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Monia Ouni - El romanticismo

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Monia Ouni El romanticismo
  • Libro:
    El romanticismo
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2017
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El romanticismo: resumen, descripción y anotación

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CARACTERÍSTICAS
La historia de una palabra y de un movimiento

El término «romántico» se toma del inglés romantic y, en origen, designa un paisaje organizado de una forma libre e interesante, que impresiona a la imaginación y que merece ser pintado. En Las ensoñaciones del paseante solitario, Rousseau lo utiliza de esta manera: «Las orillas del lago de Biel son más románticas que las del lago de Ginebra». No obstante, la palabra se emplea sobre todo con el sentido de «romanesco», en referencia a algunos rasgos de las novelas o romances de la época: lo inverosímil, el sentimentalismo, la nostalgia, la fantasía, el misterio… De esta manera, en 1789, el Diccionario de la Academia Francesa indica que el adjetivo «romántico» se aplica a «lugares y paisajes que traen a la imaginación las descripciones de los poemas y de las novelas». Por lo tanto, se utiliza como antónimo del adjetivo «clásico». Así, poco a poco, se encamina hacia el efecto que produce sobre la sensibilidad. Por su parte, el término «romanticismo» aparece en 1813, después de que Madame de Staël (1766-1817) publique su obra Alemania 1810-1813).

Cabe distinguir tres generaciones de escritores románticos franceses:

  • la primera, de 1800 a 1820, ve cómo nace el romanticismo tras las desilusiones que provoca la Revolución francesa. Se trata de aristócratas que asisten al desmoronamiento de la sociedad del Antiguo Régimen, en el que algunos han perdido muchos de sus privilegios. El primero en expresar el malestar que experimenta su generación es Chateaubriand en René en 1802;
  • la segunda, de 1820 a 1830, reivindica la libertad tanto en el plano artístico —rompiendo con la tradición clásica— como en el plano político —llegando a llamar a las revueltas sociales—. Lamartine, Vigny y Musset son los representantes más ilustres, aunque es Victor Hugo el auténtico jefe de filas. Estos escritores se reúnen en salones literarios alrededor de Charles Nodier (1780-1844) primero y de Victor Hugo a continuación para organizar el movimiento. Entonces, se multiplican los manifiestos para afirmar la ambición romántica. Aunque los escritores románticos de segunda generación renuevan todos los géneros literarios y logran influir en la política de su época, lo cierto es que son víctimas de una terrible desilusión tras la Revolución de 1830;
  • para acabar, la tercera, de 1830 a 1840, reúne a los escritores apodados a veces petits romantiques («pequeños románticos») en Francia. Está representada por autores como Gérard de Nerval (1808-1855) y Téophile Gauthier (1811-1872), que abandonan las exigencias sociales para limitarse a una revolución artística.

En 1848, la instauración del Segundo Imperio marca el final del romanticismo y el paso al realismo.

El mal del siglo y la afirmación del «yo»

La juventud romántica está inscrita en el centro de una época particularmente agitada y sufre una nueva enfermedad: una especie de melancolía histórica bautizada «el mal del siglo». Musset, en las primeras páginas de su La confesión de un hijo del siglo (1836), describe especialmente bien este sentimiento que lo oprime:

«Tres elementos constituían la vida que entonces se ofrecía a los jóvenes: tras ellos un pasado destruido para siempre… con todos los fósiles de los siglos del absolutismo; frente a ellos la aurora de un inmenso horizonte, las primeras claridades del futuro; y entre estos dos mundos… algo parecido al océano que separa el viejo continente de la joven América, un no sé qué de vago flotante, un mar turbulento y lleno de naufragios […]» (Tollinchi 1989, 320).

Con la sensación de que los actos heroicos forman parte del pasado y de que las aspiraciones personales están reprimidas por la sociedad, las antiguas ambiciones dejan sitio al vacío y a la preocupación en la mente de los escritores. Los protagonistas románticos están torturados, son frágiles, y están insatisfechos y enfermos de melancolía, tal y como le ocurre al Werther de Goethe o al Stello de Vigny (Stello, 1832). Estos personajes, a los que les cuesta encontrar su lugar en la sociedad, intentan escapar de la mediocridad de la vida real. Entonces, se refugian en la soledad de los largos paseos contemplativos, en la espiritualidad o en el amor, que a la vez se considera un principio divino de comunión con el otro y una fuerza de oposición a las leyes sociales.

En paralelo, el yo se catapulta al primer plano. Los escritores reafirman su subjetividad y se vuelven a centrar sobre ellos mismos, lo que les permite explorar su interior, sus sentimientos y sus propias particularidades. Se dice adiós a la razón, a la universalidad, a la objetividad… El sentimiento se erige como valor.

La naturaleza, que se considera un refugio, se convierte en un lugar privilegiado para experimentar con el yo y con lo divino. La escena del paseo en solitario es un clásico del género. La comunión con la naturaleza permite que el protagonista medite y profundice en sus conocimientos sobre sí mismo. Los paisajes son el espejo del alma y las tormentas y las tempestades, que reflejan los tormentos interiores, se describen de una forma exaltada. La necesidad de evasión de los escritores románticos también los lleva hacia el exotismo, lo que genera nuevos temas. Así, la literatura romántica explora regiones desconocidas o representa épocas pasadas, con un gusto particular por la Edad Media y sus misterios.

Géricault Théodore La balsa de la Medusa 1819 óleo sobre lienzo 491 716 - photo 1

Géricault, Théodore, La balsa de la Medusa, 1819, óleo sobre lienzo, 491 × 716 cm, París, Museo del Louvre. Este cuadro, considerado el manifiesto del romanticismo pictórico, se inspira de un suceso y representa el naufragio de la Medusa en un mar agitado que refleja el interior de los personajes, solos y desamparados.

El lirismo poético

La ola romántica llega a todos los géneros artísticos y la poesía, que se presta especialmente bien a la exaltación del yo, no es una excepción. En 1820, las Meditaciones poéticas de Lamartine estimulan la poesía francesa y le aportan un soplo de aire fresco. El lirismo que salpica esta obra influye profundamente a toda la literatura romántica y, en particular, al género poético: este se convierte en lugar perfecto para expresar los sentimientos del poeta, que se expresa en primera persona del singular para transmitir su sensibilidad exacerbada, su malestar y su dolor. Los temas del paso del tiempo, la melancolía, la tempestad o la naturaleza están omnipresentes, tal y como vemos ya en los primeros versos de El lago de Lamartine:

«Así, siempre empujados hacia nuevas orillas,
en la noche sin fin que no tiene retorno,
¿no podremos jamás en el mar de los tiempos
echar ancla algún día?» (Lamartine 1820, citado en Font 1997, 71).

En el plano formal, se asiste a la rehabilitación de géneros poéticos antiguos, como la balada, mientras que Victor Hugo libera a la poesía de sus limitaciones que provienen del clasicismo, dislocando «a ese gran necio del alejandrino», tal y como declara en Las contemplaciones (1856).

Además, al poeta se le atribuye una misión: dado que él se considera un ser excepcional, se erige como profeta y cree estar destinado a guiar al pueblo. Al amparo de Victor Hugo, los escritores románticos entran entonces en política o se sitúan como intermediarios entre Dios y el hombre. Estos visionarios son a veces unos incomprendidos e, incluso, son odiados por su incapacidad para someterse al aspecto material del mundo y a las normas de la sociedad.

Surgen otro tipo de escritos que también ponen de relieve el «yo»: la autobiografía, las memorias y el diario íntimo. El libro Memorias de ultratumba (1848-1850) de Chateaubriand es uno de los muchos ejemplos. También se publican ensayos críticos en los que se abordan temas serios desde la perspectiva de la subjetividad. A partir de ese momento, el autor ya no intenta desaparecer de su texto, tal y como exigía el rigor científico de la Ilustración. Al contrario: se entusiasma en un deseo de transmitir sus profundas convicciones, como Madame de Staël en De la literatura (1800) y en Alemania (1814).

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