A comienzos de enero de 1956, Adorno anotó dos reflexiones sobre los sueños que demuestran el especial interés que tenía al respecto: «Ciertas experiencias oníricas me permiten suponer que el individuo vive su propia muerte como catástrofe cósmica». Y: «Nuestros sueños no sólo están vinculados entre sí en cuanto “nuestros”, sino que forman también un continuo, pertenecen a un mundo unitario, lo mismo, por ejemplo, que todos los relatos de Kafka transcurren en “lo mismo”. Pero cuanto más estrechamente conectados entre sí están los sueños o se repiten, tanto más grande es el peligro de que ya no podamos distinguirlos de la realidad».
El reconocimiento de la importancia de la conexión motívica de sus sueños le sugirió la idea de escoger algunos de ellos para su publicación. Esta selección no apareció en vida de Adorno, y Rolf Tiedemann la incorporó al vigésimo volumen de las Obras completas. No obstante, a la gran cantidad de sueños conservados en cuadernos de notas hay que unir los recogidos en un fajo transcrito por Gretel con fidelidad de diplomático.
El presente volumen viene, pues, a completar los sueños publicados con las transcripciones conservadas en soporte mecanográfico.
Theodor W. Adorno
Sueños
ePub r1.0
Titivillus 14.03.16
Título original: Traumprotokolle
Theodor W. Adorno, 2005
Traducción: Alfredo Brotons
Edición: Christoph Gödde y Henri Lonitz
Epílogo: Jan Philipp Reemtsma
Diseño de cubierta: RAG
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
El sueño es negro como la muerte
Theodor W. Adorno
THEODOR LUDWIG WIESENGRUND ADORNO (11 de septiembre de 1903, Fráncfort, Alemania - 6 de agosto de 1969, Viège, Suiza) fue un filósofo alemán que también escribió sobre sociología, comunicología, psicología y musicología. Se le considera uno de los máximos representantes de la Escuela de Fráncfort y de la teoría crítica de inspiración marxista.
Sueños
Frankfurt, enero de 1934
En el sueño yo viajaba con G. en un autobús grande y muy cómodo que bajaba desde Pontresina a la Baja Engadina. El autobús iba bastante lleno y no faltaban los conocidos: la muy viajada delineante P. y un viejo catedrático de ingeniería industrial junto con su esposa se encontraban entre ellos. Pero el viaje no discurría por la carretera de la Engadina, sino que se dirigía hacia mi lugar de nacimiento: entre Königstein y Kronberg. En una amplia curva, el autobús se salió por la derecha y una de las ruedas delanteras quedó suspendida sobre una zanja durante un tiempo que a mí me pareció muy largo. «Esto ya me lo sé yo», dijo la muy viajada delineante en el tono de quien sabe de lo que habla, «iremos así aún durante un rato, y luego el autobús volcará y nadie saldrá con vida». En aquel mismo momento, el vehículo cayó. De repente, volví en mí, de pie delante de G., ambos indemnes. Me sentí llorar al decir: «Me habría gustado tanto seguir viviendo contigo». Sólo entonces me di cuenta de que mi cuerpo estaba completamente aplastado. Con la muerte me desperté.
Oxford, 9 de junio de 1936
Sueño: Agathe se me apareció y dijo con voz muy triste: «Antes, querido, siempre te decía que tras la muerte nos volveríamos a ver. Hoy sólo puedo decirte: No lo sé».
Oxford, 10 de marzo de 1937
Yo me encontraba en París sin blanca, pero quería visitar un burdel especialmente elegante, la Maison Drouot (en realidad, el Hôtel Drouot es la casa de subastas de antigüedades más famosa). Le pedí a Friedel que me prestara dinero: 200 francos. Para mi gran sorpresa, me los dio, pero diciendo: te los doy, pero sólo por lo bien que dan de comer en la Maison Drouot. De hecho, en el bar de allí me zampé, sin ver a una sola chica, un filete de ternera que me gustó tanto que me olvidé de todo lo demás. Se acompañaba de una salsa blanca.
Otro sueño, de la misma noche pero antes, se refería a Agathe. Ella dijo: «Querido, no te enfades conmigo, pero si yo tuviera dos táleros de verdad, daría a cambio toda la música de Schubert».
Londres, 1937 (mientras trabajaba en el Ensayo sobre Wagner)
El sueño tenía un título: «La última aventura de Sigfrido», o «La última muerte de Sigfrido». Se desarrollaba en un escenario extraordinariamente grande, que no tanto representaba un paisaje como más bien era uno auténtico: pequeñas rocas y mucha vegetación, como por ejemplo en las montañas que llevan a los pastos alpinos. Sigfrido cruzaba a buen paso este paisaje teatral hacia el fondo, acompañado por alguien de quien ya no me acuerdo. Su vestimenta era a medias la mítica, a medias moderna, quizá como si estuviera ensayando. Finalmente encontró a su antagonista, una figura en atuendo de montar: traje de lino gris verdoso, pantalones de montar y botas marrones de caña alta. Entabló con él una pelea que se notaba claramente que no iba en serio y que esencialmente consistía en dar la vuelta, como en la lucha, a su oponente, que ya estaba tumbado en tierra y al que aquello parecía gustarle. Sigfrido no tardó en conseguir ponerlo con los dos hombros tocando el suelo, y, o fue declarado o se declaró perdedor. Pero, inesperadamente, Sigfrido sacó una pequeña daga del bolsillo de su chaqueta, donde la llevaba como una pluma estilográfica con una pequeña pinza. Como jugando, lanzó desde muy cerca la daga contra el pecho de su oponente. Éste empezó a lanzar fuertes gemidos y se hizo evidente que se trataba de una mujer. Escapó con rapidez, diciendo que ahora tendría que morir sola en su pequeña casita, lo cual era lo más difícil de todo. Desapareció en un edificio parecido a los de la colonia de los artistas en Darmstadt. Sigfrido envió a su acompañante tras ella con la instrucción de apoderarse de sus tesoros. Entonces apareció Brunhilda al fondo, con figura de la Estatua de la Libertad de Nueva York. En el tono de una esposa gruñona, gritó: «Quiero un anillo, quiero un bonito anillo, no te olvides de quitarle el anillo». Así es como Sigfrido consiguió el anillo del nibelungo.
Nueva York, noviembre o diciembre de 1938
Soñé que Hölderlin se llamaba Hölderlin porque siempre estaba tocando una flauta de saúco.
Nueva York, 30 de diciembre de 1940
Poco antes de despertarme, presencié la escena que, sin duda a partir de un cuadro de Delacroix, cuenta el poema de Baudelaire Don Juan aux Enfers. Pero no se trataba de una noche estigia, sino de un día claro y una fiesta popular norteamericana junto al agua. Había allí un gran letrero blanco —de una estación de vaporettos— con una inscripción en rojo chillón: «ALABAMT». La barca de Don Juan tenía una chimenea larga y estrecha: un ferry boat («Ferry Boat Serenade»). A diferencia de lo que sucede en Baudelaire, el héroe no guardaba silencio. Con su traje español —negro y violeta—, hablaba sin parar y a gritos como un vendedor. Yo pensé: un actor en paro. Pero, no contento con la vehemencia de palabra y gesto, comenzó a dar de palos a Caronte —al que no se veía con claridad— de la manera más inmisericorde. Luego declaró que él era estadounidense y que en absoluto iba a consentir todo aquello, que no se le podía encerrar en una caja. Recibió un aplauso tremendo, como si fuera un campeón. Entonces avanzó hacia el público, del que lo separaba un cordón. Yo me estremecí: me parecía todo ridículo, pero más que nada tenía miedo de que la multitud se enfadara con nosotros. Cuando llegó donde estábamos, A. lo felicitó por su estupenda actuación. Su respuesta la he olvidado, pero no fue amistosa. Tras lo cual comenzamos a interesarnos por el destino de los personajes de