A José Manuel Lechado,
por los viajes que nos quedan
Título original: Los escenarios mágicos de «El silencio de la ciudad blanca»
Rubén Buren, 2017
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
NOTAS
[1] Un pasaje muy conocido que llevó al cine Pedro Lazaga en 1956, con Antonio Prieto y Germán Cobos en el papel de la pareja de guardias civiles encargados de llevar al Sacamantecas desde León, donde fue apresado, a Vitoria. Un viaje de unos cuantos kilómetros donde Fernando Sancho nos muestra el marco dramático de una buena interpretación: el humilde campesino convertido en un despiadado asesino. La novela de Tomás Salvador nos narra ese viaje.
[2] A partir de 1762 se realizó el día 1 de enero, siendo el último juramento el prestado por Nicolás de Urrechu en 1841.
[3] «El soldado inglés es la escoria de la Tierra, se alista por un trago».
[4] Algunos dicen que era su tío, otros que era su primo.
[5] El subgobernador de Colón interceptó el vapor Cicerón, propiedad de Zulueta, con mil ciento cinco esclavos en su interior.
[6] En su discurso de 1870 apeló a los diecinueve siglos de cristianismo para acabar definitivamente con la esclavitud.
De la sinopsis de El silencio de la ciudad blanca:
Una ciudad aterrorizada por el regreso de unos asesinatos rituales. Un experto en perfiles criminales que esconde una tragedia. Un thriller hipnótico cuyas claves descansan en unos misteriosos restos arqueológicos.
Los escenarios mágicos de «El silencio de la ciudad blanca» nos introduce dentro de la arqueología, la mitología y las leyendas de Álava que encontramos en la novela: El silencio de la ciudad blanca.
Rubén Buren
Los escenarios mágicos de «El silencio de la ciudad blanca»
Trilogía de La Ciudad Blanca - 1.5
ePub r1.0
Titivillus 08.11.2017
ÁLAVA, TIERRA DE MISTERIOS
*
Como diría el vitoriano Enrique Echazarra, que ha recopilado decenas de lugares misteriosos por tierras vascas, «el escéptico no niega, simplemente duda». Así nos encontramos con la mitología vasca y, en concreto, con la de Álava. Una tierra de profundas creencias, de noches largas de lluvia, de naturaleza salvaje, de caballeros y monturas, de pasos fronterizos. Un lugar donde las cosas no siempre son lo que parecen.
Este libro trata de dar un paseo, si es posible acompañado, por algunos de los misterios con los que nos podemos topar si recorremos la senda de algún pueblo perdido, de esos que han quedado deshabitados por el éxodo urbanita o por misteriosas plagas y enfermedades.
La ruta de los dólmenes, por ejemplo, nos lleva al pueblo del Sacamantecas, Juan Díaz de Garayo. Hay quien dice que el asesino en serie volvía al dolmen de Aizkomendi, en su pueblo, Egilatz, para recuperarse de las atrocidades que cometía. Como si el monumento le devolviese la cordura. Quizá las cometía privado de su voluntad, y no loco, como luego veremos, sino en un estado de alterada conciencia. Si estamos cansados de la ciudad, podemos airearnos utilizando el pasadizo que José Bonaparte mandó construir para visitar a su amada en el palacio de Montehermoso y buscar algún resto del tesoro español perdido en la huida de los franceses.
El misterio de Ochate, donde se dice que hay contactos reales con el más allá, nos eriza la piel. Al mismo tiempo nos intrigan el enigma de San Vicentejo, que parece ser una oculta construcción templaria, o las particularidades del condado de Treviño, una isla burgalesa en medio de Álava.
Vamos a dar una vuelta por la provincia. Eso sí, si es de día, mejor que mejor.
TREVIÑO Y EL MISTERIO DE SAN VICENTEJO
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Para combatir las exaltaciones de espíritus calenturientos, a los que pareciendo poco el territorio de sus minúsculos estados, querían expansionarlo aumentando a costa de los limítrofes, sacando de sus cretinos cerebros razonamientos que pudieron tener eco en los brumosos tiempos de la Edad Media, me dediqué en mis ratos de ocio a reunir estos apuntes, para defender a Castilla, y en ella a mi querida provincia de Burgos, y a demostrar con ellos al amorfo Euskadi que no tenía por qué retrotraer su frontera hasta el Ebro ni absorber territorios castellanos que, como el Condado de Treviño, nunca fueron vascos.
Este es un extracto del ensayo que, en 1920, escribe don Julián García Sáinz de Baranda sobre el condado de Treviño. Don Julián cita al escritor alavés Becerro de Bengoa, que en su obra El libro de Álava llama «verdadera isla castellana» al famoso condado regado por el río Ayuda y el Somayuda, en las faldas de la cordillera de Zaldiarán.
Con sus veintisiete kilómetros de norte a sur y once de este a oeste, el condado de Treviño aún pertenece administrativamente a Burgos, aunque si lo observamos en el mapa, cual isla, esté enclavado en Álava. Si nos basamos en la historia antigua veremos cómo los autrigones, caristios y várdulos, que poblaban la zona en el siglo II d. C., mantuvieron su lengua y costumbres particulares a pesar de la romanización. Caro Baroja nos comenta que Treviño viene de Trifinium, y defiende que el condado figura dentro de los límites del euskera históricamente hablando. Otros especialistas datan la pérdida de este idioma en la zona a partir de la segunda mitad del siglo XVIII.
El condado de Treviño fue fundado oficialmente en 1161 por el rey de Navarra Sancho VI el Sabio, a raíz del primitivo monasterio de San Fausto levantado en 1068. En 1200 pasa a ser propiedad de Castilla tras la victoria de Alfonso VIII el Noble, el de las Navas de Tolosa, contra el rey navarro Sancho VII el Fuerte. El monarca castellano, guerrero donde los hubiese, asedió Vitoria, Guipúzcoa y el Duranguesado en 1199. Eso hizo que el navarro pactase con los almohades para que atacasen Castilla y Alfonso tuviera que levantar el asedio contra San Fausto, pero no lo logró. Así, Navarra pierde una importante porción de su territorio. Se firma en 1207 una tregua por cinco años en Guadalajara, Navarra no reconoce la pérdida de los territorios, pero su tácita inacción hace que los de Treviño se consoliden como castellanos.
El condado era un lugar de paso. Como en toda la Edad Media, las encrucijadas de caminos, de mercados y comercios fueron floreciendo y aún más si se tenía, como en este caso, una aljama de judíos que manejaran el capital y estructurasen el lugar.
Enrique II, primer rey de la casa de Trastámara, fue de esos monarcas inquietos de la época que traicionaba sus alianzas al mismo tiempo que juraba lealtad. En sus largas batallas acabó trabajando para el rey de Francia, donde consiguió el apoyo para destronar a su hermano Pedro I. Después de muchas carambolas, batallas perdidas, huidas de la cárcel y demás aventuras, fue proclamado rey en Calahorra en 1366. Pero ya debía demasiados favores a nobles y prestamistas y se sentó a resarcir sus deudas pagándolas mediante el reparto de títulos y riquezas. Eso le valió el sobrenombre de el de las Mercedes. Así concedió a Pedro Manrique la villa de Treviño de Uda y sus aldeas, pasando la zona de realengo a señorío. Más tarde, Diego Gómez Manrique, bisnieto del anterior, recibió el título nobiliario de conde de Treviño en 1453. Este Gómez de Treviño resultó ser un gran aficionado a la poesía y al teatro, tanto es así que años más tarde nació en la familia Jorge Manrique, uno de los más grandes poetas del prerrenacimiento español, famoso por su obra