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Manuel Delgado - El animal público

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Manuel Delgado El animal público

El animal público: resumen, descripción y anotación

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Toda esa muchedumbre que se agita por el espacio público «a su aire», que va «a la suya» o, como suele decirse hoy, «a su rollo», la conforman tipos que son poco más que su propia coartada, que siempre tienen algo que ocultar, que siempre planean alguna cosa; personajes que, porque están vacíos, huecos, pueden devenir conductores de todo tipo de energías. Una inmensa humanidad intranquila, sin asiento, sin territorio, de paso hacia algún sitio, destinada a disolverse y a reagruparse constantemente, excitada por un nomadeo sin fin y sin sentido, cuyos estados pueden ir de la estupefacción o la catatonia a los espasmos más impredecibles, a las entradas en pánico o a las lucideces más sorprendentes. Victoria final de lo heteronómico y de lo autoorganízado, esa sociedad molecular, peripatética y loca, que un día se mueve y al otro se moviliza, merece tener también su antropología. […]Una síntesis de ese tipo es la que he querido sugerir aquí. Se vive un momento en que la calle vuelve a ser reivindicada como espacio para la creatividad y la emancipación, al tiempo que la dimensión política del espacio público es crecientemente colocada en el centro de las discusiones en favor de una radicalización y una generalización de la democracia. Todo ello sin contar con la irrupción en escena de nuevas modalidades de espacio público, como el ciberespacio, que obligan a una revisión al alza del lugar que las sociedades entre desconocidos y basadas en la interacción efímera ocupan en el mundo actual.

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MANUEL DELGADO

El animal público

Hacia una antropología de los espacios urbanos


Título original: El animal público

Manuel Delgado, 1999

Diseño de cubierta: mjge

Fotografía: Mural urbano de David de la mano en el barrio del Oeste (Salamanca)

Editor digital: mjge

ePub base r1.2


Toda esa muchedumbre que se agita por el espacio público «a su aire», que va «a la suya» o, como suele decirse hoy, «a su rollo», la conforman tipos que son poco más que su propia coartada, que siempre tienen algo que ocultar, que siempre planean alguna cosa; personajes que, porque están vacíos, huecos, pueden devenir conductores de todo tipo de energías. Una inmensa humanidad intranquila, sin asiento, sin territorio, de paso hacia algún sitio, destinada a disolverse y a reagruparse constantemente, excitada por un nomadeo sin fin y sin sentido, cuyos estados pueden ir de la estupefacción o la catatonia a los espasmos más impredecibles, a las entradas en pánico o a las lucideces más sorprendentes. Victoria final de lo heteronómico y de lo autoorganízado, esa sociedad molecular, peripatética y loca, que un día se mueve y al otro se moviliza, merece tener también su antropología. […]Una síntesis de ese tipo es la que he querido sugerir aquí.

Se vive un momento en que la calle vuelve a ser reivindicada como espacio para la creatividad y la emancipación, al tiempo que la dimensión política del espacio público es crecientemente colocada en el centro de las discusiones en favor de una radicalización y una generalización de la democracia. Todo ello sin contar con la irrupción en escena de nuevas modalidades de espacio público, como el ciberespacio, que obligan a una revisión al alza del lugar que las sociedades entre desconocidos y basadas en la interacción efímera ocupan en el mundo actual.


El día 8 de abril de 1999, el jurado compuesto por Salvador Clotas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventos, Fernando Savater, Vicente Verdú y el editor Jorge Herralde, concedió, por mayoría, el XXVII Premio Anagrama de Ensayo a El animal público , de Manuel Delgado.

Resultó finalista Los Goytisolo , de Miguel Dalmau.


PRÓLOGO:
EL OTRO GENERALIZADO

Yo soy exactamente lo que ves —dice la máscara—

y todo lo que temes detrás.

Masa y poder , ELIAS CANETTI

Si ya de por sí es comprometido explicar en qué consiste la antropología, y cuáles son sus objetos y sus objetivos, mucho más lo es tener que dar cuenta de su papel en contextos en los que, en principio, no se la esperaba. En efecto, es obvio que los motivos que fundaron la antropología como disciplina —el conocimiento de las sociedades exóticas— carecen hoy de sentido, en un mundo crecientemente globalizado en que ya apenas es posible —si algún día lo fue de veras— encontrar el modelo de comunidad exenta, culturalmente determinada y socialmente integrada, que la etnografía había convertido en su objeto central. Ya no hay —si es que las hubo alguna vez— sociedades a las que aplicar el calificativo de «simples» o «primitivas», al igual que tampoco se puede aspirar a encontrar hoy culturas claramente contorneables, capaces de organizar significativamente la experiencia humana a través de una visión del mundo omniabarcativa, libre de insuficiencias, contradicciones o paradojas, con la excepción, claro está, de ese refugio para la claridad de ideas que son en la actualidad los fanatismos ideológicos o religiosos de cualquier signo.

Disuelto su asunto tradicional de conocimiento, puede antojarse que el antropólogo debe comportarse como una especie de repatriado forzoso, que procura infiltrarse entre las rendijas temáticas sin cubrir del mundo moderno y adaptarse a trabajar en todo tipo de sumideros y reservórios de no se sabe exactamente qué, aunque lo que acabe estudiando se parezca a los saldos y restos de serie que las demás ciencias sociales renuncian a tratar. Como si el antropólogo que hubiera optado por estudiar su propia sociedad sólo estuviera legitimado a actuar sobre rarezas sociales y extravangancias culturales, algo así como los residuos del festín que para la sociología, la economía o la ciencia política son las sociedades contemporáneas. Puede vérsele, entonces, observando atentamente costumbres ancestrales, ritos atávicos, supervivencias religiosas y otros excedentes simbólicos más o menos inútiles, o, y eso es mucho peor, grupos humanos que la mayoría social o el orden político han problematizado previamente, con lo que el antropólogo puede aparecer complicado involuntariamente en el mareaje y fiscalización de disidencias o presencias considerarlas alarmantes. La tendencia a asignar a los antropólogos —y de muchos antropólogos a asumirlas como propias— tareas de inventariado, tipificación y escrutamiento de «sectores conflictivos» de la sociedad a saber, inmigrantes, sectarios, jóvenes, gitanos, enfermos, marginados, etc. demostraría la inclinación a hacer de la antropología de las sociedades industrializadas una especie de ciencia de las anomalías y las desviaciones.

Lejos de esa contribución positiva que se espera de ella para el control sobre supuestos descarriados e indeseables, lo cierto es que la antropología no debería encontrar obstáculo alguno en seguir atendiendo en las sociedades urbano-industriales a su viejo objeto de conocimiento, es decir la vida cotidiana de personas ordinarias que viven en sociedad, todo lo que sólo a una mirada trivial podría antojársele trivial. No existe ninguna razón por la que el etnólogo de su sociedad deba renunciar a lo que ha sido la aportación de su disciplina a las ciencias sociales, tanto en el plano epistemológico como deontológico: aplicación del método comparativo; vocación naturalista y empírica, atenta a lo concreto, a lo contextualizado; planteamientos amplios y holísticos; desarrollo de técnicas cualitativas de investigación —trabajo «hecho a mano» en una sociedad hipertecnificada—, y, por último, un relativismo que, al querer ser coherente consigo mismo, no puede nunca dejar de ser relativo.

De esa vocación de la antropología de mirar «a su manera» la vida de cada día ahora y aquí, surge lo que la compartimentación académica al uso reconoce como antropología urbana . Como ha señalado Ulf Hannerz, en lo que continúa siendo el mejor manual para introducirse en esa subdisciplina [1] , los antropólogos urbanos pueden ser considerados como urbanólogos con un tipo particular de instrumentos epistemológicos, o, si se prefiere, como antropólogos que analizan un tipo particular de ordenamiento. Se entiende, a su vez, que la contribución específica de lo urbano a la antropología consiste en una gama de hechos que se dan con menor o nula frecuencia en otros contextos, es decir en sus contribuciones a la variación humana en general. Al tiempo, el método comparatista le permite al antropólogo aplicar instrumentos conceptuales que han demostrado su capacidad explicativa en otros contextos. Sin contar, a un nivel moral, con la importancia que la antropología puede tener a la hora de hacer pensar sobre el significado de la diversidad cultural y hasta qué punto nos son indispensables sus beneficios.

Ahora bien, cabe preguntarse: ¿cuál es el objeto de esa antropología urbana cuya posibilidad y pertinencia se repite? ¿Puede o debe ser la antropología urbana una antropología de o en la ciudad, entendiendo ésta como una realidad delimitable compuesta de estructuras e instituciones sociales, un continente singular en el que es posible dar —como se pretende a veces— con culturas o sociedades que organizan su copresencia a la manera de algo parecido a un mosaico? ¿O deberíamos establecer, más bien, que la antropología urbana es una antropología de lo urbano , es decir de las sociedades urbanizadas o en proceso de urbanización, siendo los fenómenos que asume conocer encontrables sólo a veces o a ratos en otras sociedades, lo que obligaría a trabajar con estrategias y predisposiciones específicas, válidas sólo relativamente para otros entornos?

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