Capítulo V
El problema del mal
y la divina Providencia
Nunca habrá nada, Padre, que no puedas enviarme;
haz todo lo necesario para doblegar mi yo:
únicamente Cristo viva y actúe en mí,
y yo en él solo te cause alegrías.
Padre, nunca me mandarás una cruz o un dolor
sin darme abundantes fuerzas para soportarlo.
En mí el Señor comparte mi carga entera
y la Madre vigila: así somos siempre tres.
(HP, 395-396)
1. Un hecho contundente
Cuando se habla de fe en la divina Providencia, una de las preguntas más recurrentes es cómo compaginar la bondad, sabiduría y poder de Dios con el sinnúmero de desgracias, males, cruces y contrariedades que nos rodean. Es difícil creer que tras todas ellas está la mano de Dios. La existencia del mal es múltiple y afecta toda nuestra vida.
Males naturales, catástrofes, golpes del destino, el mal moral, las violencias de todo tipo, el dolor de los inocentes, las desigualdades e injusticias sociales, lo que sufrimos por nuestras propias limitaciones, y las limitaciones, defectos y maldad de quienes nos rodean. Todo ello configura un horizonte que para muchos hace imposible creer en la existencia de un Dios bueno, sabio y poderoso.
¿Por qué él permite todo esto? ¿Es posible que Dios haya creado un mundo así? Tenemos un profundo anhelo de paz y felicidad, pero pareciera que solo en pocos momentos podemos gozar esa felicidad y esa paz que buscamos. ¿Por qué Dios no evitó estos males y ordenó las cosas de otra forma a fin de que fuésemos felices y pudiéramos vivir en paz?
2. Reacciones ante esta realidad
2.1. En general
A todos nos resulta difícil enfrentar y dar una respuesta positiva a ésta nuestra situación existencial. Resulta muy arduo descubrir el porqué de esta realidad tan llena de contrariedades.
Es verdad que a ciertos dolores encontramos una posible respuesta desde el punto de vista puramente humano. Por ejemplo, el dolor físico: qué sería de nosotros si no lo sintiéramos y así no nos diéramos cuenta que padecemos una determinada enfermedad que es necesario curar. Nos resulta relativamente fácil aceptar que para desarrollarnos necesitamos exigirnos y asumir sacrificios. Por otra parte, observamos que el dolor hace madurar la personalidad: templa el carácter, da profundidad, nos hace más sensibles y comprensivos… Pero no siempre es así.
2.2. Reacciones de los no creyentes
Para los no creyentes resulta ciertamente más difícil responder a la realidad del dolor, del mal y las desgracias o golpes del destino que se abaten sobre nosotros.
De una u otra forma todos padecemos de un sentimiento de inseguridad, de angustia, temor y descobijamiento existencial.
Como el avestruz, muchos suelen meter la cabeza en la arena tratando de escabullir el dolor, evadiendo los problemas. Se les echa tierra encima y se busca vivir al día en una especie de indolencia.
Otros, agobiados por los problemas, caen en la depresión, víctimas de un derrumbe psicológico. Como signo de esta situación y fruto de la desesperanza, tenemos el alarmante aumento de suicidios en nuestra sociedad.
Cuántas personas viven hoy sumidas en la amargura, criticando todo, lanzando barro a los demás, tratando de compensar su dura realidad y su herida autoestima.
A otros, el peso de las cruces que cargan les lleva a buscar compensaciones de todo tipo a fin de superar los problemas que lo s aquejan. Así, se sumergen en un trabajo desenfrenado, o buscan todo tipo de placeres sexuales, o caen en las drogas o el alcohol.
Ante la inestabilidad de la propia vida y las posibles desgracias, para precaverse de los males que pueden sobrevenir, no pocos buscan seguridades para protegerse al alero del poder económico, de amistades, partidos políticos o algo que, de alguna forma, les asegure un cierto resguardo.
También se da otra posibilidad: es la de aquellos que asumen una actitud de rebeldía. Luchan contra las adversidades. Se lanzan al mar embravecido de la existencia con los dientes apretados, tratando de doblarle la mano al destino y al infortunio. Tratan de abrirse camino, pero no siempre tiene n éxito: Viven tensos y angustiados al no poder dominar todas las variables que están en juego.
Mostrar un camino a los no creyentes nos obligaría probar primero la existencia de Dios, permaneciendo sí en el plano natural. Y en ese nivel ciertamente la respuesta será muy precaria: queda como un interrogante sin solución.
2.3. Reacciones de los creyentes con una fe débil
Tampoco a los creyentes les resulta fácil responder a las situaciones de desgracia y a los golpes del destino. A semejanza de los no creyentes, pueden caer en un conformismo derrotista y fatalista, en una resignación enfermiza, deprimiéndose al verse aplastados y superados por las cruces. Como los no creyentes, no logran conjugar los males e injusticias con la existencia de Dios, con su sabiduría, bondad y poder, sobre todo si se sienten justos y no creen merecer de Dios ese “castigo” que los aflige. Como no encuentran respuesta, se debaten entre el derrotismo, la depresión o la rebeldía. A menudo terminan perdiendo la poca fe que poseen: se apartan del Dios vivo y se declaran ateos o agnósticos.
2.4. Una respuesta a partir de una actitud creyente
¿Podremos dar una respuesta positiva a esta situación existencial? No es tarea fácil. Quien no tiene fe, que es un don gratuito de Dios, se encuentra ante realidades que no tienen respuesta desde el punto de vista puramente humano. El dolor y la cruz es una dura prueba para nuestra fe.
La fe nos abre un camino, pero no es fácil adentrarse por ese camino y encontrar un sentido al dolor. Partimos del supuesto de que tenemos fe, aunque también tengamos que decir: “Sí, Señor, creo, ¡pero aumenta mi fe!”
Tener fe no quiere decir que podamos comprender íntegramente el problema del dolor y del mal. No significa contar con evidencias. La fe, y en concreto la fe en la Providencia divina, nos regala solo una certeza basada en un salto para la inteligencia, la voluntad y el corazón. Un salto en el claroscuro de la fe. No es un paso irracional, pero va más allá de lo racional, porque exige adentrarse en la realidad del mundo sobrenatural, en el misterio de Dios y de su misterioso gobierno del mundo.
Adentrándonos por este camino, abordaremos primero algunos presupuestos básicos que arrojan luz a la búsqueda de un sentido creyente del dolor. En segundo lugar, tocaremos algunos problemas concretos que revisten especial importancia.
3. Presupuestos básicos
3.1. Dios es incomprensible en sí mismo y en sus designios
Se cuenta que en una ocasión en que san Agustín se paseaba junto al mar tratando de comprender los misterios de Dios, se encontró con un niño que sacaba agua del mar con una concha y luego la vaciaba en un hoyo que había cavado en la arena. El santo le preguntó, intrigado, qué estaba haciendo, y el niño le respondió: Quiero sacar el agua del mar y colocarla en este hoyo. San Agustín le contestó que eso era imposible. Entonces el niño le dijo: “Estoy haciendo lo mismo que tú tratas de hacer: comprender con tu inteligencia los pensamientos de Dios”.
“¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!”, afirma san Pablo (Rom 11, 33) . Poseemos la grandeza de ser creaturas inteligentes, pero no somos dioses. Debemos situarnos objetivamente en el nivel que nos corresponde, asumiendo nuestra realidad de criaturas. Y eso quiere decir que nuestra capacidad de comprensión es admirable, pero definitivamente limitada.
Es necesario que nos ubiquemos como criaturas ante el saber y los designios de Dios. Y esto, por cierto, requiere humildad. La humildad, dice santa Teresa de Ávila, es verdad y justicia. Damos así el lugar que corresponde a Dios y nos situamos con humildad ante él, respetando lo que dispone o permite, con una actitud receptiva, propia de un hijo que escucha a su padre.