AA. VV. - República y Guerra en España (1931-1939)
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República y Guerra en España (1931-1939): resumen, descripción y anotación
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De los ocho años que duró la República española se han escrito muchas y diversas historias. Breve fue su duración pero muy intensa su vida y más aún sus consecuencias, especialmente porque durante este periodo España vivió una guerra civil que marcó nuestra Historia. Siete especialistas, coordinados por Santos Juliá, Premio Nacional de Historia en 2005, trazan las líneas fundamentales de los aspectos políticos: desde la proclamación el 14 de abril de 1931 hasta la desolación y la derrota de las premisas republicanas por la fuerza de las armas de un nuevo Estado el 1 de abril de 1939.
AA. VV.
ePub r1.0
Titivillus 14.04.15
Título original: República y Guerra en España (1931-1939)
AA. VV., 2006
Santos Juliá: (Coordinador)
Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo
Octavio Ruiz-Manjón
Gabriel Cardona Escanero
Enrique Moradiellos
Javier Tusell
Ángela Cenarro
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
PROCLAMACIÓN DE LA REPÚBLICA ,
CONSTITUCIÓN Y REFORMAS
Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo
EL DESPLOME DE LA MONARQUÍA Y LA PROCLAMACIÓN DE LA REPÚBLICA
E l 15 de febrero de 1931 se presentó en la cárcel Modelo de Madrid don José Sánchez Guerra. Venía a entrevistarse con los miembros del comité revolucionario, detenidos en vísperas de la intentona insurreccional de diciembre del año anterior, con la que quisieron traer la República. El anuncio de la visita causó el lógico bullicio en la prisión. Sánchez Guerra, antiguo jefe del Partido Conservador monárquico, partícipe destacado en una de las últimas conspiraciones fallidas contra la dictadura de Primo de Rivera, y miembro ahora del grupo de los constitucionalistas, había sido encargado por el Rey, Alfonso XIII , de formar Gobierno tras la crisis del día 14. El general Berenguer, presidente del Gabinete desde la caída de la Dictadura de Primo de Rivera, había cosechado un rosario de anuncios de abstención a su convocatoria de elecciones generales. Desde los republicanos a los socialistas, pasando por los constitucionalistas y otros antiguos políticos de la Corona, dijeron que no concurrirían a ellas. El conde de Romanones y Manuel García Prieto, que permanecían fieles al régimen, desconfiaban de los resultados de una consulta electoral a Cortes y preferían comenzar por unas elecciones locales. El general Berenguer, desasistido, presentó su dimisión: no podía aceptar la responsabilidad de dar a las Cortes el carácter de Constituyentes que muchos reclamaban, ni tampoco someterse a la prelación de unas elecciones locales improvisadas que en nada podrían resolver, en su opinión, el problema político planteado. Creía necesarias unas Cortes ordinarias para, «sometido todo el pasado desde el año 1923 a un voto de indemnidad para la Corona, fortalecer la autoridad moral de esta, legalizando la situación constitucional».
Hacía frío en aquella mañana del 14 de febrero de 1931, cuando Sánchez Guerra anunció su visita. Algunos de los detenidos llevaban dos meses en la cárcel, en la que, según contó uno de los veteranos, Miguel Maura, abundaban los presos políticos. Allí supieron del fracaso de diciembre, pero vivieron unas Navidades «apoteósicas», gozando de una gran libertad que les permitía debatir a diario sobre la situación y el futuro político y recibir casi desde el primer día «visitas multitudinarias», restringidas luego y sustituidas por montañas de cartas. El encuentro con Sánchez Guerra —«sombrero de copa y abrigo de pieles»— se celebró en el locutorio de abogados. Apenas cabían. Delante se colocaron el exministro liberal de la Corona, Niceto Alcalá-Zamora, y el socialista Francisco Largo Caballero; detrás otro socialista, Fernando de los Ríos, y Miguel Maura, hijo del antiguo líder del conservadurismo monárquico, Antonio Maura. Sánchez Guerra dijo que venía a solicitarles su participación en un futuro gobierno, una oferta sin precedentes en la historia de la Monarquía. Alcalá-Zamora puso condiciones, Sánchez Guerra se impacientó, Fernando de los Ríos habló sobre lo histórico del momento y Miguel Maura atajó: «Nosotros con la Monarquía nada tenemos que hacer ni que decir». «Lo suponía —suspiró Sánchez Guerra—: gracias y buenas tardes».
No tardó en renunciar al encargo de formar Gobierno. Tampoco tuvieron éxito en el empeño Romanones, García Prieto ni Melquiades Álvarez. Por fin, el 17 de febrero, en una encerrona en el Ministerio de la Guerra salió un nuevo Gabinete presidido por el almirante Aznar, aunque realmente dirigido por el conde de Romanones, en el que solo figuraban viejos políticos de la Monarquía, sin savia nueva. Dos días después se anunciaba el propósito de convocar elecciones municipales para el 12 de abril, provinciales para el 3 de mayo y generales para el 7 de junio. «No solo por coincidir todos los miembros del Gobierno en que es necesario introducir modificaciones en la Constitución vigente —se decía en la declaración ministerial—, sino con el propósito de abrir, dentro de la legalidad, amplio cauce a todas las aspiraciones, las nuevas Cortes tendrán el carácter de Constituyentes». Eso sí, por imposición de Juan de la Cierva, serían unas Cortes bicamerales y el régimen monárquico no sería objeto de revisión.
El año 1930 había sido tan decisivo como algunos auguraron. No iba a resultarle fácil a la Monarquía sobrevivir a la Dictadura caída, ni cerrar con éxito su intento de reorganizar las filas monárquicas en una derecha templada, con Francisco Cambó a la cabeza, y una izquierda liberal, liderada por Santiago Alba. La aceptación por Alfonso XIII del golpe de septiembre de 1923 y de la suspensión de la normalidad constitucional, seguida más tarde del intento de sustituirla por un nuevo orden político, había limado la legitimidad, si no de la Monarquía —aunque también—, sí de la figura del Rey. Seis años de excepcionalidad política anquilosaron las redes clientelares de los viejos partidos dinásticos, faltos de sentido y sometidos a la descalificación pública. La promoción desde arriba de un complejo entramado corporativo y de un único partido, la Unión Patriótica, había facilitado la incorporación a la vida política de nuevas élites, no siempre bien avenidas con las anteriores porque rompieron con muchos presupuestos del conservadurismo y el liberalismo anteriores. Abandonados, cuando no menospreciados y vejados por el Rey, relevantes políticos de la Monarquía hicieron público su distanciamiento de la Corona ya en tiempos de la Dictadura. El liberal Santiago Alba, en quien Primo de Rivera quiso escarmentar a todos aquellos «profesionales de la política», se exilió a París, y allí seguía cuando, en enero de 1930, se abrió un tiempo de incertidumbres al pretender la vuelta a una normalidad constitucional, rota años atrás. No tardaron en encadenarse los actos y conferencias en las que significados políticos confirmaron su desafección al Rey, para declararse, algunos de ellos, abiertamente partidarios de la República. El 13 de abril, en el teatro Apolo, de Valencia, en una de las más sonadas intervenciones, lo había hecho Niceto Alcalá-Zamora, quien, unos días después, en la sociedad El Sitio, de Bilbao, sentenció que la monarquía de Alfonso XIII no cumplía las condiciones que hacían viable una Monarquía en los tiempos modernos y era deber suyo, por tanto, invitar al Rey a que por el bien del país se marchara.
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