aprendiendo a cuidar su cuerpo.
Nota del editor
La llamada neuroeducación es un constructo reciente derivado de una sugerente combinación de sociopedagogía, neuropsicología, neurología, neurobiología y otras neurociencias, todo ello enfocado a la mejora de los procesos cognitivos. Es, por tanto, una ciencia emergente, que nos abre la expectativa de entender cómo aprende el cerebro y la gran esperanza de lograr que la escuela sea un espacio de plena inclusión, donde todas las personas desarrollen al máximo su potencial.
Con esa misma esperanza de mejora de la enseñanza y del aprendizaje, recibimos las propuestas de neurociencia aplicada a la educación. La Biblioteca de Innovación Educativa se interesa por identificar y presentar nuevas propuestas neuroeducativas que puedan generar cambios profundos en la enseñanza y el aprendizaje. Pero lo hace con un sano escepticismo, consciente del estado todavía preliminar del conocimiento del cerebro humano.
En efecto, estamos lejos de conocer cómo aprende el cerebro, y se necesita mucha prudencia ante el anuncio de los nuevos “neuroelixires” de veneno de serpiente, especialmente si prometen cambios rápidos y radicales –recordemos que educar lleva su tiempo– y si existen intereses económicos detrás. En torno a la neurociencia ha surgido una gran industria de entrenamiento cerebral, y es necesario filtrar con rigor las propuestas con base científica de las que sirven a intereses espurios.
La escuela recoge con avidez las novedades, pero no siempre lo hace desde una cultura de búsqueda de evidencias, de modo que no es difícil encontrar en las aulas propuestas catalogadas como neuromitos por investigadores de prestigio. Los estudios muestran que los neuromitos sobre el cerebro y el aprendizaje están muy extendidos en el ámbito educativo. En este sentido, Félix Pardo explica que “es habitual encontrar entre los maestros y profesores adhesiones a propuestas pedagógicas que confirman sus prejuicios y creencias, sin haber comprobado su validez con sus alumnos.”
Nos parece que esta obra de Tomás Ortiz incorpora la humildad y el esceptismo necesarios para acercarse a la neuroeducación. Frente a la avalancha de propuestas comerciales de entrenamiento cognitivo que llaman a las puertas de la escuela, sin base experimental y con grandes intereses económicos, el método HERVAT aporta un acercamiento pragmático –asumiendo las limitaciones de la experimentación– y una vocación de gratuidad total de las aportaciones.
El programa presentado en este libro es, ante todo, una hipótesis de trabajo que busca evidencias de confirmación o refutación por vía experimental, con el fin de aprovechar los descubrimientos neurocientíficos en el desarrollo de la memoria, la atención y el aprendizaje. En la práctica, se basa en la generación de hábitos saludables que buscan la mejora de los procesos neurofisiológicos y de los estados atencionales. El propio autor explica en las consideraciones finales que su propuesta es solo un primer paso que necesita más investigación: “el afianzamiento del programa neuroeducativo HERVAT en el contexto educativo necesita mucho más tiempo de aplicación y muchas investigaciones para poder dar una respuesta científica lo suficientemente robusta como para poder incluirlo en los sistemas de enseñanza de forma segura y eficaz.”
Sin duda se incluyen en el programa propuestas controvertidas, como la de la hidratación, sobre la que existe una fuerte polémica en la literatura científica. Pero eso no significa que haya una respuesta definitiva; por ejemplo, existen publicaciones indexadas que correlacionan el consumo de agua en niños y la mejora en algunas funciones ejecutivas del cerebro. Lo mismo ocurre con la alimentación, el ejercicio físico o el equilibrio. En ciencia no hay nada definitivo y todo debe someterse a un proceso de falsación. Como sostenía Popper, lo que caracteriza a la ciencia no es la posesión de verdades irrefutables, sino la búsqueda desinteresada e incesante de la verdad.
Tomemos, por tanto, esta sugerente propuesta, con todas las cautelas necesarias, no como un listado de conclusiones cerradas, sino como una hipótesis en proceso de prueba experimental, inspirada en la neurociencia y avalada por la observación en el contexto del aula.
Prólogo
La neurología se ha puesto de moda y han aparecido múltiples usos retóricos del prefijo “neuro”: neuroeconomía, neuromarketing, neuropolítica, neuroética, y, por supuesto, neuroeducación. Esta última aplicación parece muy razonable. Existe la convicción generalizada de que el mejor conocimiento del cerebro puede mejorar los métodos de enseñanza y de aprendizaje de la misma manera que el conocimiento de la fisiología del ejercicio físico ha aumentado la eficacia de los entrenamientos y el rendimiento de los atletas. Al fin y al cabo, la educación tiene como último objetivo ayudar a cada alumno a cambiar su propio cerebro.
Sin embargo, el interés por la neurociencia del aprendizaje ha dado lugar a una bibliografía amplísima, pero desigual. Como ha escrito Bruer, “los libros sobre la «educación basada en el cerebro» constituyen un género literario que proporciona una mezcla popular de hechos, falsas interpretaciones y especulaciones. No es el buen camino para presentar la ciencia del aprendizaje” .
No se trata solo de un género literario. Ha aparecido una floreciente industria del entrenamiento mental ( brain-training industry ) que mueve más de mil millones de dólares en Estados Unidos. Mediante programas informáticos, promete mejorar la inteligencia, aumentar la memoria, resolver problemas de déficit de atención e hiperactividad, prevenir el alzhéimer, mantener la eficiencia cognitiva en la vejez, etc. A pesar del éxito comercial, se han disparado algunas alarmas.
. Esta disparidad de opiniones nos exige ser cautelosos desde el mundo de la educación respecto de esas propuestas milagrosas. La neurociencia nos ofrece sin duda grandes posibilidades, pero necesitamos una colaboración rigurosa entre neurocientíficos y educadores, y no un “corta y pega” con ocasión o sin ella, como se hace frecuentemente.
En ese deseable camino de cooperación se mueve el presente libro, que tiene para mí cuatro atractivos: es riguroso, es optimista, es humilde y es práctico. Es riguroso porque aprovecha información científica de calidad. Es optimista porque la neurología es una ciencia optimista: cada descubrimiento nos revela nuevas posibilidades de la inteligencia humana. Es humilde porque reconoce que, como, dijo hace años Kathleen Madigan, “no podemos ir de la neurociencia al aula porque no sabemos bastante neurociencia”. Y es práctico: “El objetivo mayor de este libro –escribe Ortiz– es lograr que neurocientíficos, padres y educadores se entiendan mejor, tengan unas mismas fuentes de estudio, adopten un mismo vocabulario, compartan metas educativas consideradas deseables por todos y que, particularmente los padres y los maestros, coincidan en un mismo sistema de enseñar y de formar a nuestros niños y adolescentes; en definitiva, contribuir a mejorar nuestros sistemas de enseñanza a la luz de los nuevos conocimientos de la neurociencia”.
Estamos en un momento de confusión pedagógica y carecemos de las herramientas necesarias para resolver los colosales problemas con que nos enfrentamos. Multitud de voces hablan de que los sistemas educativos actuales están agotados, de que tenemos que reinventar, redefinir, revisitar, rediseñarlo todo, pero no se pasa de los buenos deseos. Creo que necesitamos una “superciencia” de la educación que aproveche el conocimiento de las restantes ciencias y les ponga deberes. No digo esto por petulancia profesional, sino porque la educación es la fuerza evolutiva que ha dado lugar a nuestra especie.