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Carlos Fernández Liria - En defensa del populismo

Aquí puedes leer online Carlos Fernández Liria - En defensa del populismo texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2016, Editor: Los Libros de la Catarata, Género: Política. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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En defensa del populismo: resumen, descripción y anotación

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El populismo, concepto ambivalente, proclive a todo tipo de distorsiones tanto por los discursos de la izquierda como de la derecha y frecuentemente embozado por el ruido mediático, es un término central en el debate político actual. Y es que como una y otra vez nos recuerda Fernández Liria, las luchas por la hegemonía política, en las que se pone en juego la articulación de una unidad política y de una voluntad general, consisten en construir y disputar las palabras con las que se nombra y se piensa el mundo. El populismo es una de ellas. Asociado despectivamente a liderazgos carismáticos, adhesiones emocionales y retóricas identitarias, este libro se propone, sin rehuir todas estas cuestiones, pensar el populismo desde más atrás, desde los límites de la razón política.

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A mis amigos y amigas alumnos y alumnas hijos e hijas de Podemos Prólogo La - photo 1

A mis amigos y amigas, alumnos y alumnas, hijos e hijas de Podemos.

Prólogo

La larga marcha hacia la centralidad del tablero

Los jacobinos sabían no solo contra qué sistema se rebelaban, sino, lo que es más importante, sabían también contra qué sistema no se habrían rebelado, en qué sistema habrían depositado la confianza. Pero el rebelde de nuevo cuño es un escéptico y nada cree por entero. No tiene lealtad y, por lo tanto, no puede ser un verdadero revolucionario.

Chesterton, Ortodoxia

En las situaciones de crisis de régimen resulta posible ver y pensar cosas que resultan invisibles en las situaciones ordinarias. No es de extrañar que la filosofía cobre un papel especialmente destacado en esas situaciones en las que parte de las convicciones más sólidas se resquebrajan: los viejos sistemas de representación pierden eficacia, tiende a producirse una dispersión de las identidades, una desagregación de las construcciones colectivas en sus partículas y una disolución de las organizaciones vinculadas a estas. En estas situaciones, es posible crear normas, reglas, palabras y formas distintas que permiten construir de nuevo todo el terreno político.

Pongamos un simple ejemplo: la introducción de la palabra “casta” puede considerarse un “acierto poético” que ha puesto patas arriba el mapa político español. En un terreno que se organizaba en torno a las metáforas de izquierda y derecha, irrumpe la posibilidad de organizar el campo de juego de un modo completamente distinto. La oposición fundamental ya no es la que enfrenta a las maquinarias de dos partidos que se reparten la práctica totalidad del terreno de juego, sino, por el contrario, la tensión que enfrenta a esas maquinarias viejas (en general) con los intereses de la mayoría de la población.

Esto es en definitiva un modo de agregar mayorías sociales con un objetivo determinado, un modo nuevo de agrupar las partículas del cuerpo social y reorganizar voluntades flotantes, para construir propiamente un pueblo, con un proyecto común y, por lo tanto, con una determinada voluntad general. El populismo constituye ese intento de agregar mayorías sociales de un modo nuevo, de crear un pueblo que se reconozca a sí mismo como sujeto de un posible proyecto colectivo. No se trata de apelar a ningún tipo de “unidad sustancial de un pueblo” previa a su construcción política. Se trata, por el contrario, de entender que, sin cierta unidad de un pueblo, no hay voluntad general posible (y, por lo tanto, no hay modo de fundar una república), pero que esa unidad es algo precisamente que hay que crear y que se deja construir de modos muy diversos. No se trata de sacralizar ningún orden concreto dado, sino, por el contrario, de combatir los procesos de desagregación o descomposición orgánica (derivados de situaciones de crisis de régimen) tratando de buscar enlaces nuevos capaces de unir a un pueblo en una tarea común.

Las situaciones de crisis de régimen se caracterizan, entre otras cosas, porque dejan de funcionar las viejas formas de nombrar el mundo. Hace poco una amiga me contaba cómo un taxista madrileño, enfurecido por la desfachatez de las elites, tras hacer un repaso por los últimos casos de corrupción de políticos y grandes empresarios, concluyó de forma contundente: “A ver si ganan ya de una vez los hippies esos de Podemos y ponen un poco de orden”. Podríamos decir que en las situaciones de crisis de régimen pasan a ser comprensibles frases imposibles como esa. Y una parte crucial de la batalla consiste, precisamente, en construir o disputar las palabras con las que se nombra y se piensa el mundo. Es curioso comprobar que, como nos recuerda Juan Luis Conde, ya el Imperio romano sabía a la perfección que en la disputa por el contenido de la palabra “libertad” se juega una batalla política decisiva. Entre los pueblos bárbaros, “libertad” se entendía como independencia frente al invasor extranjero y, por lo tanto, era una bandera que se enarbolaba contra el imperio. Es imposible exagerar la importancia política de transformar ese significado manteniendo el significante. En el momento en que “libertad” pasa a referir a la autonomía y la independencia de los individuos frente al despotismo de los tiranos, pasa a convertirse en todo lo contrario: la bandera de lo que garantiza el derecho romano frente a la arbitrariedad de los líderes tribales.

Carlos Fernández Liria es, sin duda, uno de los autores que, desde sus primeras obras, mejor ha entendido la importancia política de disputar el significado de las palabras cruciales, de las que determinan el campo de juego, las palabras con las que se construye el armazón básico del sentido común de una época.

Uno de los errores más imperdonables que ha cometido la izquierda (clave para explicar su derrota) es regalar al enemigo la capacidad de nombrar las cosas, de dibujar el campo y de repartir juego. De hecho, una de las constantes que recorren la obra de Fernández Liria es la exigencia de no regalar al enemigo esas palabras que forjó todo el pensamiento de la Ilustración y que constituyen, de un modo irrenunciable, auténticas conquistas de la razón humana. Mientras los liberales repartían juego y se quedaban con cartas como libertad y Estado de derecho, una legión de pensadores perezosos o cobardes aceptaban el carácter burgués de esas cosas (chapoteando en un charco teórico en el que no había forma de distinguir entre libertad, derecho, mercado y capitalismo) y se afanaban por inventar cosas mejores. ¿Para qué reivindicar el “derecho” o la “ciudadanía” si se podía defender la “dictadura del proletariado”, y hacerlo sin competencia, sin miedo a que nadie te robase las ideas? De hecho, esta pereza teórica o esta cobardía solía presentarse con cierta soberbia: en vez de reconocer un hecho obvio —son cartas malas y por eso nadie las quiere, porque son cartas con las que se pierde siempre— se intentaba apelar a la marginalidad misma (gracias, sin duda, a buenas dosis de superioridad moral) como prueba suficiente, por sí sola, del carácter “inasimilable para el sistema” de ese modo de hablar.

Esta soledad de Fernández Liria durante las últimas décadas se explica en gran medida por una confluencia delirante de intereses entre liberalismo económico y ortodoxia marxista a la hora de pensar la Ilustración y la Revolución francesa. Por un lado, el liberalismo, consciente de la importancia política de la batalla que se jugaba ahí, intentó siempre apropiarse de esas palabras que constituían auténticas conquistas de la razón. Por otro lado, la ortodoxia marxista, para salvar una supuesta filosofía de la historia (según la cual la sociedad burguesa sería necesariamente superada por la sociedad comunista), decidió entregar esas armas y regalar al liberalismo todas las conquistas del siglo XVIII. Esta claudicación se selló definitivamente cuando se aceptó calificar como “burgués” desde la democracia hasta el derecho, pasando por supuesto por la libertad.

Carlos Fernández Liria lleva muchos años de trabajo audaz y valiente en ese sentido. Contra la corriente principal de la tradición marxista, ha tenido que explicar que sus ideas “mejores” (capaces de superar a las de la Ilustración) eran propuestas basura que, por un lado, nos condenaban siempre a perder y, por otro lado, amenazaban con generar un desaguisado político, jurídico y antropológico de dimensiones descomunales. Durante décadas ha tenido que defender, como un llanero solitario, que “democracia”, “ciudadanía”, “derecho” o “Estado” son palabras nuestras, las palabras necesarias para el cambio y no las palabras que describen el estado de cosas actual; que son palabras que nombran realmente cómo deben ser las cosas, aunque estén muy lejos de nombrar cómo son . Y, obviamente, hace falta mucha inteligencia, audacia y valor para defenderlo casi en solitario: por un lado, contra el espejismo interesado del pensamiento liberal (que, por supuesto, ponía el mayor de los empeños en demostrar que las cosas estaban ya en un “estado democrático y de derecho integrado por ciudadanos libres”) y, por otro lado, contra la “izquierda radical” (sólida o líquida) que, constatando que el estado de cosas actual es manifiestamente mejorable, se rendía antes de empezar y claudicaba en todo ante el enemigo buscando algo mejor que el “estado democrático y de derecho integrado por ciudadanos libres”.

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