Trocca, Fernando Cocinero / Fernando Trocca. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2016. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-950-49-5153-7 1. Cocina. 2. Libro de Recetas. 3. Cocina Argentina. I. Título. CDD 863.9282 |
2016, Fernando Trocca Producción Fotografía: Eugenio Mazzinghi Diseño de cubierta e interiores: Masumi Briozzo Ilustraciones: Irene Singer Producción de arte: Hugo Macchia Retoque digital: Riki Pasin Redacción: Luciana de Luca Corrección: Malena Rey Todos los derechos reservados © 2016, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Publicado bajo el sello Planeta® Independencia 1682 (1100) C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar Primera edición en formato digital: mayo de 2016
Digitalización: Proyecto451 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-5153-7 En sus palabras Este libro resume los veintiocho años de mi carrera. Es el producto de todos esos años, el resultado: el cocinero que soy hoy, después de las experiencias, los aprendizajes, los viajes y los proyectos. Aquí está el reflejo de lo que aprendí comiendo, escuchando, metiéndome en las cocinas de otros, compartiendo con amigos y colegas. Las recetas que van a encontrar en este libro no reflejan cada uno de esos años.
No representan la historia de mi cocina sino que son el espejo de la cocina que hago hoy, que no es la misma de hace veinte ni diez años. Para mí, la comida tiene que emocionar. Cuando me siento a comer, busco (y espero) emocionarme, como cuando escucho un disco o veo un cuadro que me gusta. Con la cocina pasa lo mismo, y es la síntesis total que involucra todos los sentidos, porque entra por los ojos, la boca, la nariz, el tacto. La cocina que representa este primer libro es la que me gusta hacer. La cocina que me gusta comer.
La que está, espiritualmente, más cerca de lo que aprendí en mi infancia mirando a mi abuela Serafina. Esta es la síntesis de toda una vida de trabajo. Serafina El mundo de la cocina me llega (o llego yo a él) de muy chico. Fue mi abuela Serafina –lo cuento siempre– la que me hizo descubrir todo esto. Esto que después iba a convertirse en mi trabajo. Aunque entonces, claro, no lo sabía.
Me acuerdo mucho de esa época de mi vida, muy de cerca, como si la estuviera viendo: empieza alrededor de mis siete, ocho años. Serafina, la madre de mi mamá, vivía en San Telmo. Tenía una casa enorme que había convertido en pensión y le alquilaba los cuartos a inquilinos. En una época, antes de que yo naciera, ella cocinaba para todos. Después, se dedicó a administrarla, mantenerla y cuidarla. Era una mujer increíble.
Muy recia, estricta, de un carácter durísimo. Con Serafina no se jugaba: no se la burlaba, no se la engañaba. No se le faltaba el respeto. Era una mujer que, en un mundo masculino, llevaba las riendas de todo. Pero había una excepción, la única para todas sus reglas: yo. Su nieto más chico y, por algún motivo, su debilidad.
Conmigo era distinta: podía darle vuelta la casa, saltarle en la cabeza, hacer cualquier travesura y me perdonaba. Conmigo era tolerante. Cómplice. Cuando mi madre enfermó, mi padre y ella decidieron dejar el departamento donde vivíamos, en Barrio Norte, y nos mudamos a San Telmo. Cerca de Serafina y de mi abuelo Lópes, su esposo, un personaje alucinante, un portugués bueno, muy trabajador, con un corazón de oro, que era un experto en el torrado del café y sus procesos. Se había ido de Portugal a Brasil, de ahí a Chile, y después había llegado a la Argentina.
Trabajaba para varios cafetales haciendo las mezclas, y después se puso a fabricar filtros de café, de los de tela. “Filtros Brasil” se llamaba la fábrica. Serafina me protegía. Yo pasaba mucho tiempo con ella. Mi escuela quedaba a la vuelta de su casa, así que salía todos los mediodías y me iba a comer con ella, que cocinaba para mí y para mi hermano Marcelo. A nosotros nos encantaba comer en su casa.
A veces se sumaban algunos amigos. Era mágico: la comida siempre alcanzaba, había para todos. Siempre me preguntaba qué quería comer al día siguiente. Cuando llegaba de la escuela, tenía lista la mesa: entrada, plato principal y postre. Tenía mis platos preferidos, de esos que nunca cansan. Se los pedía y ella, por supuesto, me los preparaba.
Me acuerdo de muchos de esos platos, como si los hubiera comido ayer. Lengua a la vinagreta, por ejemplo, no tan común para un chico. La milanesa a la Maryland (de pollo, con crema de choclo, banana frita y papas pay) le salía fabulosa. Era la que más me gustaba. Me hacía risotto con osobuco (de ahí sale la receta que todavía hoy preparo y que es uno de los sellos de mi cocina), también milanesas con puré amarillo (de papas y calabaza). Los domingos amasaba la pasta casera.
Siempre lo hacía en la mesa del comedor, porque era grande y tenía más lugar. La salsa, inolvidable, con estofado de carne. De postre, panqueques de banana y manzana, compota de frutas. Yo me quedaba a dormir en su casa dos o tres veces por semana. Era una casa típica de la época: techos altísimos, ambientes enormes. Ella tenía una cama grande, donde dormía con el abuelo, y una cama chiquita al lado.
Cuando iba yo, al pobre Lópes lo mandaba a esa camita y yo dormía con ella. Serafina tenía un gran sentido del humor. Me hacía reír mucho, era desfachatada: tenía un costado muy estricto y masculino, y al mismo tiempo era graciosa, pícara. Me enseñó a jugar a las cartas. Jugábamos juntos, por plata. El aprendizaje de verla cocinar, de comer con ella, de ver lo que hacía en la cocina, duró muchos años.
El recuerdo está intacto y presente, no tengo que hacer un esfuerzo para evocarlo. Me acuerdo de cómo estaba ubicada la cocina, del lugar adonde estaba la mesa, del banco que había alrededor. La veo a ella cocinando, mostrándome cómo hacía las cosas. A veces yo acercaba un banquito contra la mesada, como hacemos ahora con mi hija Joaquina, y la miraba hacer, mientras ella me explicaba cómo preparaba –por ejemplo– la salsa de tomate. Otras veces andaba por ahí, con la atención repartida, pero igual le hacía preguntas. Ella cocinaba y había algo en el aire que me ayudaba a aprender todo el tiempo.
En su cocina me apasioné, desarrollé el amor y el placer por la comida. Me atraía verla cocinar, me divertía. Si me pongo a pensar, me cuesta identificar cosas concretas que me hayan quedado de su cocina. Hay algoque va mucho más allá de los platos que ella hacía. No esalgo que haya aprendido, un secreto, un tip. Más bien setrata de una búsqueda.