Todo libro es fruto de un esfuerzo colectivo en el que participan más personas que aquellas que lo firman. Los autores de esta obra queremos expresar nuestra gratitud, en primer lugar, a Ricard Solé, por su disposición y generosidad al escribir un prólogo para el libro: sus ideas y reflexiones son las mejores que el lector encontrará a lo largo de toda esta obra. También agradecemos profundamente a Eduardo Saiz, cuyas bellas y cuidadas ilustraciones son el complemento ideal de nuestros textos, y a Susana Sarmiento, por las figuras adicionales que con tanta profesionalidad ha preparado para la tercera sección del libro. Además, queremos recordar a muchos compañeros de profesión con los que a lo largo del tiempo —y del espacio— hemos hablado, debatido y dudado sobre distintos temas de los tratados en esta obra. También estamos en deuda con nuestros maestros, de los que tanto hemos aprendido en sus clases, escuchando sus conferencias o leyendo sus artículos y libros. Y, para finalizar, mostramos nuestra mayor gratitud a varios colegas y amigos que hicieron un hueco en sus múltiples ocupaciones para realizar una atenta lectura o debatir el contenido de algunas secciones de esta obra: Juan Antonio Aguilera, Javier Álvaro, Susanna Manrubia, María Martinón, Amelia Ortiz y Montse Villar. Gracias a sus correcciones y comentarios, el libro sin duda ha mejorado. Por todo ello, parte del mérito de esta obra —si lo tiene— no nos pertenece. Los errores —que sin duda tendrá— son únicamente nuestros.
Prólogo
Ricard Solé
A lo largo de la historia de la humanidad, nuestros antecesores han ido creando mitos e historias de naturaleza mágica acerca de nuestro origen. Procedemos de un Mundo Perdido que ha dejado una marca indeleble en nuestra genética y nuestra cultura. Somos una especie singular, que ha sobrevivido a los retos de una biosfera cambiante gracias a una combinación (no sabemos si afortunada o inevitable) de lenguaje, cooperación y curiosidad. Estas características especiales no dejan fósiles pero su impacto reverbera a través de los restos que han quedado atrás y que nos hablan, gracias al método científico, de humanos que compartieron formas de protegerse de las inclemencias del ambiente, de crear herramientas, de imaginar más allá del mundo real, y que sufrían por la muerte de sus seres queridos. En aquel mundo siempre extraño y a menudo terrorífico, el abismo entre lo que los humanos podían observar y lo que podían comprender era enorme. La ignorancia, como no podía ser de otra forma, era compensada por «explicaciones» sobrenaturales. A medida que vamos ganando terreno a lo desconocido nos hemos enfrentado a una naturaleza y un Cosmos siempre sorprendentes. Nos hemos ido desprendiendo de las visiones esotéricas, religiosas o simplemente erróneas para descubrir que lo real supera con creces la narración basada en mitos. Hemos reemplazado el mundo mágico por lo que el biólogo Richard Dawkins ha llamado, con mucho acierto, la «magia de la realidad».
Hace apenas 100 años los astrónomos aún discutían sobre la naturaleza de ciertos objetos que podemos ver en el cielo nocturno y cuyo aspecto nebuloso hizo que durante mucho tiempo se pensara que eran nubes de gas. La nebulosa de Andrómeda, en particular, puede verse con unos prismáticos en una noche clara. Es un objeto difuso, elipsoidal, difícil de clasificar. En 1920 algunos científicos creían que el Universo se limitaba a la Vía Láctea, dentro de la que se encontrarían algunos objetos distintos a estrellas, como las nebulosas. Otros tenían buenos argumentos para sugerir que Andrómeda era en realidad otra galaxia. De ser cierto, existirían otros «universos isla» a enormes distancias de nuestra propia Galaxia, compuestos a su vez por miles de millones de estrellas. Al cabo de poco tiempo, las observaciones de Edwin Hubble demostraron fuera de toda duda que nuestro Universo es inimaginablemente inmenso, y que la Galaxia que habitamos es tan sólo una entre miles de millones. Estas galaxias, además, resultaron alejarse a gran velocidad unas de otras, lo que llevó a concluir algo aún más sorprendente: en algún momento, toda la masa y la energía del Universo se encontraban situadas en un espacio increíblemente pequeño, del que surgió el Cosmos a partir de una gran explosión (el famoso «Big Bang»). Llevamos aquí miles de años, pero tan sólo hace un siglo que hemos comprendido la verdadera naturaleza del Universo que habitamos. En cierto sentido, también nuestra conciencia del propio Cosmos ha experimentado una gran explosión y, desde entonces, el avance científico ha vivido (como el Universo) una aceleración constante.
El nacimiento intelectual del Universo, del que formamos parte como habitantes de un rincón remoto de una galaxia, vino acompañado por la formulación de dos teorías revolucionarias: la relatividad de Einstein y la mecánica cuántica. Ambas comparten una elegancia y capacidad explicativas extraordinarias. Ambas también nos dan una doble lección muy interesante. Por un lado, cien años después de la formulación de estas teorías que explican la naturaleza del espaciotiempo, en formas que Newton nunca soñó, o de partículas que se comportan como ondas, debemos admitir que nuestra intuición sobre el mundo está limitada por nuestros sentidos. Sólo el método científico nos permite descubrir la verdadera naturaleza de la realidad. En ocasiones, como nos cuenta en la primera parte de este libro el cosmólogo Alberto Fernández Soto, algo que parecía imposible, como saber de qué están hechas las estrellas o incluso averiguar lo que ocurre en su interior, resultó ser perfectamente factible. Por otra parte, estas teorías nos demuestran que podemos acercarnos sin miedo a las grandes cuestiones. No debería sorprendernos que sea la ciencia la que ahora se plantea dar respuestas a problemas como el origen del Universo, de la vida o de la mente. Tres grandes interrogantes que son recogidos por esta ambiciosa obra, que nos da una perspectiva rica, apasionada y rigurosa de lo lejos que hemos llegado hasta hoy, y que nos traen de la mano tres científicos reconocidos en sus campos y que además han sido capaces de combinar ideas clave con datos y ejemplos bien establecidos.
Junto al desarrollo de la cosmología, que fue en su momento un campo esotérico de la física para convertirse más tarde en una de sus áreas más importantes, la biología y el estudio de la evolución humana experimentaron también transiciones intelectuales de gran calado. El nacimiento de la biología molecular permitió aproximarse por primera vez a la verdadera naturaleza química de lo vivo. La constatación de que la materia viva no posee un estatus distinto al de la química de lo inerte, junto con el desarrollo de la teoría darwiniana de la evolución, prepararon el terreno para nuevas revoluciones: por primera vez, era posible considerar el problema del origen de la vida dentro del marco del método científico. El descubrimiento del papel clave que desempeña la información dentro de nuestras células y su conexión (a través de la doble hélice del DNA) con la herencia también ha permitido que nos adentremos, como en una máquina del tiempo, en el pasado de la vida sobre nuestro planeta.