Mi tío Manolo, el Venerable Aparici y sus familiares
Primera edición: julio 2017
ISBN: 9788417120559
ISBN eBook: 9788417164386
© del texto
María Luz Gómez
© de esta edición
, 2017
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Prólogo
Aunque se trata de una persona bien conocida por su santidad y sobre la que se ha escrito mucho, se me ha ocurrido escribir un libro familiar sobre su vida, que pueda interesar a personas que no acostumbren a leer documentos específicamente eclesiásticos. Su vida sencilla, su fe, su bondad generosa, su simpática alegría, su fortaleza y hombría de bien, pueden constituir un ejemplo atractivo, y ser “sal y luz” en las oscuridades y sinsabores de este pícaro mundo.
Además de lo que conozco de su vida y algo de lo que se ha escrito de él, añadiré algunas noticias de los suyos, empezando por algunos antecesores interesantes. La rama Aparici honra nuestro árbol genealógico, y Manuel es la estrella de mayor magnitud.
También, por coincidir con la época y complacer a mis hijos, hablaré de mis recuerdos de nuestra guerra civil.
Sus ascendientes
El primer ascendiente Aparici que conozco es el abogado valenciano Don Pedro Aparici Ortiz. Este señor, tatarabuelo de Manuel, nació en Aielo de Malferit, pueblo perteneciente a la Región Valenciana, en 1761. Estudió la carrera de Derecho, y fue abogado de los Reales Consejos del Colegio de Valencia, y Relator en lo civil, de su Audiencia.
El 15 de Febrero de 1810, los cincuenta y un electores de las Casas Consistoriales de Valencia le nombraron diputado por dicha capital. Y su nombramiento fue aprobado por las Cortes el 6 de Febrero de 1811. Tres días después tomó posesión de su cargo. Formó parte de las Comisiones de Poderes, de la de Supresión de empleos, y de la encargada de extender el decreto sobre señoríos.
Parece que hizo buena gestión; pese a ser partidario de la Inquisición, como puntal de la fe, y ejemplo de la autoridad debida a los Obispos.
Intervino en la redacción y firma de la famosa Constitución promulgada en Cádiz en el año 1812, en plena guerra contra la invasión francesa. Constitución que, tras haberla jurado, fue abolida posteriormente por el infausto Rey Fernando VII “el deseado”. Recortaba sus poderes, y aquel tirano no podía consentirlo.
Pedro Aparici fue elegido posteriormente Secretario de las Cortes, donde al parecer hizo también una buena gestión.
Aparte de sus méritos profesionales, destacan los personales. Fue hombre honrado, buen católico, y excelente marido y padre. Falleció en Valencia, el 25 de Julio de 1829.
También alcanzó merecida fama su hijo José Aparici García, Coronel de Ingenieros que luchó contra los franceses en la Guerra de la Independencia, y fue una auténtica eminencia en la fortificación militar según dice la Historia. En la Enciclopedia Espasa figura una extensa biografía de este hombre extraordinario, que escribió una fabulosa cantidad de obras sobre aquel arte.
En 1843 fue comisionado para copiar en el Archivo General de Simancas todos los documentos referentes al Arma de Ingenieros, con el objeto de publicar una Historia de ella. Realizó esta labor del 1 de Enero de 1844 al 31 de Diciembre de 1856, copiando en la Historia Archivística los documentos de los siglos XV, XVI y XVII. Los del XVIII fueron copiados por el Capitán de Ingenieros Luis Pascual, que le sustituyó como copista. Los copiados documentos fueron encuadernados en 59 volúmenes, que se conservaron en el Depósito General Topográfico hasta la supresión de este en 1889. Y pasaron entonces a depender del Ministerio.
En 1905 el Depósito adquirió la consideración de Comandancia exenta, y se instaló en el edificio de la calle de Mártires de Alcalá; que, en 1921, pasó a llamarse Depósito de Planos y Archivo Facultativo de Ingenieros hasta 1939; año en el que se hizo cargo del fondo el Servicio Histórico Militar, que lo integró en un primer momento en la Biblioteca Central Militar; y que pasó más tarde al Archivo Central, en su Primera Sección. Mucho se ha paseado.
La colección se recopiló con el fin específico de reunir datos para la elaboración de la historia del Arma de Ingenieros; pero esos documentos, además de lo relativo a fortificación y actuaciones de dicha Arma en la Península y Colonias pertenecientes a la Corona Española, incluyen múltiples datos sobre la de Artillería y artilleros, organización del Ejército en general, y operaciones de campaña, de los siglos XV al XVIII. Los originales se encuentran hoy día en las cajas 7067 y 7101 del Archivo General Militar de Madrid.
José Aparici, una vez terminada la guerra contra los franceses y sus trabajo de copista, fue profesor de la Academia Militar de Ingenieros ubicada en Guadalajara. Y allí nació su hijo Rafael, abuelo de Manuel y bisabuelo mío, del que hablaré a continuación, siguiendo con la saga Aparici.
Rafael Aparici Biedma
También el abuelo de nuestro protagonista fue militar, pero no del cuerpo de Ingenieros. Perteneció al Arma de Caballería, y a su muerte ostentaba el grado de Coronel. Como anécdotas de su vida contaré dos que me llamaron la atención; y lo haré a riesgo de repetirme con algún lector, porque ya las comento en algún otro libro.
Corría el mes de Septiembre del año 1868, el del destronamiento de Isabel II y el advenimiento de la Revolución denominada “La Gloriosa”, comandada por el general Prim.
Aquellas revoluciones se celebraban saqueando establecimientos comerciales, asaltando iglesias y conventos, y asesinando a los curas y militares que se descuidaban. Las masas de entonces no sabían manejar la goma dos, pero eran extraordinariamente expertas en el uso de garrotes y navajas.
Rafael, que era entonces teniente de Húsares de la Reina, y se encontraba aún soltero, fue despertado por su asistente con aquella grave noticia, la mañana que siguió al nocturno estallido de la revolución. Por consiguiente, su obligación era incorporarse a su cuartel con la máxima urgencia. Se arregló, y salió a la calle con toda rapidez; pero a poco se encontró con un centenar de hombres que gritaban enfurecidos contra el régimen caído, y daban incesantes vivas a la soberanía nacional y al general Prim.
Rafael, viendo el gravísimo problema que se presentaba a su integridad física, se apresuró a dar la vuelta a la primera esquina que encontró, tratando de ponerse a salvo. Tuvo la suerte de encontrar en su camino una taberna que tenía abierta la puerta, y en ella estaba el tabernero tratando de inquirir porqué chillaban las turbas.
El tabernero aquel era un buen hombre; y al ver el gravísimo peligro en que se encontraba aquel muchacho, le quitó y escondió su chaquetilla y su morrión, y le dio un clásico mandil que le tapaba el torso, pero no las piernas. Colocado tras el mostrador que las ocultaba, le dio unos vasos para que se pusiera a fregarlos, y esperaron los acontecimientos. No tardaron en presentarse. Un tropel de hombres penetró en la taberna, preguntando por el teniente de húsares que acababa de entraren en ella. El tabernero contestó que allí no había entrado ningún húsar; como podía atestiguar el mozo que se encontraba detrás del mostrador, ocupado en fregar unos vasos.
Refunfuñando por habérseles escapado la presa, los hombres se marcharon; y Rafael pudo incorporarse a su cuartel, tras despedirse con agradecimiento del tabernero por el inmenso favor que le había hecho, y ofrecérsele incondicionalmente.
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