—Aquí está el problema —dijo—. Tiene una pequeña fuga.
—¿Una fuga? —dice Pellegrini, siguiéndole la corriente.
—Una pequeña.
—Eso se puede arreglar.
—Pues claro que sí —dice Landsman, dándole la razón—. Ahora hay esos kits caseros de bricolaje…
—Como los de las ruedas.
—Exactamente igual que los de las ruedas —dice Landsman—. Vienen con un parche y todo lo necesario. Con una herida más grande, como la que hace un treinta y ocho, hay que cambiar la cabeza por una nueva. Pero esta se podría arreglar.
Landsman mira hacia arriba, y en la expresión de su rostro no se lee más que sincera preocupación.
Por el amor de Dios, piensa Tom Pellegrini, no hay nada como investigar asesinatos con un loco de atar. La una de la mañana, en el corazón del gueto, con media docena de agentes de uniforme contemplando cómo se les congela el aliento sobre otro cadáver: el momento y lugar perfectos para el clásico humor de Landsman, recitado con absoluta seriedad hasta que incluso el responsable de turno está riéndose a carcajadas bajo el azul de las luces de emergencia estroboscópicas. Tampoco es que el turno de medianoche de un distrito del Oeste sea el público más duro del mundo; es imposible ir en un coche patrulla durante mucho tiempo en el sector 1 o el 2 y no desarrollar un sentido del humor bastante enfermo.
—¿Alguien conoce a este tipo? —pregunta Landsman.— ¿Llegó alguien a hablar con él?
—Coño, no —dice un uniforme—. Estaba diez-siete cuando llegamos.
Diez-siete. El código policial que significa «fuera de servicio», aplicado con poca gracia a una vida humana. Hermoso. Pellegrini sonríe, contento con saber que no hay nada en el mundo que pueda interponerse entre un policía y su forma de ser.
—¿Le ha registrado alguien los bolsillos? —pregunta Landsman.
—Todavía no.
—¿Dónde coño tiene los bolsillos?
—Lleva pantalones debajo del chándal.
Pellegrini mira cómo Landsman se pone a horcajadas sobre el cuerpo, con un pie a cada lado de la cadera del hombre muerto, y empieza a tirar violentamente de los pantalones del chándal. Los estrafalarios tirones mueven el cuerpo unos cuantos centímetros en la acera, dejando una fina película de sangre y materia gris apelmazadas en el trozo en que la herida de la cabeza roza con el pavimento. Landsman embute una de sus carnosas manos en uno de los bolsillos delanteros.
—Vaya con cuidado, quizá tenga agujas —dice un uniforme.
—Eh —dice Landsman—, si alguien en esta concurrencia cogiera el sida, nadie se iba a creer que se contagió con una aguja.
El sargento retira la mano del bolsillo derecho del muerto y saca quizá un dólar en calderilla, que cae sobre la acera.
—No lleva ninguna cartera en los bolsillos delanteros. Prefiero esperar a que el forense le dé la vuelta. Alguien ha llamado al forense, ¿verdad?
—Debe de estar de camino —dice un segundo uniforme, tomando apuntes para la primera página del informe—. ¿Cuántos disparos ha recibido?
Landsman señala la herida de la cabeza y luego levanta un poco el omóplato para mostrar un agujero desigual en la parte superior de la espalda de la chaqueta de cuero del hombre.
—Uno en la cabeza, otro en la espalda. —Landsman hace una pausa y Pellegrini le mira mientras adopta de nuevo su tono de absoluta seriedad—. Podrían ser más.
El uniforme se aplica con el bolígrafo y el papel.
—Existe la posibilidad —dice Landsman, esforzándose por parecer profesional—, de hecho, es muy posible, que le dispararan dos veces a través del mismo agujero de bala.
—¿En serio? —dice el uniforme, tragándoselo por completo.
Loco de atar. Le dan una pistola, una placa y los galones de inspector jefe y lo sueltan por las calles de Baltimore, una ciudad con una cantidad desproporcionada de violencia, mugre y desesperación. Luego lo rodean con un coro de hombres heterosexuales con chaquetas azules y le dejan interpretar el papel del solitario y caprichoso que se ha colado de algún modo en la baraja. Jay Landsman, el de la amplia sonrisa de soslayo y el rostro picado de viruela, que les dice a las madres de los hombres buscados por la policía que no tienen que preocuparse por todo aquel revuelo, que se trata sólo de una común y corriente orden de arresto por asesinato. Landsman, el que deja botellas de licor vacías en los escritorios de los demás inspectores jefe y nunca olvida apagar la luz del lavabo de caballeros cuando un oficial se encuentra indispuesto. Landsman, el que sube en el ascensor de la central con el comisionado de policía y, cuando llega a su planta, sale diciendo que algún hijo de puta le ha robado la cartera. Jay Landsman, el que cuando patrullaba de uniforme por el suroeste de la ciudad, aparcaba su coche patrulla en Edmondson con Hilton y utilizaba una caja de harina de avena marca Quaker forrada de papel de aluminio para simular una pistola radar.
—Esta vez le voy a dejar ir con una advertencia —le decía a los agradecidos conductores—. Recuerde: sólo usted puede evitar los incendios forestales.
Y ahora, si no fuera porque Landsman ya no puede mantener la expresión seria, podría muy bien haber un informe enviado a los Archivos Centrales por correo interno, denuncia número 88-7A37548, que dijera que la citada víctima parecía haber recibido un disparo en la cabeza y dos en la espalda a través del mismo agujero de bala.
—No, eh, es una broma —dice al fin—. No sabremos nada con seguridad hasta la autopsia, mañana.
Mira a Pellegrini.
—Eh, Phyllis, voy a dejar que sea el forense quien le dé la vuelta.
Pellegrini esboza una media sonrisa. Lleva siendo Phyllis para su inspector jefe desde aquella larga tarde en la prisión de Rikers Island en Nueva York, cuando la jefa de las guardas se negó a cumplir una orden judicial y entregar la custodia de una presa a dos inspectores de Baltimore porque el reglamento exigía que en la escolta hubiera una mujer. Después de un debate más que suficiente, Landsman agarró a Tom Pellegrini, un italiano fornido nacido en una familia de mineros de carbón de Allegheny, y le puso delante de un empujón.
—Le presento a Phyllis Pellegrini —dijo Landsman, firmando el traspaso del prisionero—, mi compañera.
—¿Cómo está usted? —dijo Pellegrini sin titubear.
—Usted no es una mujer —dijo la guarda.
—Pero lo había sido.
Con las luces estroboscópicas iluminando su pálido rostro, Tom Pellegrini se acerca un paso para contemplar mejor lo que hasta hacía media hora había sido un traficante callejero de veintiséis años. El hombre está tirado de espaldas, con las piernas en la alcantarilla, los brazos parcialmente extendidos y la cabeza hacia el norte, cerca de una casa adosada esquinera. Los ojos, de un marrón oscuro, están fijos bajo los párpados entrecerrados, con esa expresión de vago reconocimiento tan común en los recién fallecidos violentamente. No es una mirada de horror o consternación, ni siquiera de angustia. La mayoría de las veces la última expresión del rostro de un hombre asesinado se parece a la de una colegiala nerviosa que acaba de comprender la lógica de una ecuación sencilla.
—Si aquí no hay nada más —dice Pellegrini—, voy a ir al otro lado de la calle.
—¿Por qué?
—Bueno…
Landsman se acerca y Pellegrini baja la voz, como si sugerir en voz alta que pudiera haber un testigo de ese asesinato, fuera una vergonzante muestra de optimismo.
—Hay una mujer que entró en una casa del otro lado de la calle. Alguien le dijo a uno de los primeros agentes en llegar que estaba fuera cuando empezaron los tiros.
—¿Vio lo que pasó?
—Bien, se supone que le dijo al agente que habían sido tres hombres negros vestidos con ropa oscura. Se marcharon corriendo hacia el norte después de los disparos.