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América Jova - Memorias de América

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América Jova Memorias de América
  • Libro:
    Memorias de América
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  • Año:
    2017
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Memorias de América: resumen, descripción y anotación

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Con una larga e intensa vida a sus espaldas, América Jova no es solo «la madre de Alaska», es también una mujer luchadora de mente abierta que en ningún momento ha renunciado a su libertad. Cuando salió de la Cuba prerrevolucionaria, dejó atrás una familia acomodada para emprender un azaroso periplo, un viaje sin billete de vuelta que la llevó hasta un México alegre donde nacería su única hija. Se casó en dos ocasiones, entregándose en cada relación como si fuese la definitiva. Esa valentía fue también la que la empujó hasta una España gris que acabó coloreando la Movida madrileña que ella misma amadrinó. Su hija Olvido y su querido yerno, Mario Vaquerizo, son dos de los principales personajes de estas Memorias de América, en las que la autora desvela la parte más íntima de la infancia y la adolescencia de quien fue reina de la Movida y es hoy una artista consagrada, Alaska.

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Dedico este libro con todo mi cariño

a quienes me han ayudado a hacerlo posible.

A mi hija Olvido, a Mario; a Olga Adeva,

Paco Aguado y Julián Goza Lozano.

1

LA FAMILIA DE «SHIRLEY TEMPLE»

Soy la hija única del matrimonio formado por Julio Jova Pichardo y María Caridad Godoy Cuebas, cubanos los dos. Mi padre nació en Cienfuegos, una ciudad preciosa del sur que ahora es Patrimonio de la Humanidad; y mi mamá, en Santiago de Cuba, la segunda capital en importancia de la isla.

Los dos lugares están separados por más de seiscientos kilómetros de distancia, y si ellos llegaron a conocerse fue porque mi papá, que era ingeniero de caminos, estuvo trabajando con Obras Públicas en la construcción de la carretera central que acababa justo en ese Santiago, adonde también le llevaría su destino.

Su primer encuentro, justo cuando se enamoraron, fue en la finca de mi abuelo materno, La Carolina, donde se cultivaba la caña de azúcar y donde mi mamá pasaba las vacaciones con toda su familia. El lugar estaba muy cerquita de la Sierra Maestra y de otra plantación que también tenían los padres de Fidel Castro, que por eso conocía muy bien la zona cuando muchos años después se subió allá a preparar la Revolución.

El de mis papás fue un noviazgo corto, entre otras cosas porque, para lo que era costumbre en Cuba, ya eran muy mayores para casarse. Ella, que nació en 1895, tenía exactamente treinta y dos años, dos menos que él, cuando celebraron con prisa la boda en La Habana, adonde habían destinado a mi padre y donde yo acabaría viniendo al mundo un par de años más tarde.

No sé si mi abuelo materno, Felipe Godoy Herbert, vino desde España o desde Francia, solo sé que llegó siendo muy joven con una fortuna considerable y acompañado por un tutor francés llamado monsieur Marisí. Ignoro si se escribe así el apellido de aquel señor, por lo que me limito a transcribirlo con la pronunciación que siempre escuché a mi mamá. La verdad es que nunca presté mucha atención a lo que ella me contaba sobre el misterioso origen del abuelo, y ahora me arrepiento.

Por el lado del apellido Herbert conservamos un ejemplar de la novela El hombre que ríe, de Victor Hugo, en el que mi madre anotó «tío de papá» al lado de la descripción de un tal Felipe Herbert, vizconde de Cardiff y Montgomery y conde de Pembroke.

Con el apellido Godoy hay mayor incógnita. ¿Era mi abuelo un nieto o un hijo ilegítimo que Manuel Godoy —el que fuera primer ministro del rey Carlos IV— tuvo en el exilio francés? ¿Por qué llega a Cuba con tanto dinero y un tutor de esa nacionalidad que, por cierto, decía haber sido amigo de Victor Hugo?

Fuera como fuera, lo que me alcanza a saber de verdad sobre su vida es solo el tiempo que siguió a su matrimonio con mi abuela y que fue testigo directo de la guerra de la Independencia con España en 1898.

Yo apenas le conocí, pero mi mamá, que tampoco tenía recuerdos de aquella época tan decisiva de la historia de Cuba, me contó que el abuelo abrió, solo por capricho, una zapatería en el mismo centro de Santiago. Y como tenía mucho dinero, durante el conflicto bélico les regalaba botas tanto a los soldados españoles como a los cubanos, sin decantarse por ningún bando. Así fue como, llevándose bien con todos, evitó no solo que alguien se metiera con él y con su familia, sino también mantener sus propiedades en unos años tan complicados.

El abuelo Felipe invirtió su fortuna en comprar una finca. En ella cultivaba caña, que recogían las cuadrillas de haitianos que contrataba y que se la vendía a los ingenios, las fábricas donde se le sacaba el azúcar. Así que él se limitaba únicamente a cobrar la cosecha de cada año.

Se casó muy joven y tuvo dos hijos de ese primer matrimonio: un varón que murió al poco tiempo y una hembra llamada Lucía, que se crio como una hermana más en la familia que el abuelo formó después, ya con cuarenta años, viudo y en segundas nupcias, con mi abuela materna, Belén de las Cuebas.

Ella sí que era cubana de nacimiento, con toda seguridad, aunque creo que descendía del estado mexicano de Yucatán, porque siempre hablaba de unas primas que tenía allá. Acababa de cumplir los trece años cuando conoció y se casó con mi abuelo, que, como ya digo, a esas alturas era cuarentón. Tuvieron nueve hijos, de los que uno murió asesinado por asuntos amorosos. Y a mi abuelo le afectó tanto aquello que se recluyó para siempre en la finca y nunca más abandonó el lugar, ni siquiera para ir a Santiago.

A mi abuela Belén, en cambio, sí que la conocí bien, porque estuve con ella hasta que salí de Cuba. Era una mujer encantadora, gordita pero muy guapa para lo que gustaba en su tiempo. En las fotos en las que sale con sus hijos mayores casi todos parecen de su edad, de tan joven como los tuvo. De mi abuelo, por desgracia, no tengo ningún retrato que sirva para hacerme una idea de cómo era, salvo uno muy borroso que me regaló una prima.

Contando con la fortuna de su marido, la abuela gastaba mucho dinero en alhajas porque le gustaba ir siempre muy enjoyada. Y tenía también muchos sirvientes, porque no le interesaba la cocina ni nada que hubiera que hacer en la casa, una costumbre que heredó mi mamá. Cuando murió Felipe Godoy, en la misma finca La Carolina de donde no volvió a salir tras la tragedia, todo quedó en manos de ella. Pero la herencia duró poco. Se dejó de cultivar la caña, así que con ese ritmo de vida y sin ingresos la mujer tuvo que ir vendiendo, a la fuerza, todas las propiedades hasta que se quedó sin patrimonio y se mudó a vivir a La Habana, a una casa frente al palacio presidencial.

UNA MAMÁ CON CLASE Y UN PAPÁ CON CANOTIER

Cuando era chiquita, la abuela Belén pasaba totalmente de mí. Por entonces su favorita era mi prima Lalá, de la que luego hablaré. Pero ya de mayor, cuando volvimos a reencontrarnos, fui yo quien más se ocupó de ella. Le compraba desde la ropa hasta sus alhajitas, que le seguían gustando muchísimo, aunque fueran mucho peores y más baratas de las que llegó a disfrutar en los tiempos de las vacas gordas. Incluso de muy viejita, todos los días se vestía de encajes, se llenaba de anillos y de colgantes de bisutería y se sentaba en el salón de la casa como si fuera una reina.

Ni ella ni sus hijos tuvieron mucha suerte después de haber vivido tan a lo grande, aunque también es cierto que, más o menos, casi todos supieron salir adelante. Y es que tanto mi mamá como sus otros ocho hermanos recibieron una educación exquisita. Todos hablaban varios idiomas y aprendieron música hasta el punto de que dominaban el violín, el piano y el canto gracias a las lecciones que tomaron desde niños con profesores particulares que iban a su casa, sobre todo con aquel tutor que heredaron del abuelo Felipe, monsieur Marisí.

Por eso mi tía Belén llegó a ser directora del Conservatorio Internacional de Música de Santiago. Se tuvo que poner a trabajar cuando su marido murió arrollado por un tranvía de la compañía de la que era directivo. Viuda, sin hijos y casi sin medios, le ayudó a salir adelante una amiga que pertenecía a la familia Bacardí, los fabricantes del famoso ron, que tenían un gran poder en Santiago. Fue ella la que la recomendó como directora del conservatorio.

Por su parte, la tía Carmen comenzó a impartir clases de música en el colegio de las Dominicas Francesas, también cuando la familia se quedó sin dinero. Como era tan buena en lo suyo, años después llegó a ser directora de la Ópera de La Flabana. En principio le dieron la dirección del coro, pero ascendió para sustituir al maestro Chonca, que, oliéndose la escabechina, se fue de Cuba cuando llegó Fidel. Otro de los hermanos de mi madre, Luis, se marchó a París y acabó como pianista de un trío que trabajaba en Maxim’s, el famoso restaurante. Se anunciaba con el nombre artístico de Luis Gody, no Godoy.

Mi mamá también tocaba el piano, aunque nunca se dedicó a ello profesionalmente. Caridad Godoy era una mujer muy especial. Había aprendido inglés en la universidad de Kingston, en Jamaica, adonde se fue un año con otro de sus hermanos, en un tiempo en el que no era normal que las mujeres salieran a estudiar fuera.

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