Antonio Spadaro
COMPARTIR A DIOS
EN LA RED
Traducción de
Roberto H. Bernet
Herder
Título original: Quando la fede si fa social
Traducción: Roberto H. Bernet
Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes
Edición digital: José Toribio Barba
Edición española publicada gracias al acuerdo con The Crossroad Publishing Company.
© 2015, EMC, Bolonia
© 2016, Herder Editorial, S. L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3833-2
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Índice
Introducción
Érase una vez la brújula, instrumento genial para orientarse en la geografía, inventada antiguamente por los chinos e introducida en Europa en el siglo XII . En aquellos tiempos el hombre contaba también con una brújula interior: lo atraía el mundo religioso como desde una fuente de sentido fundamental. Como la aguja de una brújula, el hombre se sabía radicalmente atraído hacia una dirección precisa, única y natural. Si la brújula no indica el Norte, es porque la brújula no funciona, no porque no exista el Norte. Dios era el Norte.
Después, especialmente a partir de la época de la Segunda Guerra Mundial, el hombre comenzó a utilizar el radar, que sirve para detectar y determinar la posición de objetos fijos o móviles. El radar va en busca de su objetivo e implica una apertura indiscriminada incluso a la señal más débil; no ofrece indicación de una dirección precisa.
Al tiempo que se desarrollaba este nuevo instrumento se fue abriendo camino una nueva metáfora cultural en forma de pregunta: «Dios, ¿dónde estás?». Se entendía en general al hombre como un buscador de Dios, de un mensaje del que sentía una profunda necesidad: en ella se inspiran, por ejemplo, Esperando a Godot y muchas páginas de la gran literatura del siglo XX . El hombre se había convertido en un «oyente de la palabra» –por utilizar una célebre expresión del teólogo Karl Rahner, que implícitamente dio forma teológica a la metáfora tecnológica del radar– que va en busca de un mensaje.
¿Y hoy? ¿Tienen todavía validez estas imágenes? En realidad, aunque siguen vivas y siempre verdaderas, las imágenes de la brújula y del radar tienen ya menos fuerza. Hoy está más presente la imagen del hombre que se siente perdido si su teléfono móvil no tiene cobertura o si su terminal tecnológico ( PC , tableta o smartphone) no puede acceder a alguna forma de conexión de red inalámbrica.
Hoy, más que a buscar señales, el hombre está habituado a procurar estar siempre en condiciones de recibirlas. En otras palabras, se vive sin hacer tantas preguntas sobre Dios: si existe, si estará vivo de alguna manera. Así pues, primero de brújula y después de radar, el hombre se está transformando en un decodificador, es decir, en un sistema de acceso y decodificación de las preguntas sobre el sentido teniendo en cuenta las múltiples respuestas que le llegan sin que él se preocupe de ir a buscarlas. Vivimos bombardeados de mensajes. Nuestro problema no es encontrar el sentido del mensaje, sino decodificarlo, es decir, reconocerlo como importante y significativo para mí a partir de las múltiples respuestas que recibo.
En consecuencia, hoy lo más importante no es tanto dar respuestas –¡todo el mundo da respuestas!–, sino, por el contrario, lo que importa es reconocer las preguntas significativas, las fundamentales. Y así lograr que en nuestra vida siga habiendo apertura, que Dios pueda todavía hablarnos.
Tecnología espiritual
El hombre del siglo XXI es el hombre de la red, siempre conectado y siempre en comunicación. Y, al igual que cada vez en la historia, ha modelado la tecnología a su imagen y semejanza. En cierto modo, la ha hecho espiritual.
La Iglesia lo sabe bien, y no desde hoy. Un momento crucial de esta comprensión espiritual de las nuevas tecnologías fue la promulgación del decreto del concilio Vaticano II Inter mirifica, el 4 de diciembre de 1963, que comienza diciendo:
Entre los maravillosos inventos de la técnica que, sobre todo en estos tiempos, el ingenio humano, con la ayuda de Dios, ha extraído de las cosas creadas, la madre Iglesia acoge y fomenta con especial solicitud aquellos que atañen especialmente al espíritu humano y que han abierto nuevos caminos para comunicar con extraordinaria facilidad noticias, ideas y doctrinas de todo tipo.
Pocos meses después, en 1964, Pablo VI, dirigiéndose al Centro de Automatización de Análisis Lingüísticos del Aloysianum, de Gallarate, iba a utilizar palabras a mi entender proféticas y de conmovedora belleza. En un momento en que ya existían los primeros grandes procesadores electrónicos, pero en que el PC , los teléfonos inteligentes y, sobre todo, internet estaban todavía fuera de toda imaginación, el mencionado centro estaba elaborando mediante la informática el análisis electrónico de la Summa theologiae de santo Tomás, así como también el texto bíblico. Decía el papa Montini a esos sacerdotes científicos:
La ciencia y la técnica, una vez más hermanadas, nos han ofrecido un prodigio y, al mismo tiempo, nos dejan entrever nuevos misterios. Pero nos es suficiente [...] advertir que este modernísimo servicio se pone a disposición de la cultura como el cerebro mecánico viene en ayuda del cerebro espiritual; y cuanto más este se expresa en su propio lenguaje, el pensamiento, más parece aquel gozar de estar bajo su dependencia. ¿No habéis comenzado a aplicar estos procedimientos al texto de la Biblia latina? ¿Qué es lo que pasa? ¿Queda rebajado acaso el texto sacrosanto al someterse a los maravillosos manejos, aunque mecánicos, de la automatización como un insignificante texto cualquiera? ¿O no es este esfuerzo por infundir en instrumentos mecánicos el reflejo de funciones espirituales una elevación y ennoblecimiento que raya en lo sagrado? ¿Se hace el espíritu prisionero de la materia, o no es acaso la materia, dominada y obligada a ejecutar las leyes del espíritu, la que ofrece al espíritu un sublime obsequio? ¿Aquí es cuando nuestro oído de cristianos puede percibir los gemidos de los que habla san Pablo (Rom 8,22) de la criatura natural que aspira a un grado superior de espiritualidad?
El papa siente brotar del homo technologicus el gemido de la aspiración a un grado superior de espiritualidad. El hombre tecnológico es el mismo hombre espiritual: si eso era verdad ya en 1964, tanto más lo es hoy, en un mundo transformado en una red global.
He aquí, pues, un punto clave: el nexo innegable, profundo y radical entre la tecnología y la espiritualidad. Desde luego, la técnica es ambigua, puesto que la libertad del hombre puede ser empleada también para el mal, pero justamente esta posibilidad ilumina la ligazón de su naturaleza a la vida espiritual. Más aún: la tecnología se convierte en uno de los modos ordinarios que el hombre tiene a su disposición para expresar su natural espiritualidad. El concepto fue retomado en 2011 por Benedicto XVI: utilizadas con sabiduría, las nuevas tecnologías «pueden contribuir a satisfacer el deseo de sentido, de verdad y de unidad que sigue siendo la aspiración más profunda del ser humano». En efecto, la tecnología –escribe el mismo pontífice en la encíclica Caritas in veritate (2009)– «es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y la libertad del hombre. En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del espíritu sobre la materia» (n.o 69). La tecnología expresa la capacidad del hombre de organizar la materia en un proyecto de valor espiritual. Por tanto, el cristiano está llamado a comprender la naturaleza profunda, la vocación misma de las tecnologías digitales con relación a la vida del espíritu.