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INTRODUCCIÓN
Durante los últimos años se ha producido una profunda transformación en el campo de los hábitos alimentarios.
El desarrollo de la industria, el boom económico y el aumento de la renta per cápita han provocado el nacimiento de nuevos estilos de vida, nuevas costumbres y nuevas exigencias, que han incidido en los gustos y en las tendencias de la alimentación, determinando cambios profundos.
El análisis de las estadísticas relativas al consumo de alimentos pone de manifiesto que, en la dieta del ciudadano medio, alimentos «ricos» como la carne, o «refinados» como el azúcar, los aceites de soja y girasol y la margarina, así como productos considerados «superfluos», como el café y las bebidas alcohólicas, son cada vez más comunes.
Esta situación va en detrimento de aquellos alimentos que, como la fruta, la verdura y los cereales menos refinados, constituían la base tradicional de la alimentación.
Efectivamente, pocos decenios atrás la carne era un alimento consumido en los días festivos, preferentemente, y el pan blanco era considerado un apetitoso pastel.
Los progresos tecnológicos que se han producido en la industria alimentaria han puesto a disposición, además, una gama vastísima de productos en conserva, que actualmente son de uso común en nuestra cocina. La causa del éxito que éstos han obtenido se debe, sin duda, a que recogen y satisfacen exigencias reales del consumidor.
Los ritmos de trabajo y los estilos de vida que se están consolidando favorecen la tendencia hacia productos de rápi da utilización, que no exijan horas y horas de preparación y que consigan complacer los gustos más dispares.
Paralelamente a estos cambios de tipo cualitativo, en nuestros hábitos de alimentación se ha producido también un cambio cuantitativo. En pocas palabras, se come más, incluso a menudo se consumen más calorías de lo necesario.
Estas transformaciones se reflejan en nuestra salud, y no siempre de modo positivo. Aunque sea verdad que algunas patologías típicas de una dieta pobre (escorbuto, pelagra, etc.) han desaparecido, no es menos cierto que en las naciones económicamente más ricas, otras enfermedades han aumentado.
Numerosos estudios han puesto de manifiesto la estrecha relación que existe entre una dieta hipercalórica y la aparición de trastornos de tipo metabólico (como por ejemplo la diabetes), entre obesidad y enfermedades cardiovasculares, o entre una alimentación demasiado rica en carne y pobre en fibra y algunos tumores intestinales.
La importancia de la alimentación en las condiciones higiénico-sanitarias de la población se manifiesta también en la incesante labor desarrollada en este campo por parte de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS), y la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Es evidente que una correcta nutrición debería basarse en el conocimiento de las exigencias de nuestro organismo, de sus peculiaridades y de las características nutritivas de los alimentos.
Demasiado a menudo, sin embargo, los factores que determinan las tendencias y los comportamientos alimentarios son otros.
En efecto, de una reciente investigación se desprende que la principal motivación en la elección de un alimento es aquella que deriva de la publicidad.
La felicidad, la belleza, el rendimiento físico, el deseo de reafirmar la propia personalidad o de formar parte de una elite refinada y rica, el deseo de un ambiente familiar sereno y acogedor son estereotipos corrientes que acompañan a los más variados productos.
La publicidad, en definitiva, incide hábilmente en los deseos, las frustraciones y las ansias de los consumidores, para imponer una determinada adquisición.
Y así, la compra del producto elegido no viene determinada por el conocimiento efectivo de la calidad de éste o de sus características nutritivas, sino por una necesidad inducida.
La vasta gama de productos anunciados y la escasa información relativa a éstos, en lugar de ayudar al consumidor, a menudo provocan en él una considerable desorientación.
Las etiquetas contienen escasa información y, muy raramente, por no decir nunca, ofrecen las cantidades de los principios nutritivos presentes y el valor energético.
¿Cuántas calorías contiene un paquete de galletas?, ¿cuántas grasas? ¿Y el colesterol?, ¿se encuentra presente en cantidades notables? Si padezco de gastritis, ¿es oportuno tomar una buena taza de caldo?
Son preguntas que siempre quedan sin respuesta.
El propósito de este diccionario es precisamente ofrecer los datos que le ayudarán a escoger, de un modo más acertado, los alimentos, paso previo indispensable para una dieta racional.
Además de las características nutritivas, se proporciona igualmente información sobre algunas combinaciones de alimentos.
Efectivamente, una dieta correcta desde el punto de vista fisiológico y de la nutrición debe tener en cuenta que la digestión y la asimilación de los alimentos son procesos complejos que exigen un cierto esfuerzo por parte de nuestro organismo.
La digestión comienza en la boca, donde los alimentos son triturados durante la masticación, amalgamados con la saliva y reducidos a un bolo alimenticio que llega al estómago para pasar, tras algún tiempo, al intestino.
Las condiciones de acidez de los distintos ambientes son muy diversas. En la boca, por ejemplo, el ambiente no es ni ácido ni básico, mientras que en el estómago existe una acidez muy elevada, debida a la segregación de ácido clorhídrico. La división de los distintos alimentos en componentes básicos permite su digestión: las proteínas son hidrolizadas y convertidas en aminoácidos, los glúcidos liberan los azúcares simples que los componen y las grasas liberan ácidos grasos y glicerina. Estas hidrólisis se producen gracias a la acción de determinadas enzimas presentes en la saliva y en el jugo gástrico, pancreático e intestinal. La actividad de éstas la determina, precisamente, la acidez del ambiente.
La acidez del estómago, por ejemplo, favorece la acción de la pepsina, enzima segregada por las células gástricas y responsable de la hidrólisis de las proteínas, al tiempo que inhibe la acción de la ptialina, enzima de la saliva activa en los glúcidos. La asociación de alimentos ricos en proteínas con alimentos ricos en glúcidos representa, por lo tanto, una combinación que no facilita los procesos digestivos.