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Claude G. Bowers - Mi misión en España

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Claude G. Bowers Mi misión en España
  • Libro:
    Mi misión en España
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1954
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Mi misión en España: resumen, descripción y anotación

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CLAUDE G BOWERS 1878-1958 fue el embajador de Estados Unidos en España desde - photo 1

CLAUDE G. BOWERS (1878-1958) fue el embajador de Estados Unidos en España desde 1933 hasta 1939, lo que le convirtió en un testigo privilegiado de nuestra guerra civil y los años previos a su estallido, experiencias e impresiones que plasmó en esta obra. Posteriormente fue destinado en Santiago de Chile, donde estuvo al frente de la embajada de su país hasta 1953.

Miembro del Partido Demócrata, escribió una docena larga de libros, fundamentalmente de historia de su país, además de sus memorias.

1. Dos presidentes y un ministro

Dos presidentes y un ministro

El primero de junio de 1933 me dirigí a presentar mis cartas credenciales al presidente de la República Española, Alcalá Zamora, acompañado hasta palacio por la Guardia Presidencial, vestida con deslumbrantes uniformes y montando en negros y briosos caballos. Junto a mí se sentaba el introductor de embajadores, López Lago, que aparecía sumido en taciturno silencio y era el único español con el que había de encontrarme que se daba cuenta del sentido popular que posee la figura del hidalgo melancólico. Fui conducido a un gran salón en la planta baja de palacio, donde se hallaban, formando grupos, los miembros del Cuarto Militar del presidente y, destacándose al frente de ellos, un hombre de estatura mediana y porte elegante: Alcalá Zamora. Más bien delgado, sus cabellos y bigotes blancos acentuaban su tez morena, como de gitano, el color rosado de sus mejillas y el fulgor de sus ojos, que daban distinción a su rostro y delataban su ascendencia mora. Los ojos brillaban placenteramente y pude advertir que sonreía con facilidad.

Después de los breves discursos, el suyo y el mío, ambos subrayando los principios fundamentales de la democracia, estrechó calurosamente mi mano y, sonriendo, me invitó a sentarme en un canapé donde tuvimos una conversación, la cual, pese a ser muy corta, me impresionó por las sobresalientes cualidades humanas de aquel hombre. Me había preparado para que Alcalá Zamora me agradase, y nada de lo que vi modificó mi preconcebida impresión. Se había distinguido en el foro de Madrid y, como orador, por ser andaluz, tenía excesiva tendencia a realzar indebidamente el valor de la frase sonora.

Nacido en una pequeña ciudad de la provincia de Córdoba, se había trasladado a Madrid para participar en la vida política de la monarquía, y en más de una ocasión sirvió al rey como ministro. Poco antes del advenimiento de la República se convirtió en militante portavoz de la revuelta republicana. En los agitados días del ocaso de la dinastía figuró como atracción estelar en las manifestaciones revolucionarias, y cuando fracasó el levantamiento de diciembre de 1930 fue llevado a la cárcel. Allí, él y sus colegas recibieron multitud de adhesiones y, literalmente, salió de la prisión para ocupar la presidencia provisional de la República, proclamada desde el balcón central del Ministerio de la Gobernación, situado en la Puerta del Sol, donde los patriotas españoles fueron acribillados por las tropas de Napoleón.

Su repentina conversión al republicanismo despertó cierta suspicacia en cuanto a la profundidad de sus convicciones. Hubo recelos entre los jefes republicanos, que habían sostenido los más duros embates de la batalla durante largos y difíciles años, aunque, igualmente, suscitaba el odio de los monárquicos, que nunca le perdonarían lo que describieron como la «ingratitud» y «deslealtad» de Alcalá Zamora. Antes de que transcurriesen diez días de mi estancia en Madrid, escuché de ambos lados cosas desfavorables referentes a él. «La rata blanca», exclamaba el duque de Alba cuando su nombre era mencionado en la conversación.

Delgado y de mediana estatura, no aparentaba ser un orador revolucionario capaz de dominar a una tumultuosa muchedumbre. Cuidaba meticulosamente la composición de sus discursos a fin de imprimirles calidad literaria. Sentía el amor del andaluz por las palabras y el sentido de la frase propio del artista. Su voz, si bien agradable, carecía de acentos dantonianos y, sin embargo, había sido capaz de conmover a grandes auditorios transmitiendo a la multitud sus propias emociones.

En los comienzos de su gestión presidencial interina apuntaron ya algunas de las futuras complicaciones. Su credo revolucionario tenía limitaciones concretas. Más que ningún otro de los jefes de la revolución, él era un católico ferviente, y apenas comenzada su actuación de gobernante se vio en apuros por la adopción de medidas que afectaban a la religión, favorecidas por la mayoría de las Cortes Constituyentes, con lo cual se agudizaron sus desdichas. Al sucumbir la monarquía, el cardenal Segura, arzobispo de Toledo, rindió flaco servicio a la Iglesia con la violencia de sus ataques a la República. Salvador de Madariaga cree que de haber sido la conducta de este tan moderada como lo fue la del cardenal Vidal y Barraquer, arzobispo de Tarragona, el enconado resentimiento suscitado por el cardenal de Toledo no habría dominado las Cortes Constituyentes como lo hizo. En efecto, no solo separaron a la Iglesia del Estado, sino que disgustaron a los católicos de todo el mundo al prohibir a las órdenes religiosas practicar la enseñanza. Cuando pregunté por qué se hizo tal cosa, se me recordaron los ataques fanáticos del cardenal Segura contra la República y me preguntaron si acaso dudaba de que las órdenes religiosas habrían inculcado en las mentes de los niños el odio a la República. Finalmente, en una tentativa para contener la marea, Alcalá Zamora presentó la dimisión. Azaña intervino ante aquella disensión con un vigoroso discurso y fue elegido su sucesor. Las Cortes prosiguieron su trabajo e incluyeron en la Constitución las disposiciones que provocaron la dimisión de aquel hombre atormentado.

Y después fue elegido presidente de la República.

En el conflicto entre los escrúpulos y la ambición, cedió a esta y finalmente Alcalá Zamora aceptó prestar el solemne juramento que lo obligaba a cumplir leyes que pugnaban con su naturaleza. Entre tanto, su dimisión de la presidencia provisional lo había hecho objeto de sospecha.

Muy pronto, también, perdería la simpatía de la mayor parte de los jefes políticos, tanto de la derecha como de la izquierda. Abogado erudito, con pasión por las polémicas, hábil, incluso brillante, y convencido de su superioridad intelectual, tenía su buena dosis de vanidad. Pronto se le vio intentando sortear las limitaciones constitucionales que le imponía su cargo. Cada vez con más insistencia molestaba a sus ministros con intromisiones en sus programas. La extensión de sus discursos ante el Consejo de Ministros, intentando desviar al Gabinete de sus propósitos, llegó a ser objeto de chismografía en los cafés. Y menos que por el contenido de los mismos, los burlones sonreían ante la duración de las reprimendas y la disposición a tratar a los ministros como a niños de escuela a quienes era necesario instruir.

En aquel tiempo, además, sus maneras no eran precisamente conciliatorias. Su sonrisa condescendiente no le granjeó el aprecio de sus colaboradores. Cuando llegué a Madrid, quedé asombrado ante lo absurdo de las numerosas historias que —divulgadas por quienes no le querían bien— circulaban sobre él. Sus críticos por lo general admitían que era un hombre decente y honesto. Se distinguía por una excepcional capacidad como gobernante y una memoria verdaderamente maravillosa. Era tan meticuloso, que estudiaba hasta los decretos rutinarios de sus ministros, y en semejante concentración sobre los detalles perdió la visión de perspectiva.

A pesar de que tenía oficinas en la planta baja de palacio, declinó vivir allí y continuó residiendo en su propia casa, por cierto, muy cerca de la mía. Su domicilio se diferenciaba de la vivienda privada de cualquier otro ciudadano solamente por la presencia de centinelas en la puerta. Sus amigos atribuían esta actitud a su innata sencillez; sus enemigos, entre ellos los monárquicos, aseguraban al extranjero que era porque le avergonzaba ir a vivir a la casa del rey, a quien había servido y contra quien se había rebelado. La campaña de rumores en su contra se fue extendiendo hasta que pareció quedarse completamente solo.

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