— Yaqui Delgado quiere darte una paliza.
Me lo dice una chica que se llama Vanesa antes de que entremos a la primera clase de la mañana.
Se me planta delante, con los libros apretados contra el pecho como un escudo protector, y me impide el paso. Es alta como yo y con la piel color caramelo. Me parece haberla visto antes en la cafetería de la escuela, pero no estoy segura. O quizá en los pasillos; es difícil saberlo exactamente.
Cuando vengo a darme cuenta, Vanesa ha desaparecido entre el enjambre de gente que va de un lado a otro.
— ¡Espera! — quiero gritarle antes de perderla de vista —. ¿Quién es Yaqui Delgado?
Pero no logro salir de mi asombro y me quedo inmóvil viendo a los chicos abrirse paso a empujones. Ha sonado la campana, y no tengo claro si es el primer aviso o si es que llego tarde a la primera clase. No es que me importe mucho. Llevo cinco semanas en esta escuela y el señor Fink no se ha molestado en pasar lista ni un solo día. Una chica que se sienta delante, cerca del profesor, echa un vistazo por el aula y simplemente marca los que están ausentes.
— ¡Muévete, idiota! — me grita alguien, y sigo al resto de la gente.
Pero es Darlene Jackson la que me cuenta en el lío en que estoy metida. Es una estudiante que trabaja en la oficina de la conserjería y conoce bien a Yaqui Delgado:
— El año pasado la suspendieron por buscar pelea. — Estamos en la cafetería y Darlene tiene que alzar la voz para que la pueda oír —: Dos veces.
Hace solo unas semanas que conozco a Darlene, pero me doy cuenta de que le encantan los dramas, especialmente si ella ocupa la primera fila y no es suya la tragedia. Su madre pertenece a la asociación de padres y maestros y también le encanta el chisme. Darlene siempre sabe qué padres se están divorciando, quién fue suspendido y qué profesores perderán el trabajo a final de curso. No me preguntes cómo, pero Darlene se enteró de que a la profesora de Ciencias la había dejado su esposo. La semana pasada, antes de que la señora O’Donnell superara su dolor y nos enseñara las leyes de Newton, la clase entera sabía que su vida amorosa estaba arruinada.
Darlene se ajusta los lentes y me lo cuenta todo.
— Yaqui Delgado te odia. Dice que para una persona que acaba de llegar, eres muy vanidosa. Y también dice que quién te crees que eres moviendo el trasero de la manera que lo haces. — Darlene baja la voz y me susurra —: Incluso te llamó zorra.
Me quedo pasmada.
— ¿Que yo muevo el trasero?
Darlene fija la vista en su sándwich de ensalada de huevo por un segundo.
— Pues yo diría que sí.
¡Qué interesante! Tengo trasero hace apenas seis meses y resulta que ahora incluso piensa por sí mismo. Si mi amiga Mitzi estuviera aquí para ver esto... El año pasado, en noveno grado en mi otra escuela, yo no había desarrollado todavía. Estaba planchadita por todas partes: nada por delante, nada por detrás; no como Mitzi, que tiene curvas desde el quinto grado.
Fue mami la que se dio cuenta del cambio de mi cuerpo y me lo dijo sin titubear después de ver a un hombre mirándome los pechos como un idiota en el autobús.
«Piddy, necesitas ponerte sostén. No puedes ir con esos limones colgando debajo de la blusa y que todos los chicos se te queden mirando».
Me lo dijo molesta, como si yo hubiese tenido la culpa de que ese hombre disfrutara del espectáculo a costa mía.
Fue Lila, la mejor amiga de mami, la que me acompañó a comprar sostenes al día siguiente.
«Levanta esos pechos, hija, — me dijo Lila en el departamento de ropa interior mientras yo miraba boquiabierta toda esa ropa con encaje, cintas y lazos —. ¡Ah, y endereza los hombros!».
Ahora que lo pienso, lo de mover el trasero es probablemente culpa de Lila. Es por todo ese bailoteo que hacemos. Lila me está enseñando a bailar merengue como lo hacen en su club. Justo antes de que comenzara el colegio, me enseñó su colección de discos de Héctor Lavoe. Los hemos escuchado tantas veces que llevo el ritmo metido en la cabeza.
«Mueve los pies como si estuvieras bailando sobre un ladrillo — me explicó una vez cuando estábamos bailando en su apartamento —. Mueve las caderas. ¡Muévelas, así, mami!». — Me lo mostró con un movimiento rápido de caderas de un lado a otro.
A lo mejor desde entonces me muevo como una espiral. ¿Quién sabe? Cuando Lila camina por la calle, los ojos de los hombres siempre se posan en su trasero. Hasta los conductores de autobuses disminuyen la velocidad para virarse a mirarla. Mami dice que Lila es un verdadero peligro para el tráfico.
Darlene termina su sándwich, pero deja la corteza y la echa dentro de la bolsa del almuerzo.
— A lo mejor debes practicar a caminar con más naturalidad — dice encogiéndose de hombros —. Sin moverte tanto, como yo.
Trato de no atorarme. Darlene no camina con naturalidad. Camina echada hacia delante, como si la llevaran con una cuerda invisible de la nariz, dando pequeños saltitos.
— No veo nada malo en mi manera de caminar — replico.
— Haz lo que quieras — contesta —. Todo lo que te digo es que Yaqui Delgado te va a dar una paliza. — Y lo demuestra estrujando la bolsa de su almuerzo a la vez que lanza una mirada en dirección al otro lado de la cafetería, donde se sientan los latinos.
El primer día que entré a la cafetería, me quedé parada, con la bandeja en las manos, tratando de identificar los territorios: los chicos asiáticos se sentaban hacia el centro. Los chicos negros tenían un grupo de mesas que solo ocupaban ellos. Enseguida divisé la zona latina, pero no reconocí a nadie de mi clase. Según me fui acercando, vi que algunos chicos se hacían señas y se daban codazos, y era obvio que ninguna de las chicas tenía intención de hacerme sitio. De hecho, daba un poco de miedo la forma en que me miraban. Por suerte, Darlene hizo un gesto con la mano para que me sentara con ella.
Nuestra mesa está en una esquina, cerca de los basureros. La peor zona de la cafetería. Desde que nos mudamos, he tenido que acostumbrarme a muchas cosas nuevas. En la mesa se sientan los chicos de la clase de Ciencias del cuarto período, como Sally Ngyuen y Rob Allen. Los dos están en la clase de Física del décimo grado con Darlene y conmigo. Empiezo a darme cuenta de que quizá sea la mesa de los marginados de la Escuela Secundaria Daniel Jones.
Rob parece asustado. No es un chico feo, pero es flaco y pálido. La nuez de su garganta no para de moverse y tiene los ojos rojizos como los de un hámster. Es inteligente y por eso me gusta, pero sería mejor si su cerebro viniese envuelto en un paquete más atractivo. Puede resolver un problema de física en menos tiempo que yo, pero eso aquí no cuenta mucho. Sé con certeza que no tiene ni un solo amigo. Su taquilla está al lado de la mía.
— ¿Quién te va a dar una paliza? — la voz de Rob suena entrecortada a la vez que mira fijamente la bola de papel.
— Nadie — contesto.
— Rob, ocúpate tú de tus asuntos — salta Darlene. Se vira hacia mí y pone los ojos en blanco. Aun entre los mentecatos existe una jerarquía, y Darlene está a la cabeza. Rob la atraviesa con la mirada, pero se calla.
— Darlene, yo ni siquiera sé quién es Yaqui Delgado — le digo encogiéndome de hombros —. No estoy preocupada.