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José Miguel González López - VOX S. A.

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José Miguel González López VOX S. A.

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Con la frialdad del cirujano y la paciencia del monje, el periodista Miguel González, persona non grata para VOX, disecciona las entrañas de este fenómeno que parece haber surgido de la nada para convertirse en la llave que puede abrir la puerta de La Moncloa tras las próximas elecciones. ¿Quién está detrás de VOX? ¿Cuál es su ideología? ¿Qué estrategia utiliza para penetrar los poderes del Estado? ¿Cómo ha conseguido el apoyo de más de tres millones y medio de españoles? ¿Es una versión asilvestrada del PP o algo cualitativamente diferente? ¿Ha tocado techo? En este libro no encontrará el lector recetas ni etiquetas, pero sí instrumentos para entender a un partido que no solo pretende gobernar las instituciones, sino condicionar la vida cotidiana de los ciudadanos, recortando libertades e imponiendo al conjunto de la sociedad su propia concepción de la moral y de la vida.

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Luz

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Introducción
El nombre de la cosa

3 de diciembre de 2018. Aunque es noche cerrada, no hace el frío habitual de esta época del año. Cientos de jóvenes sentados en el suelo participan en una interminable asamblea en la plaza del Carmen, a las puertas del Ayuntamiento de Granada. Como en las movilizaciones del Movimiento 15-M, siete años atrás, agitan las manos en el aire a modo de aplauso silencioso después de cada intervención. Otra vez están indignados. Pero ahora su rabia no se dirige contra la casta política o la oligarquía económica, sino contra sus propios conciudadanos, que con su voto han resucitado el espectro de su peor pesadilla. En un cartel puede leerse «García Lorca se revuelve en su tumba» (aunque su paradero siga siendo una incógnita).

Convocados a través de las redes sociales, también surgen manifestaciones similares en Sevilla, Córdoba o Cádiz. «¡Fascismo legal, vergüenza nacional!», corean por unas calles que lucen ya la iluminación navideña. Casi ninguno tiene edad de haber vivido el fascismo al que aluden, ni siquiera esa versión paternalista y siniestra que fue la dictadura franquista en su fase terminal. Pero esa mañana se han levantado y han descubierto que, entre sus vecinos, quizá el tendero, el conductor del autobús o su cuñado, hay 396.607 fascistas. Y que esta tierra acogedora, despreocupada y tolerante se ha convertido de un día para otro en un lugar hostil para el forastero y el diferente.

La noche anterior, tras conocerse el resultado de las elecciones andaluzas, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, comparece en Madrid con semblante grave y, en vez de tratar de explicar por qué la fuerza política que surgió de la efervescencia del 15-M ha sufrido su primer batacazo electoral —tres diputados y casi 300.000 votos menos de los que obtuvo en 2015, Izquierda Unida incluida—, lanza una «alerta antifascista». Una llamada «al movimiento feminista, a las organizaciones de trabajadores, a las plataformas de afectados por la hipoteca, a los estudiantes, a los colectivos LGTBI» para que se movilicen «en defensa de las libertades y de la democracia».

Sin embargo, las movilizaciones de esas jornadas, que acaban con varios contenedores quemados y dos detenidos en Cádiz, no podrán impedir que Vox tome posesión de sus 12 escaños en el Parlamento andaluz y, un año después, de 52 en el Congreso de los Diputados.

LA NATURALEZA DEL FASCISMO

En 1944, George Orwell, autor de una de las grandes distopías del siglo XX, se preguntaba aún en plena Segunda Guerra Mundial qué era el fascismo. Tras enumerar las muy variadas respuestas que dieron los encuestados por un instituto de estudios sociales en Estados Unidos y los grupos políticos a los que se ha aplicado el epíteto de fascistas, Orwell admitía la dificultad de encontrar una definición satisfactoria: «Se suele suponer que el fascismo prospera en un ambiente de histeria bélica y solo soluciona sus problemas económicos preparando la guerra o conquistas exteriores, pero eso no es verdad, por ejemplo, en el caso de Portugal o de varias dictaduras latinoamericanas. Del mismo modo, se supone que el antisemitismo es una de las marcas distintivas del fascismo, pero algunos movimientos fascistas no son antisemitas». El escritor británico concluía su reflexión recomendando «usar la palabra con circunspección y no, como se hace usualmente, degradarla al nivel de insulto».

«Es probable que el término fascismo sea el más vago de los términos políticos contemporáneos», reconoce el hispanista estadounidense Stanley G. Payne. «El problema se complica —añade— por el hecho de que mientras la mayor parte de los regímenes y partidos comunistas prefieren llamarse así, la mayoría de los movimientos a los que se suele calificar de fascistas no utilizaban ese término para referirse a sí mismos».

La naturaleza del fascismo es un debate inacabado entre los historiadores. En 1991, Roger Griffin lo definió como un tipo de ideología política cuyo núcleo «radica en que es una forma palingenética El problema radica en que a más de un régimen o partido puede faltarle alguno de esos caracteres. Y no siempre el mismo.

La calificación de los movimientos liderados por Mussolini y Hitler no resulta polémica; las dudas surgen al ampliar el campo de estudio. El control del Estado por parte del partido único que se da en la Italia fascista y la Alemania nazi no se produce en la España franquista: Falange Española, el partido fascista español, no domina al régimen autoritario, sino que es un instrumento del mismo y va perdiendo peso tras la derrota de las potencias del Eje (en 1945, con la intención de lavarse la cara ante los aliados, Franco deroga la norma que hacía obligatorio el saludo fascista). Aunque Falange seguirá contribuyendo al control social a través de sus organizaciones para jóvenes y mujeres (OJE y Sección Femenina) o del sindicato vertical, el franquismo subcontrata la formación ideológica y moral de las masas a la Iglesia católica, con cuya jerarquía sella una alianza durante la Guerra Civil que solo se quebrará en vísperas de la Transición. La pretensión de reeditar el Imperio español, que inflama la retórica de la dictadura en sus primeros años, apenas esconde la patética impotencia de un país sumido en el subdesarrollo y la autarquía.

EL PANORAMA ACTUAL

Del debate histórico y académico se pasa al político cuando se produce lo que el holandés Cas Mudde, uno de los mayores estudiosos del populismo, denomina «la cuarta ola» de la ultraderecha en Europa. El estallido de la crisis financiera de 2008, con la gran depresión económica que la sigue, y la llegada masiva de refugiados de la guerra de Siria en 2015 se sitúan como desencadenantes de la eclosión del llamado «nacionalpopulismo». Partidos ultraderechistas de larga trayectoria, como el Frente Nacional francés (FN) o el Movimiento Social Italiano (MSI), mudan de piel para hacerse más respetables y romper su techo electoral, dando origen a la Agrupación Nacional (RN, por sus siglas en francés, Reassemblement National) o a la Alianza Nacional (AN), mientras que formaciones conservadoras, como la polaca Ley y Justicia o la húngara Fidesz —Unión Cívica Húngara—, se deslizan desde el poder hacia posiciones de extrema derecha.

Otros factores abonan el terreno para el florecimiento de esta corriente política: la nueva revolución tecnológica —que deja obsoletas formas tradicionales de trabajo y obliga a adaptarse al nuevo entorno digital a un ritmo que no todo el mundo es capaz de seguir—, o el envejecimiento de la población, cuya media de edad, según las proyecciones de Eurostat, aumentará en Europa en 4,5 años entre 2019 y 2050, hasta alcanzar los 48,2 años.

Este escenario de temor e incertidumbre coincide, además, con la crisis de los sistemas políticos surgidos en la posguerra europea. La operación Tangentópolis supuso, ya en los años noventa del siglo pasado, la voladura de los partidos tradicionales italianos, carcomidos por la corrupción, mientras que en 2017 un político que acaba de crear su propio partido, Emmanuel Macron, y la ultraderechista Marine Le Pen, hija y heredera del fundador del Frente Nacional, se disputan el Elíseo en la segunda vuelta de las presidenciales francesas. Macron gana, pero Le Pen obtiene el 33,9 % de los votos.

Dos serios avisos de este dramático divorcio entre la población y una clase política endogámica y aislada fueron el rechazo a la Constitución Europea en el referéndum francés de 2005 y la victoria del Brexit en la consulta británica de 2016, cuando los electores votaron lo contrario de lo que recomendaban las élites políticas. En noviembre de ese último año, el triunfo de Donald Trump puso al mando de la primera potencia mundial a un magnate inmobiliario a quien muchos identificaron con el populismo, la extrema derecha, la derecha alternativa o, simplemente, el fascismo. Dos años después, Jair Bolsonaro —un político homófobo y defensor de la dictadura— se hizo con la presidencia de Brasil en medio de un macroescándalo de corrupción que salpicó a todos los partidos. Los efectos de este seísmo alteran el tablero político europeo: la ultraderecha pasa de tener el 1,1 % de los votos en la década de los ochenta del siglo XX, a un 7,5 % de promedio en el periodo 2010-18.

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