... y la cuenta aún sigue
INTRODUCCIÓN
Está oscuro. Llego a su consultorio, pero a usted no puedo encontrarlo. Su consultorio está vacío. Entro y miro alrededor. Lo único que hay es su sombrero Panamá. Y está cubierto de telarañas.
Los sueños de mis pacientes han cambiado. Las telarañas cubren mi sombrero. Mi consultorio está oscuro y desierto. No me encuentran por ningún lado.
Mis pacientes se preocupan por mi salud: ¿estaré aquí lo suficiente como para acompañarlos durante el largo tiempo que supone una terapia? Cuando salgo de vacaciones temen que jamás vuelva. Se imaginan que asisten a mi funeral o que visitan mi tumba.
Mis pacientes no me dejan olvidar que envejezco. Pero sólo cumplen con su cometido: ¿no les he pedido que muestren sus sentimientos, sus pensamientos y sus sueños? Incluso los pacientes potenciales se unen al coro y, de manera infalible, me saludan con la pregunta: «¿Todavía acepta pacientes?».
Uno de nuestros principales modos de negar la muerte es la creencia en la condición especial de la propia persona, la convicción de que estamos exentos de la necesidad biológica y de que la vida no nos tratará con la misma dureza con que trata a los demás. Recuerdo una visita que hice a un optometrista, hace muchos años, debido a un empeoramiento de mi visión. Me preguntó mi edad y luego respondió: «Cuarenta y ocho, ¿eh? Sí, ¡va justo con el cronograma!».
Por supuesto, conscientemente, sabía que tenía razón, pero desde el fondo de mi ser se alzó un grito: «¡¿Qué cronograma?! ¡¿Quién trabaja con cronogramas?! Me parece muy bien que usted y los demás sigan un cronograma, pero desde luego yo no».
Y por eso me intimida darme cuenta de que estoy entrando en un período tardío y bien definido de la vida. Mis metas, intereses y ambiciones están cambiando de una manera predecible. Erik Erikson, en su estudio sobre el ciclo de la vida, designó esta etapa tardía de la vida como generatividad , una era posnarcisista en la que la atención pasa de la expansión de uno mismo al cuidado y la preocupación por las generaciones siguientes.
Ahora, al llegar a los setenta, puedo apreciar la claridad de su visión. Su concepto de la generatividad me agrada. Quiero pasar a los otros lo que he aprendido. Y cuanto antes. Pero ofrecer consejo e inspiración a la siguiente generación de psicoterapeutas es problemático en exceso hoy en día debido a la gran crisis en la que se encuentra nuestra profesión. Un sistema de salud gestionado según razones económicas impone una modificación radical de los tratamientos psicológicos, y la psicoterapia ahora está obligada a modernizarse —es decir, a ser ante todo económica y por ende necesariamente breve, superficial e insustancial.
Me preocupa dónde podrá formarse la siguiente generación de psicoterapeutas. No en los programas de formación de las residencias en psiquiatría. La psiquiatría está muy cerca de abandonar el campo de la psicoterapia. Los jóvenes psiquiatras están obligados a especializarse en psicofarmacología porque quienes pagan por los tratamientos ahora reembolsan los gastos de una psicoterapia sólo si la ofrecen practicantes que exijan remuneraciones bajas por su trabajo (es decir, aquellos que tienen menos formación). Parece un hecho cierto que la presente generación de psiquiatras clínicos, especializados tanto en psicoterapia dinámica como en tratamiento farmacológico, es una especie en peligro de extinción.
¿Y qué se puede decir de los programas de formación en psicología clínica, la elección lógica para llenar esa brecha? Por desgracia, los psicólogos clínicos afrontan las mismas presiones de mercado, y la mayoría de las escuelas de psicología que otorgan doctorados están respondiendo a esas presiones enseñando una terapia orientada al síntoma, breve y, por lo tanto, reembolsable.
De modo que me preocupo por la psicoterapia: cómo puede deformarse por presiones económicas y empobrecerse con programas de formación abreviados de manera radical. No obstante, tengo fe en que en el futuro una generación de terapeutas provenientes de una variedad de disciplinas educacionales (psicólogos, counselors , trabajadores sociales, consejeros pastorales, filósofos clínicos) continuarán consagrándose a una rigurosa formación de posgrado e, incluso, en medio de la fiebre de la medicina de pago, encontrarán pacientes deseosos de un crecimiento y un cambio profundos y dispuestos a realizar un compromiso de final abierto con la terapia. Es para estos terapeutas y para estos pacientes que escribo El don de la terapia .
A lo largo de estas páginas prevengo a los estudiantes en contra del sectarismo y les aconsejo un pluralismo terapéutico en el que se extraen intervenciones eficaces de varios enfoques de terapia diferentes. Sin embargo, personalmente trabajo, en su mayor parte, desde un marco de referencia interpersonal y existencial. De ahí que la mayoría de los consejos siguientes provengan de una u otra de estas perspectivas.
Desde que entré por primera vez en el campo de la psiquiatría, siempre tuve dos intereses constantes: la terapia de grupo y la terapia existencial. Estos intereses son paralelos pero independientes, no practico «terapia grupal existencial»; de hecho, no sé qué podría ser tal cosa. Las dos modalidades son diferentes, no sólo a causa del formato (es decir, un grupo de seis a nueve miembros frente a la situación de uno a uno para la terapia existencial), sino también de su marco de referencia fundamental. Cuando veo pacientes en la terapia grupal trabajo desde un marco de referencia interpersonal y parto de la suposición de que los pacientes caen en la desesperación debido a su incapacidad para desarrollar y mantener relaciones interpersonales gratificantes.
Sin embargo, cuando opero desde un marco existencial de referencia, parto de una suposición muy distinta: los pacientes caen en la desesperación como resultado de una confrontación con los hechos crueles de la condición humana, las condiciones o los «datos» de la existencia. Dado que muchas de las propuestas de este libro surgen de un marco existencial que quizá desconozcan muchos lectores, corresponde hacer una breve introducción.