De vuelta en homicidios, el inspector desliza las notas de la entrevista dentro de la carpeta del caso H88013 y luego mete la carpeta debajo de la de Roy Johnson, en el escritorio del teniente administrativo, que se ha ido y ha vuelto en el turno de ocho a cuatro. Las buenas noticias antes que las malas. Entonces Pellegrini le da las llaves de su Cavalier a un hombre del turno de cuatro a doce y se va a casa. Es un poco más tarde de las 19:00.
Cuatro horas después ha vuelto para el turno de medianoche, revoloteando como una polilla alrededor del piloto rojo de la máquina de café. Pellegrini se lleva una taza entera a la sala de la brigada, donde Landsman empieza a jugar con él.
—Qué tal, Phyllis —dice el inspector jefe.
—Qué tal, jefe.
—Tu caso está parado, ¿verdad?
—¿Mi caso?
—Sí.
—¿A qué caso te refieres?
—Al nuevo —dice Landsman—. El de la calle Gold.
—Bueno —dice Pellegrini, con las palabras emergiendo lentamente de su boca—, estoy listo para arrestar al culpable.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Mmm —dice Landsman, echando el humo de su cigarrillo contra la pantalla de la televisión.
—Sólo hay un problema.
—¿Qué problema? —dice el inspector jefe, sonriendo.
—No sé quién es el culpable.
Landsman se ríe hasta que el humo del cigarrillo le hace toser.
—No te preocupes, Tom —dice al final—. El caso se resolverá.
Este es el trabajo:
Te sientas detrás de un escritorio metálico fabricado para el Gobierno en el sexto de los diez pisos de una reluciente trampa mortal de armazón de acero con mala ventilación, un aire acondicionado disfuncional y tanto amianto flotando en el aire que con él se podría forrar el traje del mismísimo diablo. Comes el especial de pizza de 2,50 dólares y fiambre italiano con extra de picante de Marco's, en la calle Exeter, mientras miras reposiciones de Hawai 5-0 en la televisión comunal de diecinueve pulgadas con la imagen distorsionada. Respondes al teléfono al segundo o tercer balido porque Baltimore renunció a su sistema telefónico de AT&T como medida de reducción de gasto, y los nuevos terminales no suenan, sino que emiten sonidos metálicos semejantes a balidos de oveja. Si el que llama es el operador de la policía, anotas una dirección, la hora y el número de unidad del operador en un trozo de papel o en el reverso de un recibo de una casa de empeños.
Entonces o negocias para conseguirlas o suplicas que te entreguen las llaves de uno de la media docena de Chevrolet Cavaliers sin distintivos, recoges tu pistola, una libreta, una linterna y un par de guantes de goma y conduces hasta la dirección correcta, donde, con toda probabilidad, un policía de uniforme estará en pie junto a un cuerpo humano cada vez más frío.
Contemplas ese cuerpo. Miras ese cuerpo como si fuera algún tipo de obra de arte abstracta, lo miras desde todos los puntos de vista concebibles en busca de significados o texturas ocultas. ¿Por qué, te preguntas, está este cuerpo aquí? ¿Qué omitió el artista en este cuadro? ¿Qué es lo que incluyó? ¿En qué pensaba el artista? ¿Qué diablos no encaja en este cuadro?
Buscas la causa. ¿Sobredosis? ¿Ataque al corazón? ¿Heridas de bala? ¿Cortes? ¿Se hizo esas heridas en la mano izquierda al intentar defenderse? ¿Joyas? ¿Cartera? ¿Los bolsillos vueltos del revés? ¿Rigor mortis? ¿Moratones? ¿Por qué hay un rastro de sangre con gotas dispersas en un reguero que se aleja del cuerpo?
Caminas por los bordes de la escena del crimen buscando balas disparadas, casquillos o restos de sangre. Haces que un agente de uniforme peine las casas o negocios cercanos, o, si quieres hacerlo bien, vas puerta a puerta tú mismo haciendo las preguntas que a los de uniforme jamás se les ocurriría hacer.
Entonces utilizas todo lo que tienes en el arsenal con la esperanza de que algo —cualquier cosa— funcione. Los técnicos del laboratorio forense recuperan armas, balas y casquillos para sus comparaciones balísticas. Si estás bajo techo, haces que los técnicos tomen huellas de las puertas y los pomos, de los muebles y de todos los utensilios. Examinas el cuerpo y lo que lo rodea en busca de cabellos o fibras, a ver si una vez, aunque sea por casualidad, el laboratorio de pruebas es capaz de resolver un caso. Buscas señales de alteraciones, cualquier cosa que parezca no encajar con su entorno. Si algo te sorprende—una funda de almohada suelta, una lata de cerveza vacía—, ordenas que un técnico lo recoja y se lo lleve también a control de pruebas. Entonces pides que los técnicos midan todas las distancias clave y fotografíen toda la escena del crimen desde todos los ángulos. Dibujas un esbozo de la escena del crimen en tu propia libreta, usando un crudo monigote hecho con palos para representar a la víctima, y apuntando la situación original de todos los muebles y de todas las pruebas recuperadas.
Asumiendo que los uniformes, al llegar a la escena, fueran lo bastante listos como para agarrar a cuantas personas anduvieran cerca y enviarlas a la comisaría, luego tienes que regresar a tu oficina y volcar tanta psicología callejera como seas capaz de reunir sobre la gente que descubrió el cuerpo. Haces lo mismo con unos pocos más que conocían a la víctima, compartían una habitación alquilada con la víctima, habían contratado a la víctima o se habían peleado, hecho el amor o fumado droga con la víctima. ¿Mienten? Por supuesto que mienten. Todo el mundo miente. ¿Mienten más de lo habitual? Probablemente. ¿Por qué mienten? ¿Se adaptan sus medias verdades a lo que sabes de la escena del crimen o te están soltando un cuento chino? ¿A quién deberías gritarle primero? ¿A quién deberías gritarle más fuerte? ¿A quién hay que amenazar con acusarle de cómplice del asesinato? ¿Quién se va a llevar el discurso de que va a salir de esa sala o como testigo o como sospechoso? ¿A quién se le ofrece la excusa —la Salida—, la insinuación de que ese pobre bastardo se merecía que lo mataran, de que cualquiera en su situación lo habría matado, de que lo mataron porque los provocó, de que no querían hacerlo y la pistola se disparó accidentalmente, de que dispararon en defensa propia?
Si todo va bien, encierras a alguien esa misma noche. Si no va tan bien, coges lo que sabes y corres con ello en la dirección más prometedora, removiendo algunos pocos hechos sueltos más con la esperanza de que algo ceda. Si no cede nada, esperas unas pocas semanas a que el laboratorio te dé un positivo en los análisis balísticos o de fibras o de semen. Cuando los análisis de laboratorio vuelven negativos, esperas a que suene el teléfono. Y cuando el teléfono no suena, dejas que se muera una pequeña parte de ti. Entonces vuelves a tu escritorio y esperas otra llamada del operador, que más tarde o más temprano te va a enviar a mirar otro cuerpo. Porque en una ciudad con doscientos cuarenta asesinatos al año, siempre hay otro cuerpo.
La televisión nos ha dado el mito de la caza frenética, de la persecución a toda velocidad, pero en realidad no existe nada así; de lo contrario, al Cavalier le saltaría una biela al cabo de una docena de manzanas y te encontrarías rellenando un formulario 95, que presentarías a tu oficial al mando explicándole por qué habías causado la muerte prematura de un cuatro cilindros propiedad de la ciudad. Y no hay peleas a puñetazo limpio ni tiroteos: los días gloriosos en que se podía tumbar a alguien cuando se acudía a solucionar una disputa doméstica o en los que se disparaba un tiro o dos en algún atraco a alguna gasolinera terminaron cuando dejaste la patrulla y fuiste al centro de la ciudad. Los policías encargados de los asesinatos siempre llegan allí después de que los cuerpos hayan caído, y cuando un inspector de homicidios sale de la oficina, tiene que esforzarse para no dejarse su pistola en el cajón superior derecho de su mesa. Y, desde luego, no hay momentos totalmente perfectos en los que un inspector, siendo un asombroso científico con sobrenaturales poderes de observación, se inclina para ver mejor un fragmento manchado de alfombra, saca de él una fibra característica de pelo cobrizo caucasiano, reúne a sus sospechosos en un salón exquisitamente amueblado para inmediatamente decirles que el caso está resuelto. Lo cierto es que quedan muy pocos salones exquisitamente amueblados en Baltimore, e incluso, si quedasen más, los mejores inspectores de homicidios admitirán que en noventa de cada cien casos lo que salva la investigación es la abrumadora predisposición del asesino a la incompetencia o, cuando menos, al error garrafal.