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David Simon - Homicidio. Un año en las calles de la muerte

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David Simon Homicidio. Un año en las calles de la muerte
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    Homicidio. Un año en las calles de la muerte
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Homicidio. Un año en las calles de la muerte: resumen, descripción y anotación

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No es mucho, y Pellegrini puede leer los pensamientos de su inspector jefe: tres negros vestidos de negro, una descripción que reduce la lista de sospechosos a la mitad de la población de toda la puta ciudad. Landsman asiente sin mucha convicción, y Pellegrini cruza la calle Gold, caminando con cuidado para evitar las placas de hielo que cubren buena parte de la intersección. A estas alturas ya es primera hora de la mañana, las dos y media, y la temperatura está muy por debajo de cero. Un viento frío golpea al inspector en el centro de la calzada, a pesar de su abrigo. Al otro lado de la calle Etting se han reunido los vecinos para ver qué pasa, hombres jóvenes y adolescentes dejándose ver y esforzándose por captar lo máximo de aquel inesperado espectáculo, todos tratando de ver el rostro del muerto al otro lado de la calle. Se intercambian chistes e historias, pero hasta el más joven de todos ellos sabe cómo desviar la mirada y quedarse callado en cuanto un uniforme le hace una pregunta. No hay ningún buen motivo para comportarse de otra manera, pues en media hora el muerto estará en una mesa para uno, en el pincha y corta del forense, en la calle Penn; los hombres del oeste de la ciudad estarán enfriando el café con sus cucharillas en el 7-Eleven de la calle Monroe, y los traficantes seguirán vendiendo cápsulas azules en este cruce, dejado de la mano de Dios, de Gold y Etting. Nada de lo que se diga ahora va a cambiar eso.
El grupo ve a Pellegrini cruzar la calle y lo joden con la mirada, de una forma que sólo los chavales de esquina del lado oeste saben hacer, mientras camina hacia unos escalones de entrada a una casa, los sube y llama a una puerta de madera con tres golpes rápidos. Mientras espera respuesta, el inspector mira cómo un destartalado Buick circula hacia el oeste por Gold, avanzando lentamente hacia él y luego alejándose con la misma parsimonia. Las luces de freno se encienden durante un instante cuando el coche se acerca a las luces de policía al otro lado de la calle. Pellegrini se vuelve para ver cómo el Buick se aleja unas cuantas manzanas más hacia el oeste, hasta las esquinas de la calle Brunt, donde una pequeña banda de corredores y captadores ha vuelto al trabajo, vendiendo heroína y cocaína a la mínima distancia respetable de la escena del crimen. Las luces traseras del Buick vuelven a encenderse, y una figura solitaria se escurre desde una esquina y se inclina hacia la ventana del conductor. El negocio es el negocio, y el mercado de la calle Gold no se detiene por nadie, y mucho menos por un traficante muerto en una esquina.
Pellegrini llama otra vez y se acerca más a la puerta para escuchar si hay movimiento dentro. Del piso de arriba llega un sonido apagado. El detective exhala lentamente y llama otra vez, lo que hace aparecer a una joven en una ventana del segundo piso de la casa adosada de al lado.
—Eh, hola —dice Pellegrini—. Departamento de policía.
—Ajá.
—¿Sabe usted si Katherine Thompson vive aquí al lado?
—Sí, así es.
—¿Está en casa?
—Supongo.
Los porrazos a la puerta encuentran al fin respuesta cuando se enciende una luz en el piso de arriba, donde una ventana de guillotina se abre súbita y violentamente. Una mujer corpulenta de mediana edad —totalmente vestida, observa el policía— saca cabeza y hombros más allá de la repisa y mira abajo hacia Pellegrini.
—¿Quién diablos llama a mi puerta a estas horas de la noche?
—¿Señora Thompson?
—Sí.
—Policía.
—¿Poooliiicía?
Por el amor de Dios, piensa Pellegrini, ¿qué otra cosa podría ser un hombre blanco con una gabardina pasada la medianoche en la calle Gold? Saca la placa y la muestra hacia la ventana.
—¿Puedo hablar con usted un momento?
—No, no puede —dice, expidiendo las palabras con un tono cantarín y hablando lo bastante lento y fuerte como para que la oiga la gente al otro lado de la calle—. No tengo nada que decirle. Todo el mundo intentando dormir, y usted va y aporrea mi puerta a estas horas.
—¿Estaba usted durmiendo?
—No tengo por qué contarle qué estaba haciendo.
—Necesito hablar con usted sobre el asesinato.
—Pues bueno, no tengo ni una maldita cosa que decirle.
—Ha muerto una persona…
—Lo sé.
—Lo estamos investigando.
—¿Y?
Tom Pellegrini reprime un deseo casi incontenible de ver a aquella mujer arrastrada hasta una furgoneta de la policía y rebotando dentro sobre todos y cada uno de los baches que hay desde allí hasta la comisaría. Sin embargo, mira con severidad el rostro de la mujer y pronuncia sus últimas palabras en un tono lacónico que sólo deja entrever cansancio.
—Puedo volver luego con una citación judicial.
—Entonces vuelva luego con su maldita citación. ¿Cómo se atreve a venir a estas horas de la noche a decirme que tengo que hablar con usted cuando a mí no me da la gana?.
Pellegrini baja los escalones de la entrada y mira hacia el resplandor azul de las luces de emergencia. La furgoneta de la morgue, una Dodge con ventanas tintadas, acaba de detenerse junto a la acera, pero todos los chicos de todas las esquinas están mirando ahora al otro lado de la calle, mirando cómo aquella mujer le deja perfectamente claro a un inspector de policía que bajo ninguna circunstancia es una testigo viva de un asesinato por drogas.
—Es su barrio.
—Sí, desde luego —dice ella, cerrando de golpe la ventana.
Pellegrini niega con la cabeza y luego cruza de vuelta la calle. Llega a tiempo para ver cómo el equipo de la furgoneta de la morgue gira el cuerpo. De un bolsillo de la chaqueta sale un reloj de pulsera y unas llaves. Del bolsillo de atrás de los pantalones sale un carnet. Newsome, Rudolph Michael, varón, negro, fecha de nacimiento 3/5/61, dirección 2900 Allendale.
Landsman se quita los guantes de goma blancos, los tira en la alcantarilla y mira a su inspector.
—¿Ha habido suerte? —pregunta.
—No —dice Pellegrini.
Landsman se encoge de hombros.
—Me alegra que hayas sido tú quien se ha llevado este.
El cincelado rostro de Pellegrini se agrieta con una pequeña y breve sonrisa, aceptando la declaración de fe de su sargento como el premio de consolación que es. Aunque lleva menos de dos años en homicidios, se suele considerar a Tom Pellegrini el más trabajador de la brigada de cinco inspectores del inspector jefe Jay Landsman. Y eso es lo que importa, porque ambos hombres saben que el decimotercer homicidio en Baltimore de 1988, que les ha sido adjudicado durante la segunda parte del turno de medianoche en la esquina de Gold y Etting, es más fino que el papel de fumar: un asesinato por drogas sin testigos oculares, sin motivo específico y sin sospechosos. Quizá la única persona en Baltimore a la que el caso hubiera interesado mínimamente es a la que están metiendo en esos momentos en una bolsa. El hermano de Rudy Newsome identificará el cuerpo más tarde, por la mañana, frente a las puertas de un frigorífico delante de la sala de autopsias, pero tras ello la familia del chico ofrecerá poco más. El periódico matutino no dedicará ni una línea al asesinato. El barrio, o lo que queda de él a la altura del cruce de Gold con Etting, seguirá con su vida. El oeste de Baltimore es la patria de esa falta menor que se llama homicidio.
Aunque eso no quiere decir que alguno de los hombres de la brigada de Landsman no fuera a remover una o dos veces el asesinato de Rudy Newsome. Un departamento de policía se alimenta de sus propias estadísticas, y el porcentaje de resolución de homicidios —cualquier porcentaje de resolución— siempre le gana a un inspector un poco de tiempo en el tribunal y unas cuantas felicitaciones. Pero Pellegrini juega por mucho más que eso: es un inspector que sigue en la fase de demostrarse cosas a sí mismo, que está hambriento de experiencias y todavía no está quemado por el día a día. Landsman ha visto cómo construía investigaciones sobre asesinatos en los que parecía que no podía averiguarse nada. El caso Green, de las viviendas sociales de Lafayette Court. O ese asesinato frente a Odell en la avenida North, en el que Pellegrini peinó una y otra vez un callejón que parecía bombardeado, pateando basura hasta que encontró un casquillo del .38 que cerró el caso. Para Landsman, lo sorprendente es que Tom Pellegrini, un policía con diez años de experiencia en el cuerpo, llegara a homicidios directamente del equipo de seguridad del Ayuntamiento sólo semanas después de que el alcalde se convirtiera en el favorito para ganar arrolladoramente las primarias demócratas a gobernador del estado. Fue un nombramiento político, simple y llanamente, entregado por el comisionado de policía por los servicios prestados, como si el propio gobernador hubiera ungido la cabeza de Pellegrini con aceite. Todo el mundo en homicidios asumió que el nuevo tardaría unos tres meses en demostrarse un absoluto estorbo.
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