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Peter Debry - Epitafio Para Todas

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Peter Debry Epitafio Para Todas
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    Epitafio Para Todas
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    Editorial Bruguera, S.A.
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PETER DEBRY

EPITAFIO

PARA TODAS

Colección

LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 26

Publicación semanal

Aparece los VIERNES

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EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA - BOGOTÁ - BUENOS AIRES - CARACAS - MÉXICO

Depósito Legal B 47.972 - 1970

Impreso en España - Printed in Spain

a edición: febrero, 1971

© PETER DEBRY - 1971

sobre la parte literaria

© MARTI RIPOLL - 1971

sobre la cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2, Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Mora la Nueva, 2 - Barcelona - 1971

Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la Imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia


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21— La piel de la serpiente. Glenn Parrish.

— Yo, Lázaro. Curtis Garland .

—Las lunas de Yac. Peter Debry.

— El agujero en el universo. Glenn Parrish.

— Ballet cósmico. Curtís Garland.


CAPÍTULO PRIMERO

Cyr Flambert, miembro destacado de la Orden de los Arietes, y leal ciudadano del Dominio del Hombre, se removió en su saco de dormir tendido en el suelo de muelle y limpísimo plástico.

Medio despierto oyó los rumores indicando para él que empezaba la mañana. Los raspantes ruidos de las cancelas en ventanas y puertas, al irse embutiendo en los huecos de las murallas del Fortín de los Arietes.

Y antes de que abriese los ojos acudieron a sus labios, sin el menor esfuerzo, las normas de todo buen ariete:

—«Es propio y conveniente que gobierne Logis Kan. Es propio y conveniente que los arietes sirvan a Logis Kan. Y mientras así sea todo irá bien, hasta el fin de los tiempos.»

Nunca se había apartado de estas normas desde que a los seis años quedó decidido que llegaría a ser un hermano de la Orden de los Arietes.

Y apenas lo fue todos sus días empezaban con la repetición de aquellas normas.

Una de las que al principio le costó aceptar era la que equivalía para él a un epitafio por lo que al amor se refería:

«Todo ariete luchador considerará prohibido el amor. Porque el amor y las mujeres debilitan la fuerza del luchador.»

Los barrotes de las cancelas encajaron en sus ranuras y, al instante, las primeras luces del alba penetraron por las rendijas abiertas en lo alto, a los lados.

Cyr Flambert tiritó en el insuficiente aislamiento de su saco y despertó del todo, recordando al instante la importancia de aquel nuevo día.

Era jornada de batalla.

El aire sopló con progresiva fuerza y frialdad desde los acondicionadores. Cyr Flambert se deslizó fuera de su saco doblándolo, desinflándolo hasta convertirlo en un pequeño paquete que ocuparía un bolsillo interior de su capa.

Cronometrada cada acción por la costumbre de trece años, desabrochó su cinto pistolera, sacó el arma, y colocó el cinto y el saco de dormir en el armario que contenía su uniforme meticulosamente doblado.

Maquinalmente abrió la pistola, comprobando su carga, y de nuevo la montó, cerrando su mecanismo a prueba de agua.

Jornada de batalla.

Con creciente júbilo, Flambert fue realizando cada detalle de la rutina mañanera. Su cuerpo funcionaba como el perfecto aparato que era, mientras su mente iba despertando gradualmente para el nuevo día.

Pensó vagamente en los ciudadanos comunes, remoloneando en sus camas. En los profesores de Logis, preparándose para sus clases. Pensó también vagamente en su propia Marca de Francia, el escudo que defender.

Pensaba en todo ello vagamente debido a haber dedicado la mitad de la noche a la meditación del conveniente plan de batalla.

Su mirada recorrió la desnuda estancia. Se irguió consternado.

El ariete Curtís seguía en su saco de dormir, desperezándose y bostezando con amplitud.

Aquel bostezo era casi una indecencia.

La boca de Flambert se abrió primero a efectos del inmenso asombro y después para decir ásperamente:

—¡Jorn ada de batalla, hermano!

Cortésmente, sin la menor vergüenza, replicó Curtís:

—¿Y qué tal te pilló?

Fríamente expuso Flambert:

—Despierto. Y listo para una buena muerte si esto es lo propio y conveniente... O preparado para una vida decente y decorosa si hoy la suerte me depara vencer sin morir.

El marciano Curtís parecía totalmente permeable a las recriminaciones contenidas en las frases de Flambert, pero abandonó su saco para empezar a desinflarlo.

Preguntó despreocupado:

—¿Cuánto falta para la ducha?

—Segundos. Tal vez unos veinte o treinta.

El marciano entró en acción con una velocidad que en otras circunstancias hubiera sido digna de admiración.

Pero Flambert le contemplaba con desagrado, mientras el ariete Curtís corría al armario empotrado, embutiendo dentro el saco, el cinto, y la puerta del armario se cerró con estrépito, disponiendo Curtís apenas de un segundo para sellar el mecanismo a prueba de agua.

Las lumbreras del techo se abrieron y las mangas de riego rociaron hacia abajo y en vaivén por todos los compartimentos de la extensa sala.

Una fría cascada de agua chasqueó contra los cuerpos desnudos, azotando los tres tabiques de cada compartimento, y fluyendo por los desagües del suelo.

Cyr Flambert contemplaba devotamente los latigazos líquidos, mientras al primer impacto del chorro tocó su pistola con los labios en muda prueba de fidelidad al jefe.

Al segundo impacto, la pistola tocó su pecho en muestra de fidelidad al curador, y al último, su frente, con reverente temor, en dedicación al gobernante, al emperador.

Las aberturas del techo se cerraron y ráfagas de aire cálido secaron los cuerpos.

Cyr Flambert fue revistiendo las prendas de su uniforme. Calzas hasta medio torso sujetas por tirantes flexibles, blusón, botas, casco y capa.

Enfundó la pistola, ciñéndose el cinto. Un gongo resonó y Flambert fue a recoger, en el montacargas, los dos tazones de humeante alimento concentrado.

A través de la abierta puerta del otro compartimento, interpeló Curtís:

—Hermano, ¿hay otros marcianos entre nosotros?

—Que yo sepa, no. ¿Por qué deseas saberlo?

—Me agradaría. A un hombre le gusta estar entre los de su propio pueblo cuando toca batallar.

—Estás entre tu propio pueblo. Todos somos hermanos.

—Pero yo soy un recién llegado entre vosotros. Mis hermanos aquí me son desconocidos.

—Pronto fraternizarás en la batalla. Un luchador armado que pelee a tu lado ya no será un desconocido.

—Esto sería si salgo hoy con vida. Y de todos modos, mañana ya no estaré aquí.

—¿Dónde, entonces?

—De regreso a Marte.

—Pero, ¿y esto cómo puede ser posible? Los arietes nacidos en Marte luchan a favor de las Marcas de la Tierra. Los arietes nacidos en la Tierra luchan a favor de la Marca de Marte. Esto es lo adecuado y conveniente.

—Tal vez sea así, hermano. No lo discuto. Pero un mensaje de mi padre desde nuestro hogar, dice que nuestra Marca ha solicitado que le permitan disponer de todos los luchadores nacidos en Marte, y yo soy uno de ellos.

—Tu Marca es la Marca de Francia —rebatió Flambert, ásperamente—. Y además, ¿qué clase de conversación es ésta? ¿Por qué un ariete habla de sí mismo como si fuera un hombre? ¡Somos una clase especial! ¿Y cómo osas pensar en tu propio pueblo cuando perteneces a una sola comunidad que es la de tus hermanos de armas?

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