Santa Isabel de Hungría
Primera edición: marzo 2018
ISBN: 9788417335908
ISBN eBook: 9788417382612
© del texto:
María Luz Gómez
© de esta edición:
, 2018
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Prólogo
Pretendo con esta preciosa historia biográfica (aunque lógicamente, siendo tan antigua, algunos de los datos que he recopilado puedan ser más o menos legendarios), compartirla, y darla a conocer a más personas, porque creo que merece la pena. La protagonista fue una mujer extraordinaria, todo amor, bondad, valor y entrega; bienaventurada además, porque unió a sus muchas virtudes el cumplimiento heroico de la «pobreza en el espíritu». La primera parte de su historia se asemeja a un cuento de hadas. En la segunda y última, deberá enfrentarse a la adversidad. Pero en una y en otra podría compartir la frase homenaje dedicada al Rey inglés Jacobo II escrita en su epitafio, que se conserva en Saint Germain de Layes, cerca de Paris: «Grande en la prosperidad, Mayor en la adversidad».
Su amor y su fortaleza hicieron que no se conformara con dar. Se dio.
El nacimiento y los primeros cuatro años de Isabel
Nació el siete de Julio del año 1.207, en uno de los castillos de su padre (se duda si el de Posonio, o el de Saróspatak), Andrés II Rey de Hungría. La madre fue su esposa Gertrudis de Merania. Era la pequeña princesa una preciosa y encantadora morenita, que llenó de alegría el corazón de los Reyes. El bautizo del bebé fue solemne, y se impuso a la neófita el nombre de Isabel, la pariente de la Virgen, para que fuera su intercesora, y la niña imitara sus virtudes. Se celebró con numerosos y brillantes festejos.
Los primeros cuatro años de la Princesita fueron muy felices. Criada y educada en el espléndido castillo real rodeado de hermosos jardines; adorada por sus padres y niñera, y mimada por cuantos se acercaban a ella, la vida le sonreía.
La educación cristiana que recibía, puso por encima de todos sus demás amores el de Papá Dios, Jesusito, su Mamá del Cielo, San José, su Ángel de la Guarda, e Isabel, la santa de su nombre. Su madre rezaba con ella las oraciones de la mañana y de la noche de manera infantil, y la enseñaba a interrumpir sus juegos y lecciones (estaba aprendiendo las letras y a hacer «palotes», más alguna pregunta de catecismo) de vez en cuando, para decir alguna jaculatoria, o sencilla oración; ya que Papá Dios siempre estaba con ella, aunque invisible, y no debía pasar mucho tiempo sin hacerle caso.
También la llevaba a menudo a un convento cercano, para visitar a una religiosa, hermana de su padre, que muchos años después fue canonizada: Santa Eduvigis. Isabel quería mucho a su tía, que influyó también grandemente en la piedad de la niña.
La caridad de los Reyes había fundado, entre otras muchas obras benéficas, una escuela cercana al castillo, a la que asistían los hijos de sus colonos y servidores.
Se trataba de algo inusual en la época, en la que los niños de las aldeas aledañas a los Castillos solían trabajar a partir de los tres años, como pastores. Se consideraba normal que el pueblo llano fuera analfabeto, y que sólo los hijos de los nobles tuvieran acceso a la cultura.
Pero al auténtico sentido cristiano de Gertrudis, aquello le parecía una flagrante injusticia. Y con la aquiescencia de su marido, había fundado aquella escuelita. Y cosa aún más extraña, teniendo en cuenta la discriminación de la mujer entonces reinante: que no sólo admitía niños sino también niñas; si bien en aulas separadas.
La Reina buscó un buen profesorado, que enseñaba a los alumnos en forma elemental, las bases de la cultura de aquel tiempo: las siete artes liberales, resumidas en los llamados Trivium (palabra latina que significa tres vías), y Cuadrivium (cuatro). El primero incluía la gramática, retórica, y dialéctica; y el segundo: astronomía, aritmética, geometría y música.
Además se enseñaba a los niños a cultivar la tierra, cuidar el ganado, y rudimentos de varios oficios. Y a las niñas, costura y cocina.
Isabel visitaba la escuela con su madre con relativa frecuencia, compartiendo la merienda de los alumnos y jugando con las niñas en el recreo. Ellas se esmeraban en mimarla y en que lo pasara bien, y no se hiciera daño. Con los chicos no jugaba, porque sus juegos eran demasiado violentos, y ella muy pequeña.
Alianza matrimonial
Pero cuando cumplió los cuatro años, su vida cambió por completo.
Una tarde el Rey se dirigió a las habitaciones de su esposa para hablar con ella, con un empaque solemne que la sorprendió.
«Gertrudis, — le dijo — tengo que hablar contigo de un asunto importante que te va a disgustar. Sé que te hubiera gustado que consultara este tema contigo antes de tomar una decisión, y lo entiendo. Pero se trata de un asunto de Estado de mi competencia, bueno para el país; y el corazón debe someterse siempre al deber. La resolución que he tomado no va a ser de tu agrado. Tampoco lo es del mío, pero repito que mi conciencia manda. Ahora paso a exponerlo: el Duque de Hesse, Herman I Landgrave de Branderburgo, Turingia, me pide la mano de Isabel para su heredero Luis, siete años mayor que ella. Naturalmente, la boda no se realizará hasta que los prometidos tengan la edad suficiente; pero se celebrarán por poderes los desposorios, y deberemos enviar, como exige la costumbre, a nuestra hija a Alemania, para que se eduque allí bajo la tutela de sus futuros suegros. Me he comprometido a hacerlo, aunque nos duela; porque una alianza matrimonial entre el Landgraviato de Turingia (estado perteneciente al Sacro Imperio Romano Germánico) y el Reino de Hungría, resulta muy conveniente para ambos países, y otorga un brillante porvenir a Isabel».
Las lágrimas de su esposa fueron la única respuesta.
Se hicieron los preparativos, y la princesita (a la que se dieron muy pocas explicaciones) fue despedida con apasionados besos, y enviada a Turingia en una gran carroza en la que se había instalado su cuna de oro, con la compañía de su fiel niñera.
La escoltaban doce carrozas de la nobleza, en las que viajaban condes, duques y marqueses, con sus respectivas damas; e iban cargadas de joyas, oro, y objetos preciosos, que formaban la dote de la infantil desposada.
Después de un largo viaje llegaron al castillo de Wartburg, situado en alta montaña, aproximadamente hacia el centro de Alemania.
Ante él se detuvo la caravana; bajaron los nobles de sus carrozas, y sacaron de su cuna a la princesita, que pasó de mano en mano entre besos y abrazos. Ella sonreía con asombrados ojos, sin comprender a qué eran debidas tales explosiones de cariño.
La Corte de Turingia habitante del Castillo, compuesta por el Lanbgrave, Gran Duque Herman de la casa de Hesse; su esposa, la Gran Duquesa Sofía; el hijo mayor de ambos, Luis, Príncipe Heredero, y prometido de la Princesita; su hermano Conrado; y los deudos y nobles que los acompañaban, recibieron a la pequeña princesa y a su séquito, con todos los honores y una gran fiesta.
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