“En general, quienes como yo habían sido liberados de campos de concentración, reaccionaban de modo muy distinto. Querían olvidarlo todo para poder comenzar una vida nueva. Se encerraban en una concha protectora, intentando por todos los medios no pensar en lo ocurrido.
“Pero yo, incluso mucho antes de haber tenido tiempo de meditar detenidamente, comprendí que no debíamos olvidar. Si todos nosotros olvidábamos, podía volver a ocurrir lo mismo al cabo de veinte, cincuenta o cien años. Sé perfectamente que ni a austríacos ni a alemanes "les gusta oír hablar de todo aquello". Perfecto. Pero los resultados de las votaciones demuestran que hay una relación inversa entre la evidencia de los crímenes nazis y el resurgir del neonazismo. A más juicios, menos neonazismo. El juicio de Adolf Eichmann que tuvo lugar en Jerusalén en 1961 fue el golpe de gracia a ese resurgir del neonazismo austríaco y alemán. Millones de personas que no sabían o que no querían saber la verdad, no tuvieron más remedio que oír aquellos hechos. Hoy nadie puede pretender no saber nada de "todo aquello" y si hoy todavía alguien simpatiza con los criminales, quiere decir que se ha situado sin posible equívoco al lado de la perversidad y ello no es cosa que resulte demasiado popular.”
Wiesenthal siguió contando que al final de la guerra veía el mundo poblado por dos clases de personas: Las blancas, víctimas, y los negros, asesinos. Pero la fase blanco y negro no le duró mucho. Varios grupos que querían crear bandas para capturar y asesinar a los antiguos torturadores, intentaron contar con él, pero Wiesenthal se opuso a la idea tajantemente, diciéndoles que los judíos no debían luchar contra los nazis con aquellos mismos métodos depravados. Los nazis, en un principio habían tenido también sus bandas secretas, Feme, entregadas a la violencia y la venganza. Los judíos no deben jamás descender a semejante nivel.
Wiesenthal sabía que los crímenes nazis no podrían ser "vengados" jamás. No podrían verse expiados ni en mil años, pues aun suponiendo que todos los criminales nazis en libertad fuesen llevados ante tribunal, cosa muy poco probable, ello no estaría en proporción con la enormidad de sus crímenes, con los once millones de cadáveres, entre ellos uno de niños. ¿Cómo podría el asesino de un millón de niños ser castigado por la justicia terrena?
Pero algo sí podía hacerse. Este pensamiento fue cobrando fuerza en las noches insomnes de Wiesenthal. Podía por lo menos intentar erigir un simbólico monumento a los muertos y quizá proporcionar una advertencia contra posibles excesos futuros. Evidentemente el estricto castigo para aquellos crímenes era un imposible. ¿Tenía algún sentido que a un nazi que hubiera dado muerte a miles de personas le impusieran dos años de cárcel, veinte minutos por cada asesinato? Lo importante era impedir que en el futuro se cometieran ejecuciones en masa.
Durante los primeros meses que siguieron al final de la guerra, Wiesenthal tenía todavía esperanzas de que muchos hubieran logrado sobrevivir a aquel infierno. Quizás hubieran conseguido escapar, se escondieran en bosques, hubieran cambiado de nombre, desaparecido en Rusia. Poco a poco la enormidad de la apocalipsis fue abrumándole. Resultaba terroríficamente evidente que lo que los nazis habían llamado "la solución final del problema judío" había dado como resultado el exterminio no de decenas ni de centenas de millares sino de millones de personas inocentes. Pero para cuando fue consciente de la verdad, el odio había desaparecido de su corazón. A principios de 1946, un Obersturmführer llamado Beck (Wiesenthal no sabe su nombre de pila) fue detenido por los americanos en Dachau. Wiesenthal se enteró de que Beck había sido la rara avis, un SS honrado y decente que se negaba a matar o torturar a los prisioneros. Por ello había sido castigado por sus superiores de la SS con solitario encarcelamiento. Wiesenthal reunió a tres testigos judíos y se fue con ellos a Dachau. Allí atestiguaron que Beck no había cometido actos criminales y éste fue puesto en libertad. Posteriormente, Wiesenthal descubrió que otro ex nazi llamado Werner Schmidt había sido despedido de su empleo en Halle al hacerse público que había sido miembro del Partido. Schmidt había ayudado a Wiesenthal en el ghetto de Lwów, Polonia, donde se encontraba cuando los nazis lo tomaron en 1942. Schmidt le traía comida y le tenía al corriente de las acciones inminentes de la Gestapo. Wiesenthal llamó a Hatte, aclaró la actuación de Schmidt y le ayudó a recuperar su empleo.
—Personas como Beck y Schmidt eran una prueba viva para mí de que un hombre si se lo proponía podía volver de la guerra "vestido de blanco" —dice Wiesenthal. En alemán weisse Weste es símbolo de inocencia.— Desgraciadamente, por cada hombre "vestido de blanco", había muchos otros, no que se vieron obligados a cometer crímenes, sino que se presentaron voluntarios para matar y torturar. Poco a poco fui aprendiendo que entre blanco y negro había muchos matices de gris: Gris-acero, gris-tornasol. Y muchos matices de blanco también. Las víctimas no eran siempre inocentes. He conocido a un confidente judío que en un campo de concentración salvó su vida tomando parte en la ejecución de otro judío cuando un diabólico SS le dijo que escogiera entre su vida y la de otro. El confidente se defendía diciendo que si él no lo hubiera hecho, otro cualquiera hubiera disparado contra el judío aquél y que él a su vez también hubiera perecido. Yo no puedo aceptarlo: Matar es matar, poco importa quién cometa la acción. Todas las naciones cuentan con colaboracionistas. Nosotros, judíos, los tuvimos también, quizás en menor cantidad que otros pueblos, pero no todos fuimos ángeles. Un retoque típicamente diabólico de los SS, fue forzar a los judíos a que mataran a sus propios compañeros.
Wiesenthal recuerda muchas veces su primer paseo como hombre libre después de vivir cuatro años entre alambradas. Era un cálido día de primavera del mes de mayo de 1945, a los diez días de haber sido liberado del campo de concentración de Mauthausen, Alta Austria. Débil todavía y un poco aturdido por el desacostumbrado esfuerzo, se llegó hasta el pueblo vecino andando. Los labradores trabajaban el campo, jugaban los niños, los pájaros cantaban. A menos de un kilómetro y medio de los horrores de la cámara de gas, el campo parecía un idilio de paz bucólica. Nadie demostraba ni curiosidad ni simpatía. Sintiéndose Wiesenthal muy fatigado, entró en una casa de campo y pidió un vaso de agua. Una robusta y bien alimentada campesina le trajo un vaso de zumo de naranja.
—¿Se pasó mal allí dentro? —le preguntó, señalando vagamente en dirección de las bajas edificaciones grises que se veían más allá de los bancales.
—Dese por satisfecha de no haber tenido que ver nunca ese campo de concentración por dentro.
—¿Y por qué iba yo a tener que verlo? —contestó la mujer—. Yo no soy judía.
Wiesenthal pensó en el incidente aquél mucho tiempo. Años de adoctrinación habían convencido a la mujer de que en la tierra había dos clases de personas: Las que como ella estaban para vivir y las razas "inferiores" destinadas a la muerte. Wiesenthal no tardó en descubrir que muchas personas bondadosas habían sufrido la infección de teorías nazis. Cuando alguien, sin ser preguntado, le decía que "no sabía nada de todo aquello" o por propia iniciativa declaraba que "había salvado a judíos", Wiesenthal se ponía furioso.
—Si hubieran sido efectivamente salvados todos los judíos que me dijeron haber salvado hubiera habido más judíos al final de la guerra que cuando ésta empezó. Tampoco podía creer a aquellos que trataban de convencerme de que no se habían enterado absolutamente de nada. Quizá no supieran toda la verdad de lo que ocurría en los campos de concentración. Pero casi todo el mundo había notado algo después de que Hitler invadiera Austria el 11 de marzo de 1938. Nadie podía dejar de ver cómo los SS de negro uniforme se llevaban a los vecinos que resultaban ser judíos. Los niños volvían de la escuela diciendo que a sus compañeros de clase judíos los habían expulsado. Nadie podía dejar de ver las esvásticas en los escaparates rotos de las tiendas judías saqueadas. Nadie, tampoco, podía ignorar los escombros de las sinagogas que fueron quemadas la noche del 9 de noviembre de 1938
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