Romain Rolland - Más allá de la contienda
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- Libro:Más allá de la contienda
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1914
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Más allá de la contienda: resumen, descripción y anotación
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Publicado por Romain Rolland el 24 de septiembre de 1914 en el Journal de Genève mientras colaboraba como voluntario en la Cruz Roja, Más allá de la contienda es el manifiesto pacifista más célebre de la Gran Guerra, comparable a Yo acuso de Zola. Este texto excepcional, que instaba a los beligerantes a ganar altura moral y comprender la magnitud de la catástrofe, provocó enseguida numerosas reacciones violentas y rencorosas hacia su autor, tanto entre los franceses como entre los alemanes. La gran lucidez de sus pensamientos de paz y libertad, el ideal de acción no violenta y de comunión entre los pueblos fueron recompensados, sin embargo, al año siguiente con la obtención del premio Nobel de Literatura. «Durante todo el periodo de entreguerras Romain fue la conciencia moral de Europa». Stefan Zweig
Romain Rolland
ePub r1.0
Titivillus 01.03.17
Título original: Au-dessus de la mêlée
Romain Rolland, 1914
Traducción: Carlos Primo
Prólogo: Stefan Zweig
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Stefan Zweig
E l 22 de septiembre de 1914, el Journal de Genève publicó el ensayo Más allá de la contienda. Tras un enfrentamiento preliminar a Gerhart Hauptmann, Rolland publicó esta declaración de guerra al odio, esta piedra fundacional de la invisible iglesia europea. El título, Más allá de la contienda, se ha convertido hoy en una consigna y en un lugar común. Sin embargo, en medio de las peleas discordantes de las facciones, este ensayo fue la primera declaración en poner una nota clara de justicia imperturbable, y trajo consuelo a miles de personas.
Se trata de un texto animado por una emoción extraña y trágica que nos trae ecos de aquellas horas en que incontables miríadas de hombres —entre ellos muchos amigos íntimos de Rolland— se desangraban y morían. Es el brote de un corazón desgarrado, el corazón de un hombre que podría conmover fácilmente al mundo por su heroica determinación de traer claridad a un mundo presa de la locura. Se abre con una oda a los jóvenes luchadores. «¡Oh, heroica juventud del mundo, con qué pródiga alegría viertes tu sangre en la tierra hambrienta! ¡Cuántas cosechas de sacrificios desnudos bajo el sol de este espléndido verano!… Todos vosotros, jóvenes de todas las naciones que lucháis trágicamente por un ideal común, jóvenes hermanos enemigos… ¡qué queridos me resultáis, ahora que vais a morir! ¡De qué modo compensáis nuestro escepticismo, la gozosa apatía en que nos hemos criado, protegiendo con vuestros miasmas nuestra fe, vuestra fe que triunfa a vuestro lado en los campos de batalla!». Pero después de esta oda a los leales, a los que creen estar cumpliendo su más alto deber, Rolland se centra en los líderes intelectuales de las naciones, y les dirige estas palabras: «Teniendo en las manos tales riquezas vivientes, tales tesoros de heroísmo, ¿en qué los habéis gastado? ¿Qué recompensa tendrá la generosa entrega de esta juventud ávida de sacrificio? Yo os lo diré: su recompensa es degollarse unos a otros; su recompensa es la guerra europea». Acusa a los líderes de refugiarse cobardemente detrás de un ídolo al que adoran. Aquellos que no supieron ver su responsabilidad y no pudieron prevenir la guerra son los que la inflaman y la envenenan ahora que ha comenzado. Es una imagen desoladora. En todos los países, nada se salva de la marea. En todos los pueblos encontramos el mismo éxtasis ante la destrucción. «No son sólo las pasiones de las razas las que enfrentan ciegamente a millones de hombres como hormigas y producen escalofríos a los países neutrales. La razón, la fe, la poesía, la ciencia y todas las fuerzas del espíritu han sido movilizadas, y siguen, en cada Estado, el camino trazado por sus ejércitos. Las élites de todos los países proclaman convencidas que la causa de su pueblo es la causa de Dios, de la libertad y del progreso humano». Alude con ironía a los ridículos duelos entre filósofos y científicos, y al fracaso de las autoproclamadas grandes fuerzas internacionalistas de nuestro tiempo, el cristianismo y el socialismo, para mantenerse al margen de la batalla. «¿Debemos concluir que el amor a la patria sólo puede surgir mediante el odio hacia las otras patrias y la masacre de los que las defienden? Hay en esta proposición una lógica ferozmente absurda y una especie de diletantismo neroniano que me repugnan en lo más profundo de mi ser. No, el amor a la patria no reclama que odiemos y asesinemos a las almas piadosas y fieles de las otras patrias. El amor a la patria exige que les rindamos honores e intentemos unirnos a ellas en busca del bien común». Después de analizar la actitud de cristianos y socialistas ante la guerra, continúa: «No había razón alguna para una guerra entre nuestros pueblos de Occidente. A pesar de lo que repite sin cesar una prensa infectada por una minoría interesada en mantener estos odios, yo os digo, hermanos de Francia, hermanos de Inglaterra, hermanos de Alemania, que no nos odiamos. Os conozco y nos conozco. Nuestros pueblos sólo pedían paz y libertad». Lo verdaderamente escandaloso era que, tras el estallido de la guerra, los líderes intelectuales deberían haber preservado la pureza de su pensamiento. Era monstruoso que la inteligencia se dejara esclavizar por las pasiones de una política racial absurda y pueril. Jamás deberíamos olvidar, en medio de la guerra, la unidad esencial de nuestras patrias. «La Humanidad es una sinfonía de grandes almas colectivas. Quien para comprenderla y amarla necesita destruir parte de ella sólo demuestra que es un bárbaro… Los miembros de la élite europea tenemos que preocuparnos por dos ciudades: una es nuestra patria terrestre y la otra es la ciudad de Dios. Somos los huéspedes de la primera, y los constructores de la segunda… Nuestro deber es construir una muralla cada vez más grande, por encima de la injusticia y los odios de las naciones; una muralla que proteja la unión de las almas fraternales y libres del mundo entero». Esta fe en un ideal noble planea como una gaviota sobre este océano de sangre. Rolland es consciente de que es poco probable que sus palabras se escuchen por encima del clamor de treinta millones de guerreros. «Sé que no hay muchas esperanzas de que estos pensamientos sean escuchados en nuestros días… Por otra parte, no hablo para convencer a nadie. Hablo para aliviar mi conciencia, y sé que al mismo tiempo aliviaré la de miles de hombres que, en todos los países, no pueden hablar. O no se atreven». Como siempre, Rolland se pone del lado del débil, de la minoría. Su voz es cada vez más fuerte, porque sabe que habla en nombre de la multitud silenciosa.
Romain Rolland
U n gran pueblo asaltado por la guerra no debe defender únicamente sus fronteras, sino también su razón. Hay que salvarla de las alucinaciones, de las injusticias y de las estupideces desencadenadas por esta plaga. A cada cual su oficio: el de los ejércitos es proteger el suelo de la patria, pero el de los hombres de pensamiento es, como su nombre indica, defender su pensamiento. No cabe duda de que si el pensamiento se pone al servicio de las pasiones nacionales puede convertirse en un instrumento útil para ellas, pero también se corre el riesgo de traicionar al espíritu, que no es una parte menos importante del patrimonio de dicho pueblo. Algún día, la Historia pasará factura a cada una de las naciones en guerra, y pondrá en su balanza la suma de sus errores, mentiras y odiosas locuras. Cuando ese día llegue, ¡intentemos que la parte que nos corresponde sea ligera!
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