—Bueno —dice Pellegrini, apretándose detrás del volante de un Chevy Cavalier sin distintivos—. De momento, es lo que hay.
Landsman se ríe.
—Este no va a poder ser, Tom.
Pellegrini le devuelve una mirada que Landsman ignora. El Cavalier deja atrás manzana tras manzana de casas adosadas del gueto, recorriendo la avenida Druid Hill hasta que cruza el bulevar Martin Luther King y el distrito Oeste da paso al vacío del centro de la ciudad a primera hora de la mañana. El frío los mantiene a cubierto; han desaparecido hasta los borrachos de los bancos de la calle Howard. Pellegrini frena antes de todos los semáforos, hasta que llega a uno rojo en el cruce de Lexington y Calvert, a unas pocas manzanas de la comisaría, donde una puta solitaria, claramente un travestí, gesticula furtivamente hacia el coche desde el portal de una oficina de la esquina. Landsman se ríe. Pellegrini se pregunta cómo queda alguna prostituta en la ciudad de Baltimore que no sepa lo que significa un Chevy Cavalier con una antena de dos metros en el trasero.
—Mira ese bonito hijo de puta —dice Landsman—. Para y vamos a cachondearnos un poco.
El coche avanza por la intersección y se detiene junto a la acera. Landsman baja la ventanilla del pasajero. La cara de la puta es dura, una cara de hombre.
—¡Eh, caballero!
La puta aparta la mirada con rabia.
—¡Eh, señor! —grita Landsman.
—No soy ningún señor —dice la puta, caminando de vuelta a su esquina.
—Caballero, ¿podría decirme qué hora es?
—¡Que te jodan!
Landsman se ríe malévolamente. Pellegrini sabe que cualquier día su inspector jefe dirá algo demasiado inconveniente a alguien demasiado importante y la mitad de la brigada se tendrá que pasar semanas escribiendo informes como castigo.
—Creo que has herido sus sentimientos.
—Bueno —dice Landsman, riéndose todavía—, no era mi intención.
Unos pocos minutos más tarde, los dos hombres aparcan marcha atrás en el segundo piso del garaje de la comisaría. Al final de la página en la que ha registrado los detalles de la muerte de Rudy Newsome, Pellegrini apunta el número de la plaza de parquin y el kilometraje que marca el cuentakilómetros, y luego rodea con un círculo ambas cifras. En esta ciudad asesinatos los hay a cientos, pero no quiera Dios que olvides escribir el kilometraje correcto en el informe de actividad o, peor todavía, que olvides anotar la plaza de aparcamiento en la que has dejado el coche, y el siguiente que tenga que cogerlo se pase quince minutos recorriendo el garaje de la comisaría, intentando adivinar cuál de los Chevy Cavalier arrancará con la llave que tiene en la mano.
Pellegrini sigue a Landsman por el garaje y a través de una puerta de metal por un pasillo donde están los ascensores. Landsman pulsa el botón del ascensor.
—Me pregunto qué habrá sacado Fahlteich de Gatehouse Drive.
—¿Eso fue un asesinato? —pregunta Pellegrini.
—Sí. Al menos sonaba a asesinato por la radio.
El ascensor se eleva lentamente y abre sus puertas frente a otro pasillo similar al que han dejado, con suelo de linóleo encerado y paredes de color azul hospital, y Pellegrini sigue a su sargento por él. Desde dentro de la pecera —la sala insonorizada con paredes de metal y cristal en la que los testigos esperan hasta ser interrogados— llega el sonido de chicas riéndose suavemente.
Ave Maria. He aquí testigos del asesinato de Fahlteich al otro lado de la ciudad, testigos vivos y coleando traídos por los dioses desde la escena del decimocuarto asesinato del nuevo año. ¡Qué diablos!, piensa Pellegrini, al menos alguien en la brigada ha tenido un poco de suerte esta noche.
Las voces de la pecera quedan atrás conforme los dos hombres siguen caminando por el largo pasillo. Justo antes de doblar la esquina y entrar en la sala de la brigada, Pellegrini mira hacia la puerta lateral de la pecera y distingue en el interior el brillo naranja de la brasa de un cigarrillo y la silueta de una mujer sentada cerca de la puerta. Ve un rostro duro, rasgos como de mármol marrón, una mirada que sólo ofrece experimentado desprecio. Y un cuerpo espectacular: buenos pechos, buenas piernas, minifalda amarilla. Alguien le habría entrado ya si no fuera por su actitud amenazadora.
Confundiendo este repaso casual con una auténtica oportunidad, la chica sale de la pecera hasta el límite de la oficina y llama suavemente en el marco de metal.
—¿Puedo hacer una llamada?
—¿A quién quiere llamar?
—A alguien que me venga a buscar.
—No, ahora no. Cuando termine su entrevista.
—¿Y quién me va a llevar a casa?
—Un policía de uniforme.
—Llevo aquí una hora —dice, cruzando las piernas en el umbral. La mujer tiene el rostro de un camionero, pero está echando el resto. A Pellegrini no le impresiona. Puede ver cómo Landsman le sonríe con malicia desde el otro lado de la oficina.
—Iremos con usted tan rápido como sea posible.
Abandonando toda esperanza de seducción, la mujer se marcha y vuelve con su amiga al sofá de vinilo verde de la pecera, cruza las piernas de nuevo y enciende otro cigarrillo.
La mujer está aquí porque tuvo la mala suerte de alojarse en unos apartamentos con jardín de Gatehouse Drive donde un traficante jamaicano llamado Carrington Brown recibió a un compatriota llamado Roy Johnson. Hablaron un poco, se lanzaron una serie de acusaciones con cantarín acento de las Indias Occidentales y luego se liaron a tiros el uno con el otro.
Dick Fahlteich, un veterano bajito y calvo de la brigada de Landsman, recibió la llamada minutos después de que el operador enviase a Pellegrini y a su inspector jefe a la calle Gold. Llegó y se encontró a Roy Johnson muerto en la sala de estar con más de una docena de heridas de bala que lo habían alcanzado en casi todos los puntos concebibles. Su anfitrión, Carrington Brown, iba de camino a urgencias del Hospital Universitario con cuatro heridas de bala en el pecho. Había agujeros de bala en las paredes, agujeros de bala en los muebles, casquillos de automáticas del calibre .380 y mujeres histéricas chillando dentro del apartamento. Fahlteich y dos técnicos del laboratorio forense se iban a pasar las siguientes cinco horas sacando y clasificando pruebas de aquel lugar.
Eso dejaba a Landsman y Pellegrini la labor de interrogar a los testigos que habían enviado a comisaría. Sus entrevistas empiezan de forma bastante razonable y ordenada; por turnos, los inspectores escoltan a cada testigo a una oficina distinta, rellenan una ficha y escriben una declaración de varias páginas para que el testigo la lea y la firme. Es un trabajo rutinario y repetitivo. Sólo durante el último año, Pellegrini debe de haber interrogado a un par de cientos de testigos, la mayoría de ellos unos mentirosos, y todos hostiles.
Una media hora después, el proceso entra abruptamente en su segunda fase, mucho más intensiva, cuando un Landsman furioso lanza una declaración de cuatro páginas al suelo de uno de los despachos del fondo, golpea con la palma de la mano el escritorio y le grita a la chica de la minifalda amarilla que es una mentirosa, una drogadicta y que se quite de su vista inmediatamente. Bueno, piensa Pellegrini, que lo escucha desde el otro extremo del pasillo, Landsman no ha tardado nada en ponerse manos a la obra.
—ERES UNA ZORRA MENTIROSA —grita Landsman, estrellando la puerta contra el tope de goma—. ¿ES QUE TE CREES QUE SOY IDIOTA? ¿ME TOMAS POR UN PUTO IMBÉCIL?
—¿Cuándo he mentido yo?
—¡Lárgate de aquí! ¡Voy a presentar cargos!
—¿Cargos por qué?
La cara de Landsman se contorsiona en una expresión de pura rabia.
—¿TE CREES QUE TODO ESTO ES UNA GILIPOLLEZ, VERDAD?
La chica no dice nada.