, acababan de llegar a Francia, país del que nunca más volverían a marcharse.

Una guerra se acababa, otra más comenzaba. Antonio y Restituto, los dos niños perdidos, no tenían nada, ningún material escolar (cuaderno, pluma, goma, lápices), no conocían ni una sola palabra en francés y sin embargo, desde el primer día, tuvieron que inscribirse en un curso de la escuela francesa. Nos miraban sin hablar, extrañados y cansados. Sin duda alguna, hambrientos. Y perdidos.

No recuerdo muy bien cómo recibió el pueblo a la familia Mesa. Creo que todo el mundo lo hizo lo mejor que pudo. Les dotaron de un alojamiento sumario, sin duda un caserío surtido con uno o dos colchones, ropas, verduras, frutas y huevos.

La madre, la señora Mesa —una pequeña mujer rocosa que siempre vestía de negro, muy activa, delgada y con pelos negros en la barbilla, que recolectaba raíces en el campo y luego las cocía—, trabajaba también, haciendo de todo, tanto en las casas como en el campo. Era, tal y como decíamos, una mujer «con coraje». Trabajaba, se suele decir, «a la brava», sin rechistar. Jamás consiguió aprender francés, pero como los del pueblo hablaban habitualmente occitano, el llamado patois, conseguía hacerse entender.

Su marido encontró un trabajo en los ferrocarriles. La guerra iba dejando plazas vacantes.

Supongo que las profesoras se hicieron cargo de los niños y les dieron clases particulares por la tarde. No me acuerdo. También les proporcionaron cuadernos y lápices. Uno o dos años más tarde, ya podían seguir las lecciones casi o igual como nosotros. Antonio se convirtió rápidamente en Antoine. Y al cabo de un tiempo entró también a trabajar en los ferrocarriles.

Restituto, que se convirtió enseguida en Resti, se quedó en el pueblo, conservó su nombre abreviado y a los dieciséis años ingresó en la masonería. Le veía a menudo. Hablaba francés con el acento característico del pueblo. Íbamos juntos a bañarnos, a jugar a la petanca, a pescar. Ninguna frontera infranqueable nos separaba. Éramos compañeros de colegio. Llegó incluso a restaurar mi casa en los años setenta. Manitas y ahorrador, se casó, se marchó del pueblo y regresó para morir, bastante joven, hará unos diez años, poco después de la muerte de su madre.

Su padre, que le sobrevivió, llegó a cumplir los cien años. Antoine, al que llamábamos Toine, se marchó del pueblo y murió el último, en julio de 2010. Supe de su muerte cuando escribía los primeros capítulos de este libro.

Me acuerdo también de otra familia española (o quizá fuera la misma) y de una chica oscura y delgada de unos quince años que se llamaba Anita. ¿Qué fue de ella? No lo sé.

Un año más tarde, en 1940, tras la derrota y la invasión de Francia por las tropas alemanas, recibimos en nuestra pequeña escuela (el pueblo tenía quinientos cincuenta habitantes) a otros dos chicos exiliados. Provenían de Bélgica y hablaban flamenco. No se quedaron mucho tiempo en Colombières, no sé muy bien por qué. Y lejos estaba de sospechar por entonces que tanto los españoles como los flamencos, tiempo atrás, habían sido parte de un mismo imperio, uno de lo más poderosos que la tierra haya podido conocer.

Los flamencos se marcharon pero los españoles se quedaron. A la vuelta de las vacaciones de 1940, por una de esas cosas curiosas de la vida, Antonio y Restituto, cuyos padres habían tenido que abandonar España para huir de las represalias de Franco, aprendieron a cantar con nosotros en la escuela el «Maréchal, nous voilà». Era una canción muy absurda, un homenaje ridículo pero obligatorio dedicado al nuevo jefe de Estado francés, el mariscal Pétain, el «salvador de Francia» y, en breve, el colaborador de los alemanes, los mismos que habían ayudado a Franco a aplastar la joven Segunda República española.

En esa época e incluso en los años que seguirían, durante nuestra infancia y nuestra primera juventud, ¿qué sabíamos de España? Casi nada. Aunque la frontera estuviera a solo doscientos kilómetros, ningún habitante del pueblo había hecho nunca ese viaje. En la colección de libros para niños Cuentos y leyendas de todo el mundo, de la que tenía una decena de volúmenes, no se hablaba de España. Vivíamos en una época sin imágenes. En los periódicos no había fotografías, ni tampoco en las revistas —salvo en las de la peluquería, tal vez— y muy pocas sesiones de cine. Las únicas representaciones del mundo, más allá de las montañas que nos rodeaban, eran las de los tebeos de las Aventuras de Tintín y Milou. Pero ninguno de los ejemplares de Hergé acontecía en España.

Terra incognita.

Me parece que el grueso de mis conocimientos se limitaba a una canción muy popular interpretada por una cantante con acento latino que marcaba mucho las erres. Se llamaba Rina Ketty. A menudo podíamos escuchar la canción en la radio, por lo que no he olvidado la letra:

Je revois les grands sombreros

Et les mantilles,

J’entends les airs de fandangos

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