En este capítulo se aborda la necesidad de atender a ciertos requisitos necesarios a fin de que el proceso de discernimiento de la voluntad de Dios se pueda llevar a cabo sin que interfieran factores que bloquean o dificultan vivir de la fe práctica en la divina Providencia. Se tratarán los siguientes requisitos: Necesidad de una óptica de fe; el cultivo de una recta conciencia; estar vigilantes en oración; estar abierto a la acción especial del Espíritu Santo; purificación y conversión, y saber detenerse.
El sol se encamina al reposo y nos invita
a dirigir hacia el Cenáculo la mirada.
Allí para la Iglesia
imploraste al Espíritu Santo,
quien la liberó de las miserias de la mediocridad,
la inició en la doctrina de Cristo
y avivó en ella
el espíritu de apóstoles y de mártires.
También así quieres actuar en nuestro santuario
fortaleciendo la fe
de nuestros débiles ojos,
para que contemplemos la vida
con la mirada de Dios
y caminemos siempre bajo la luz del cielo.
Haz que esa luz me ilumine
y mire con fe cómo el amor del Padre
me acompañó en este día.
Fidelidad a la misión
sea mi agradecimiento por sus innumerables dones.
(Hacia el Padre, n.212-214)
1. Necesidad de una óptica de fe para mirar la realidad
Normalmente nos acercamos y observamos la realidad a partir de una óptica reducida o distorsionada. Escuchar y comprender las voces del tiempo, del alma y del ser supone que contamos con una mentalidad y cosmovisión cristiana. La conferencia del episcopado latinoamericano celebrada en Aparecida afirma, en este sentido, que debemos mirar la realidad como “discípulos de Cristo”.
Si no contamos con una mentalidad y cosmovisión a partir de nuestra fe, o si nuestra fe es demasiado débil, entonces nos será difícil descubrir los caminos de Dios. Veremos y juzgaremos desde nuestros intereses personales o nos quedaremos en un observar puramente naturalista de la realidad.
Es preciso sumergirse o mentalizarse en relación al Dios vivo, al Dios histórico, que intervino, interviene y continuará interviniendo en el acontecer del mundo y de nuestra historia personal. Se da entonces el hecho que miramos “con los ojos de Dios”, que contamos con una mentalidad cristiana y que con ello observamos la realidad desde esa perspectiva creyente de un discípulo que se ha “familiarizado” con el querer de Dios. En la medida en que vayamos practicando la fe en la divina Providencia, ésta se irá fortaleciendo y nos permitirá ir descubriendo la voluntad de Dios cada vez con mayor facilidad.
2. El cultivo de una recta conciencia
Junto con desarrollar una mentalidad providencialista, es preciso educar nuestra conciencia. La conciencia es un don que Dios ha puesto en nuestro ser, que nos indica espontáneamente si algo es bueno o malo. Sin embargo, debido al pecado original y a nuestros pecados, debido a una cultura que ha dejado a Dios de lado, el peligro de que nuestra conciencia esté errada es cada vez mayor. Por eso es necesario formar reflexivamente la conciencia (y también vivencialmente) a fin de enfrentar la realidad con una “recta” conciencia o conciencia formada.
Esto implica cultivar el conocimiento del orden de ser natural y sobrenatural; conocer las normas de la moral natural (tanto individual como social) y los principios y valores de la ley de Cristo, tal como nos lo entrega el Evangelio.
Se trata de un proceso que requiere estudio, instrucción y reflexión. De otra forma, cuando debamos juzgar o discernir la voluntad de Dios, lo más probable es que en un inicio nuestros pensamientos y opciones estén marcados por prejuicios o posiciones que no se compadecen con el querer de Dios, pero que flotan en el ambiente que respiramos y que fácilmente nos contagian.
3. Estar vigilantes en la oración
Por otra parte, debemos “estar vigilantes” en la oración, manteniendo abierto el canal de la gracia a través de la recepción de los sacramentos, particularmente de la reconciliación y de la eucaristía, junto con familiarizarnos con la meditación de la Sagrada Escritura. Es impensable una vida según la fe práctica en la divina Providencia sin este contacto vivo con el Señor. El encuentro con el Dios de la vida va a la par del encuentro con el Dios de la Palabra y de la eucaristía.
Un radioaficionado puede manipular en vano las perillas de su receptor si su antena no funciona. El diálogo con el Dios providente es la antena que nos permite sintonizar con la voluntad de Dios en toda nuestra vida. Nos permite “sintonizar” con Dios y poder captar sus mensajes. Sin esta condición fundamental, que toca nuestra actitud vital más profunda, ningún esfuerzo de razonamiento - ninguna “receta”- podrá ayudarnos a ver con claridad y detectar el querer del Señor.
4. Estar abierto a la acción especial del Espíritu Santo
Una vida abierta al amor de Dios, un espíritu auténticamente filial, una vida de oración, significa una vida abierta y guiada por el Espíritu Santo. Es él quien clama “¡Abba, Padre!” en nuestra alma. Él nos regala el espíritu filial de un auténtico hijo del Dios providente.
El Espíritu Santo es quien nos hace receptivos y sensibles ante los requerimientos de Dios Padre y nos da esa especie de “olfato” o “instinto” sobrenatural, al que nos referimos anteriormente, para detectar su paso por nuestra vida. Es el quien afina nuestro oído y nuestra vista para ver y oír la voz de Dios. Él nos habla a través de sus mociones en nuestro interior.
De allí que quien quiera crecer en la fe práctica debe cultivar la imploración al Espíritu Santo y familiarizarse con él, invocándolo constantemente.
5. Purificación y conversión
En nuestro interior se debaten muchas tendencias. No sólo escuchamos las “voces” de Dios. Son muchas las voces que encuentran eco en nosotros: Voces de nuestros apetitos desordenados, deseos que brotan de nuestros caprichos y subjetivismos, de las voces de los antivalores en la sociedad, ajenos a Dios, etc. Se dice que “el deseo es padre del pensamiento”. Los prejuicios, el egoísmo, las pasiones desordenadas, el contagio con los antivalores presentes en las corrientes culturales, etc., distorsionan nuestra audición y nuestra visión.
Solo si hemos educado y encausado nuestros afectos, sentimientos y pasiones desordenadas, solo si no nos dejamos atrapar por el espíritu mundano que nos rodea, poseeremos la receptividad y apertura necesaria para percibir los deseos de Dios.
De otro modo, fácilmente nos dejamos engañar respecto a lo que observamos en los signos del tiempo, porque “vemos” y “escuchamos” lo que queremos ver y escuchar, lo que está de moda; repetiremos lo que “todos” opinan, lo que se ve en la televisión o se lee en los periódicos…
De allí la necesidad de una autoeducación y conversión interior que nos ordene interiormente y sane nuestra vida afectiva y nuestros impulsos instintivos desordenados.
Esta conversión interior y correspondiente despojo del hombre viejo que vive en nosotros, y el revestirnos del hombre nuevo creado según Cristo Jesús, nos predisponen a recibir el Espíritu Santo y sus dones y a hacer fecunda su acción en nosotros.
6. Saber detenerse
El ritmo de vida que llevamos nos hace enormemente difícil comprender y, sobre todo, practicar la reflexión y la meditación, sin lo cual es impensable una vida guiada por la fe práctica en la divina Providencia.
Nuestro sistema de vida está demasiado orientado hacia lo exterior, hacia el hacer, producir, fabricar, organizar y racionalizar. Vivimos en una cultura marcada con el sello de la extroversión y del activismo. Términos como contemplación o vida interior están prácticamente ausentes en nuestro actual vocabulario y estilo de vida.